Tres hermanos entre 8 y 12 años vuelven de la escuela, distante a 7 km.
El camino era apenas un angosto sendero de tierra colorada con dos huellas de carro, que atravesaba chacras y montes. En la mayoría del recorrido, monte de ambos lados. De pronto, un coro de gruñidos aterradores, los paraliza de miedo. Aparece una enorme piara de chanchos de monte (tatetos o pecaríes), centenares, se les atraviesan listos para el ataque. Rápidamente corren al primer árbol a su alcance y trepan con la fuerza que les imprime el instinto de supervivencia. Los chanchos de monte, quedan a la espera. Los niños, muertos de miedo y con hambre, esperan también. Pasan las horas hasta que finalmente las bestias se retiran a la espesura. Los chicos bajan del árbol y casi corriendo regresan a casa después de horas de angustia.
Esta anécdota real, tuvo lugar en Ñacanguazú, aproximadamente en 1939, cuando el protagonista de esta historia, Werner Neumann, un niño alto, rubio, de ojos muy azules transitaba sus primeros años de escuela y de estancia en nuestro país.
Nació en Bella Vista (Paraguay) el 9 de septiembre de 1929. Su padre Ewald Neumann era de Berlín (Alemania) y su mamá, Guillermina Reckziegel, brasilera.
La familia decide abandonar el Paraguay porque en aquellos tiempos de la Guerra del Chaco, la situación era muy complicada. El ejército, cometió muchos atropellos a las familias de colonos, incluso llegaron a asesinar a sus vecinos más cercanos al resistirse a entregar su única vaca lechera para faenarla para la tropa. Esto preocupó muchísimo al padre de familia, que temía por la seguridad de los suyos. “Mi papá tenía miedo, mucho miedo, y quería demasiado a su familia”, comenta Don Werner.
Entonces organizó una rápida huída al otro lado, con su esposa y sus hijos, Lidia, Alfredo, Werner y Érica, cruzando en canoa el Paraná, abandonando todas sus pertenencias, llegando directamente al monte de Ñacanguazú donde había que volver a empezar todo. En la nueva patria, nacieron Edwin y Alberto.
Los recuerdos de su padre alcanzan los tiempos de la infancia, donde cobran relevancia algunos rasgos como que era un eximio músico “En Alemania integraba una banda, tocaba cualquier instrumento de oído. Acá tocaba bandoneón, guitarra, arpa…” Perdió a su padre cuando apenas tenía 11 años de edad. Hasta el día de hoy, conserva dos reliquias muy preciadas que le pertenecían: una piedra en la que asentaba la navaja antes de afeitarse, y un reloj de bolsillo, que aun funciona.
Después de un tiempo, la familia se muda a la colonia San Alberto. De esa época recuerda la Escuela Nacional nº 222, coincidente con los primeros tiempos de esa institución escolar. Hoy todavía le despierta admiración el recuerdo de las maestras, las señoritas Dapper y Maidana que iban a caballo desde Puerto Rico. Él en particular, faltaba mucho, la gran distancia sumado a la necesidad de colaborar con las tareas de la chacra, jugaban en contra. Recuerda que los primeros bancos y mesas eran tablas rudimentarias clavadas sobre cepos (troncos), que él mismo ayudó a colocar.
Destaca la extremada rigidez de algunos maestros, cuya pedagogía indicaba que números y letras entraban a fuerza de castigo físico. Especialmente con el puntero.
Reconoce y nos comenta algunas “travesuras”. Por ejemplo, que el maestro, más tarde director, vivía a pocos metros de la escuela, en una humilde casita de madera, separada por un estrecho sendero escoltado a ambos lados de una tupida vegetación de “escoba dura”, a pesar de estar tan cerca, llegaba tarde, mientras los alumnos lo esperaban urdiendo picardías. En una oportunidad el maestro se desparramó horizontalmente en el suelo, por enganchar los pies en los tallos de esos yuyos, entretejidos a propósito. Como reconoció la intencionalidad del hecho, y para evitar futuras “trampas”, mandó a los mismos alumnos “machetear” prolijamente el camino. Pero la creatividad de los jovencitos, ávidos de venganza, como respuesta a los malos tratos, no tenía límites. Colocaron unos palitos con alambres finos, casi invisibles, y nuevamente fue víctima de un aterrizaje sorpresivo.
Siendo todavía muy joven comenzó a trabajar como changarín en los trabajos más diversos. Colaboró con la apertura de la ruta 12 en esta zona, hasta que se afirmó como abridor de picadas para la empresa Arriazu Moure y Garrazino, que en la década de 1940, comenzó con la avanzada de caminos y chacras en Garuhapé. De ese tiempo de trabajo en el monte del que supo conocer hasta los últimos secretos, tiene anécdotas y recuerdos que lo marcaron para siempre.
Él, junto a otros obrajeros (la mayoría criollos) vivían en precarias chozas, piso de tierra, con un catre, algunos enseres de cocina muy básicos, una muda de ropa, su machete, escopeta y una bolsita con cartuchos, mínimo inventario de una ruda vida montaraz.
Cierto día apenas amanecido se dirige con su compañero al lugar de trabajo. Las horas pasan a fuerza de empuñar hacha y machete, cortar árboles, limpiar gajos y ramas, apilar troncos, hasta que a las 4 de la tarde, hora en que las sombras del monte presagian el fin de jornada, los obrajeros vuelven a sus chozas para comer y descansar. Ellos también regresan y apenas cruzan el umbral del rancho, Werner advierte que alguien había estado ahí por un pequeño detalle: la olla que había dejado debajo del catre, no estaba en la misma posición. Se lo comenta a su compañero que responde: — ¿Falta algo? ¿Será que robaron? –
— Voy a ver- e inmediatamente se agacha y observa que la tapa de la olla estaba dada vuelta y tenía escrito un mensaje con un trozo de carbón:”perdóneme, estuve dos días perdido en el monte, tenía mucha hambre y me hice algo de comer. Gracias”
El improvisado huésped se había hecho un reviro con un puñado de harina, un poco de grasa y sal. Pero tuvo la delicadeza de dejar todo limpio y ordenado, así como lo encontró. Y Don Neumann agrega a modo de reflexión: “hoy busque a alguien así”
En ese tiempo, la convivencia diaria con los obrajeros, le facilitó el aprendizaje del idioma guaraní, que en un tiempo, dominó mejor aún que el alemán, según él mismo cuenta.
Mientras estaban abriendo la ruta 12, en Garuhapé, vivía cerca del arroyo, donde actualmente se encuentra un establecimiento maderero. Compartía la habitación con un compañero de apellido Pauluk., mientras que el encargado del obraje llamado Emilio Haack vivía cerquita del puente viejo en una casita de madera, pero dormía en la parte alta de la cucheta, porque le tenía miedo a las víboras. Una Noche, en el año 1942, después de semanas de lluvia torrencial, Don Neumann se despierta para ir al baño y al levantarse ya está con los pies en el agua. Preocupado llama a su compañero y le dice ¿Y Emilio? ¡Vamos a ver qué le pasa a Emilio! y buscan entre el agua el machete, cortan unos palos como guía, iluminados por los relámpagos en medio de la tormenta y van hasta la casita bajo la fuerte lluvia. Llaman varias veces: ¡Emiliooo! ¡Emiliooo! Hasta que respondió ¿qué hacen ustedes acá? – Rápido Emilio, levantate y salí por la ventana, el agua tranca la puerta, ¡rápido! Y recién entonces el hombre se dio cuenta de la situación. Werner le pasó una tacuara larga, mientras Pauluk lo sujetabas a él. Casi no resisten la fuerte correntada. El arroyo Garuhapé rugía embravecido. Apenas lograron sacar al hombre y cuando caminaron unos 20 metros hacia fuera, pero aún con los pies en el agua, escuchan un gran estrépito y entre el fulgor de los relámpagos ven cómo desaparecía la casa de madera de Emilio.
San Alberto, era una colonia donde muchas familias de inmigrantes encontraron su oportunidad de desarrollo. Allí vivía la familia de Emilio Yess, el carnicero del lugar, y una de sus hijas (Lisbeth) conquistó el corazón de Werner.
Tenían 20 y 23 años respectivamente cuando se casaron. Se radicaron en la misma colonia donde estaban las familias de sus padres. Tenían chacra y se dedicaron a cultivar la tierra como habían aprendido. Los fines de semana o en sus tiempos libres, él, se iba al monte a cazar, que en aquel tiempo de abundante fauna en la selva Paranaense, era un pasatiempo de mucha gente, a la vez que se aprovechaba la carne obtenida. Comenta que se internaban en los montes de los alrededores hasta Cerro Moreno, Cuñá Pirú, donde era muy común que regresaran con dos o tres antas, cuatro o cinco venados. En el monte ya carneaban y limpiaban los animales y repartían las piezas entre los cazadores y cada uno llevaba su parte. Cuando las presas eran abundantes, en la casa se carneaba un cerdo para mezclar las carnes y hacer chorizo. También era aficionado a la pesca.
En 1953, nace su primer hijo, Bernardo Federico, actualmente famoso pintor cuyo arte trasciende las fronteras de nuestro país. Cuando Bernardo estaba en edad de ir a la secundaria, la familia decide mudarse a Puerto Rico, ya que era muy difícil para el jovencito pasar toda la semana en pensión, lejos del hogar.
Durante muchos años se dedicaron a trabajar como comerciantes llevando adelante una despensa de barrio.
En 1967 el destino les depara una sorpresa inesperada: el nacimiento de Manuel Emilio, que después de un parto complicado, se desarrolló sano y fuerte, pero sobre todo una persona de bien, que se desempeña como docente, muy querido y respetado.
Fueron pasando los años, y el desgaste de una vida tan ruda se hizo sentir. Werner enfermó, y durante casi dos años tuvo que guardar reposo.
Hoy disfrutan de una vida sencilla, rodeados de hermosas plantas, brindándose con una amabilidad poco común. Sus nietos Miqueas Manuel y Miguel Ángel son los herederos de un gran tesoro: dos abuelos que iluminan sus días con afecto y buen ejemplo.
Febrero de 2009
Nota: el Sr. Werner Neumann falleció en mayo de 2012