El sombrero de Ivo

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Por Guido Encina

Ence­rra­do en su habi­ta­ción, un fiel hábi­to que lo man­te­nía el cien por cien­to del día, cre­yó que ese lunes iba a ser un día dis­tin­to, úni­co. En su mun­do había todo: tele­vi­sor, libros, compu­tado­ras, baño, una peque­ña coci­na y un pla­car que des­pa­rra­ma­ba ropa blan­ca. Se mira­ba al espe­jo al des­per­tar­se, lle­va­ba los índi­ces de sus manos y simu­la­ba una son­ri­sa. Así arran­ca­ba el día, des­de ese momen­to, sus accio­nes se repe­tían una y otra vez.

Fer­nan­do Mar­cos odia­ba su nom­bre. Des­de muy peque­ño, cuan­do empe­zó a tener con­cien­cia se hizo lla­mar Ivo, iden­ti­fi­ca­ción de un villano de su serie ani­ma­da pre­fe­ri­da. Raro, pero siem­pre empa­ti­za­ba con los malos en la típi­ca situa­ción bina­ria. Sus padres res­pe­ta­ron su apo­do y lo cum­plie­ron has­ta que una equi­li­bra­da rela­ción se esfu­mó.
Hace cua­tro años que deci­dió tomar dis­tan­cia con lo que lla­ma­mos reali­dad. Su cuar­to era más que un dor­mi­to­rio, era un hogar peque­ño que esta­ba a una puer­ta de la cone­xión con su fami­lia. Esa puer­ta era el lími­te. Has­ta ahí lle­ga­ba la comi­da, algu­na enco­mien­da, un men­sa­je escri­to, has­ta ahí.
Ese domin­go que cerró los ojos para des­can­sar sabía, que posi­ble­men­te, sea el últi­mo de su ruti­na.
La bate­ría de su compu­tado­ra esta­ba cadu­can­do, mien­tras escri­bía e inme­dia­ta­men­te hizo una ana­lo­gía con su vida. Refle­xio­nó unos minu­tos, pero con­ti­nuó con el tipeo. Tenía que ter­mi­nar una entre­ga y esta­ba des­con­cen­tra­do, inquie­to.
Ivo tra­ba­ja­ba para una revis­ta pres­ti­gio­sa a nivel glo­bal, escri­bía cró­ni­cas de via­je. La empre­sa que lo había con­tra­ta­do acep­tó su con­di­ción de ser sim­ple­men­te un seu­dó­ni­mo y cobrar una suma impor­tan­te por un artícu­lo sema­nal. No había pre­sen­cia­do entre­vis­tas, ni tam­po­co deve­ló su iden­ti­dad físi­ca. Los edi­to­res sabían que era un dis­tin­to para la escri­tu­ra, tenía un don y no les impor­tó cono­cer­lo. Era un artis­ta de las pala­bras a la hora de des­cri­bir esce­na­rios.
Se pasa­ba varias horas miran­do videos por You­tu­be, leyen­do expe­rien­cias de via­je­ros y obser­van­do deta­lla­da­men­te las imá­ge­nes de Goo­gle.
La tem­pe­ra­tu­ra de su mun­do era siem­pre de 22 gra­dos y cuan­do se cor­ta­ba la luz era lo úni­co con lo que tenía que lidiar, por­que para el res­to esta­ban sus cua­der­nos de ano­ta­cio­nes y miles de pos­ta­les. Cuan­do esto suce­día escu­cha­ba que alguien se acer­ca­ba has­ta el lími­te de la puer­ta y pen­sa­ba “siem­pre lo mis­mo”. Este moti­vo lo ponía ner­vio­so y se pre­gun­ta­ba qué tan difí­cil era com­pren­der la elec­ción de vida de un suje­to que no tie­ne inten­cio­nes de rela­cio­nar­se con nadie más que por su note­book o su celu­lar.
“Estoy bien”, era el men­sa­je pre­de­ter­mi­na­do que envia­ba al gru­po de Whatsapp que tenía con sus padres y su her­mano menor. Lo hacía una vez por sema­na y, por lo gene­ral, antes de dor­mir. Este meca­nis­mo de comu­ni­ca­ción era el uti­li­za­do para pre­gun­tar algu­na cues­tión extre­ma, y has­ta se ente­ró de la muer­te de sus abue­los bajo esta moda­li­dad. Obvia­men­te, no res­pon­dió, ni pen­só un segun­do en par­ti­ci­par de los ritua­les cató­li­cos pos mor­tem.
Ese lunes tenía un color dis­tin­to, empe­za­ba a notar­se la fla­man­te pri­ma­ve­ra. Obser­vó el patio por la ven­ta­na de su casa y notó que se res­pi­ra­ba otro aire. Cerró los ojos, como dis­fru­tan­do de ese vien­to sua­ve que aca­ri­ció su meji­lla, se dio cuen­ta que no lle­va­ba reme­ra y entró a bus­car su chom­ba blan­ca de los lunes. Se vis­tió y pasó por el baño. Comió los fru­tos secos de todas las maña­nas, hizo fle­xio­nes de bra­zos, abdo­mi­na­les, una sesión de barra y se duchó. Mien­tras se seca­ba obser­vó que tenía su otra pil­cha de lunes algo arru­ga­da, lue­go se sen­tó en un cómo­do sillón en el que pasa­ba 15 horas dia­rias.
Había algo raro ese día. Había reci­bi­do un pedi­do de la empre­sa para que se pre­sen­te a cono­cer las nue­vas auto­ri­da­des. Cerró los ojos y empe­zó a sen­tir como le latía el cora­zón. Tenía una mala sen­sa­ción. Enten­día que ni una pie­za de su mun­do podía mover­se, enton­ces lo ener­va­ba pen­sar en sen­tir­se obli­ga­do a men­tir sobre una enfer­me­dad o a la mis­ma renun­cia.
Era un 10 en la escri­tu­ra. Ter­mi­nó el secun­da­rio con uno de los mejo­res pro­me­dios, odia­ba las mate­má­ti­cas, pero era des­ta­ca­do en todas las mate­rias, inclu­si­ve en las acti­vi­da­des físi­cas. Tuvo novias en esa épo­ca, pero nun­ca pen­só en algo más que via­jar has­ta la noche del acci­den­te.
Cua­tro años atrás, la habi­ta­ción de su casa ante­rior se incen­dió y dejó un sello que le cubría la mitad de su ros­tro. “Un cor­to­cir­cui­to, una cor­ti­na y un jóven dur­mien­do”, fue la sín­te­sis de un par­te poli­cial.
Des­pués de este epi­so­dio, Ivo y su fami­lia se muda­ron un poco más lejos de la ciu­dad. Des­de ese enton­ces todo cam­bió. Sus sue­ños se fue­ron per­dien­do poco a poco, sin embar­go, tomó la deci­sión de no vol­ver a con­tac­tar­se con el mun­do. Tenía su mun­do y era sufi­cien­te. El rol de víc­ti­ma uti­li­zó en su bene­fi­cio para acon­di­cio­nar el espa­cio que era exclu­si­vo y sólo para él.
Con­ta­ba tiem­po para la lim­pie­za, pero ese día, mien­tras pen­sa­ba como enca­rar la situa­ción de su empleo, deci­dió escu­char algo de músi­ca y rela­jar. Le dio play a su lis­ta de Mile Davis y obser­vó los libros de su biblio­te­ca como bus­can­do una res­pues­ta que la encon­tró unas horas más tar­de.
No solía estar pen­dien­te del tiem­po, aun­que en su ruti­na cum­plía con los pará­me­tros que le mar­ca­ba el reloj y sus recor­da­to­rios.
Sonó una alar­ma mien­tras con­ti­nua­ba “col­ga­do” miran­do la nada. Se per­tur­bó y corrió a su peque­ña coci­na para empe­zar a pla­ni­fi­car su almuer­zo. Y sonó otra alar­ma, esta vez la de una lla­ma­da a su telé­fono. Pes­ta­ñó más que de cos­tum­bre, al ver que quien esta­ba del otro lado era su jefe de redac­ción. Por lo gene­ral, no había lla­ma­das, todo era escri­to. Le cos­ta­ba hablar.
Des­li­zó el ver­de de su pan­ta­lla y escu­chó un minu­to a Dylan, el res­pon­sa­ble del área para el que tra­ba­ja­ba. “Ok, voy”, afir­mó con un nudo en la gar­gan­ta y tiró sua­ve­men­te el celu­lar en su cama. Otra vez, dejó caer sus pár­pa­dos y empe­zó a marear­se. Tenía que resol­ver esta situa­ción, qui­zás la más incó­mo­da de su vida. Tra­ta­ba de res­pi­rar pro­fun­do. Vol­vió a la coci­na e inme­dia­ta­men­te se le cerró el estó­ma­go, se le secó la boca y nue­va­men­te algo de taqui­car­dias.
Su mun­do se empe­za­ba a des­equi­li­brar. Apre­tó el puño dere­cho y se aca­ri­cia­ba con la mano izquier­da como si tuvie­se un dolor en los nudi­llos, pero era su mane­ra de ate­nuar los ner­vios.
En el arma­rio había zapa­tos, zapa­ti­llas, ojo­tas, pan­ta­lo­nes de todos los esti­los, reme­ras, cami­sas y un som­bre­ro pana­me­ño de paja toqui­lla. Todo era blan­co. Para Ivo lo blan­co repre­sen­ta­ba vida, su nue­va vida y así lo enten­die­ron sus padres que res­pon­dían sin pre­gun­tar a los pocos pedi­dos de su hijo mayor.
Por pri­me­ra vez pen­só en que iba a uti­li­zar ese som­bre­ro anhe­la­do des­pués de ver tan­tas fotos y pos­ta­les de turis­tas que lucían esta pren­da.
Bañar­se le ayu­da­ba a pen­sar. Cuan­do ter­mi­nó obser­vó la hora de su celu­lar. Se puso una nue­va meta: encon­trar una res­pues­ta en cin­co minu­tos. Vol­vió a mirar su som­bre­ro y se levan­tó.
Su cami­sa esta­ba plan­cha­da, se puso las medias, uti­li­zó el mis­mo cal­zon­ci­llo, el pan­ta­lón que que­da­ba algo chi­co, pero no le impor­tó tomó aire y se pren­dió el botón. Se paró fren­te al espe­jo y tomó su som­bre­ro. Obser­vó su ros­tro y miró con deta­lles las cica­tri­ces. Dudó.
Era la hora. Vol­vió a res­pi­rar pro­fun­do y dio los pri­me­ros pasos para enfren­tar­se a los lími­tes de la puer­ta. La abrió y pasó has­ta lle­gar al living que se comu­ni­ca­ba con la entra­da y sali­da de la casa. Sus padres lo vie­ron, se mira­ron y no emi­tie­ron soni­do, no enten­dían que esta­ba pasan­do.
Des­pués de más de cua­tro años Fer­nan­do Mar­cos salió de su casa.
El males­tar que sen­tía Ivo era per­ma­nen­te, pero pen­sa­ba en que esto era tran­si­to­rio, y bajo nin­gu­na cir­cuns­tan­cia podía dejar de ir a la reu­nión con sus nue­vos emplea­do­res. Esta­ba con­ven­ci­do que era la úni­ca mane­ra de defen­der su tra­ba­jo, el que lo hacía via­jar por todo el pla­ne­ta sin tener que mover­se de su mun­do, su habi­ta­ción.
Hizo unas cua­dras y notó que la trans­pi­ra­ción era inten­sa. Se inco­mo­dó en algu­nos momen­tos ante la mira­da extra­ña de los suje­tos que aten­dían en ese ros­tro arru­ga­do. Sólo pen­sa­ba en res­pi­rar y no agi­tar­se.
Se detu­vo en la esqui­na a unos metros de la empre­sa. Espe­ra­ba que ter­mi­nen de cru­zar los vehícu­los de la tran­si­ta­da ave­ni­da y se inquie­tó aún más. A su lado, un niño, que per­ma­ne­cía aga­rra­do de la mano de su madre, lo miró, abrió gran­de los ojos y se asus­tó. Ivo lo per­ci­bió y se que­dó inmo­vi­li­za­do. Tenía el paso para cru­zar, se que­dó quie­to unos vein­te segun­dos. Bus­có for­ta­le­za de algún lado, no lo encon­tró. Se sacó el som­bre­ro, lo con­tem­pló como si fue­ra una res­pues­ta y dio un paso atrás, se dio vuel­ta y empren­dió el retorno con el som­bre­ro en la mano.
Lle­gó a su casa sin decir una sola pala­bra. Se cru­zó fren­te al tele­vi­sor encen­di­do que tenía del otro lado sus padres y her­mano que no ati­na­ron a emi­tir un comen­ta­rio o pre­gun­ta.
Vol­vió a su mun­do. Cerró la puer­ta con lla­ve, se paró fren­te al espe­jo, colo­có el som­bre­ro en su cabe­za, son­rió, apa­gó su celu­lar, vol­vió a sen­tar­se fren­te a su compu­tado­ra y escri­bió: Hay un sitio don­de nun­ca vol­ve­ré…