Iñaki clavó sus ojos en la sima; una confusa masa de piedra y nieve, eso era todo. No percibía
movimiento alguno, el invierno despojaba a las montañas de toda existencia visible, fuera de
las cabras salvajes. Estas salían de sus refugios acuciadas por el hambre, a veces las
encontraba en los desfiladeros, siempre insolentes, reflejando los débiles rayos solares en sus
cuernos retorcidos y afilados.
En una saliente comió un poco de queso y pan que llevaba en el morral azul, después
prosiguió su camino, afirmándose siempre en su cayado de encina.
El sol estaba cayendo cuando se le plantó delante un fuerte macho cabrío que bajaba por la
ladera sur. Iñaki respiró hondo, e inmóvil aguardó a que el animal siguiera su camino;
pasaron largos minutos y el hombre sentía al viento enfriar lentamente sus vestiduras.
Despaciosamente levantó el bastón y lo hizo girar sobre su cabeza, mientras rugió con
reciedumbre: “Ale ..., fuera demonio!!!. “. El pesado macho saltó girando en el aire como las
truchas del arroyo cuando eran fisgadas; siguió un golpe sordo, demoledor y sin prisa siguió
bajando por la pendiente.
Allá en la profundidad del abismo una pequeña mota azul se desdibujaba en las sombras del
crepúsculo.