Hace mucho tiempo atrás, mientras dormía.
Soñaba con una casa en ruinas.
Despertaba y la imagen anidaba en mi subconsciente como real.
La miraba a medida que corría hacia ella,
mi corazón se estremecía; la reconocía como propia.
¡Era mía!
Todas las noches la visitaba, trepaba sus paredes roídas,
ni el miedo a la oscuridad; ni la soledad me atemorizaban.
¡Era mía!
Un gran amor yacía allí, su sutileza me llamaba;
podía percibirlo inhalando el viento suave de aromas vivas.
Mis pequeñas y livianas pisadas hacían rodar los trozos de escombros.
El espíritu bueno y sereno me daba paz.
Seres invisibles moraban allí.
Esperaba con ansiedad que el sol se fuera,
y la noche me cobijara envuelta en blancas sábanas;
“ dormir y soñar con mi casa”.
¡Era mía!
Aún está la imagen onírica viviente.
Los sueños fueron haciéndose menos frecuentes.
Comencé a añorarlos, correr por los pasadizos;
mirar por los espacios abiertos que fueron ventanas,
desde allí admirar un valle verde; iluminado por la luz de la luna.
Podía ver el cielo oscuro en las noches de infinitas estrellas brillantes.
Intentaba contarlas, el cansancio me despertaba.
Siempre supe, “desde el vientre de mi madre
recorrí con ella mi casa”,
que el fuego y los años devoraron;
sin piedad la alegría de mi niñez.
¡Mamá! te soñé toda la vida.
Lo siento.
“La casa no recurre a mi estado onírico”.
Pero la imagen está intacta y real.
¡Era mía!.