Casi acurrucado sobre la red, lloró hasta que el sol alumbró las olas.
Recién entonces tuvo el valor de bajar hacia la arena negra.
Se paró junto a ella, y volvió a pedir perdón: “Yo no sabía...no podía ser... soy un ignorante, un incrédulo...” Estuvo a punto de volver a llorar. Con un cubo trajo agua y trató de limpiar lo mejor que pudo. “Despacito...despacito...” repetía mientras obraba con delicadeza extrema.
La envolvió con una manta limpia y la recostó muy callado en la cubierta.
Poco después, salía mar afuera bajo un sol ya vigoroso. La miró y vio su triste brillo. Vio el oro, el blanco blanquísimo y la estrella. La estrella rojiza en el pecho. “Perdón...” repitió cien veces con los labios rotos de lágrimas. “Yo estaba loco, te vi en la playa y...eras...estaba asustado...”
El marino arrió la única vela. “Yo nunca creí...tuve miedo...yo no sabía...” le decía mientras le acomodaba la manta y ordenaba con torpeza los cabellos dorados sobre los hombros blancos.
Limpió una vez más la espantosa herida del arpón en el pecho.
Y luego, con mucha ternura, arrojó el cadáver de la sirena al mar.