El calor húmedo aplastaba el ánimo, aún a quienes habitaban la selva desde hacía cientos de generaciones, pero Itaete no permitía que el clima lo influenciara. A los catorce años de edad había vivido demasiado y el estado de alerta estaba incorporado a su disposición cotidiana. Cierta indefinida inquietud lo perturbaba, no se hallaba cómodo en la mansa quietud de la Misión. Decidió salir de caza. Avisó al Padre Simón sobre su propósito, tomó arco y flechas, cargó mandioca en el morral y se encaminó hacia la masa de vegetación.
La recorrida por el monte lo apaciguó, estaba en movimiento. Advirtió que transitaba el sendero que lo había conducido a San Ignacio Miní dos años antes, siguiendo la vera del arroyo que desembocaba en el Paranapané. Los sucesos revivían en su mente como ocurridos ayer: la maloca llegó a la misión de Jesús María a sangre y fuego; desnudaron a los Padres, los humillaron delante del pueblo, incendiaron la iglesia, sacaron a la rastra los sagrados símbolos del culto, destruyeron las casas y los sembrados; pusieron en fila a hombres, mujeres y niños, para llevarlos a venderlos como esclavos a la Villa de San Pablo. Los más ensañados contra sus hermanos guaraníes eran los tupíes, aliados de los portugueses. Tampoco podía olvidar la malévola expresión de ese demonio, el aña’memby Antonio Raposo Tabares, cuando ordenó quemar a los ancianos imposibilitados de seguir el ritmo de marcha de los demás; los desventurados medio chamuscados que intentaban escapar, eran vueltos a poner en la pira por los tupíes. Inútiles eran los ruegos de los Padres, que defendían a sus protegidos exponiendo la vida al enojo de los jefes de la maloca. Lo separaron de sus progenitores a la fuerza, sin volver a saber de ellos. En la Villa de San Pablo fueron reunidos en un gran recinto empalizado, a la espera de la subasta y entrega a los “fazendeiros”. Supo allí que había hermanos de las reducciones de San Miguel, San Antonio, Jesús María, La Encarnación, San Francisco Xavier y San José, todas destruidas. Miles de prisioneros habían muerto en el camino, por la crueldad con la que eran tratados. Revoloteaban en su cabeza los nombres de los bandeirantes mencionados en el campo de esclavos: los hermanos Pascual y Raposo Tabares, Manuel Preto, Simeón Álvarez, Manuel Piris, Federico de Melo, Antonio Pedroso y más. La incertidumbre sobre el destino reinaba entre los nativos; serían enviados unos al Norte, a las plantaciones de azúcar y otros a sacar la yerba del Mbaracayú.
Mientras disfrutaba de la umbría luz que dejaba filtrar el follaje selvático, tan habitual para él, Itaete seguía recordando. En el recinto de esclavos se encontró con el hermano de su padre, proveniente de la reducción de San José. Se pusieron de acuerdo con otros tres y una noche de lluvia torrencial, con los guardias sumidos en borrachera, aprovecharon para escapar. Se separaron para complicar una eventual búsqueda. Él y su tío llegaron a la reducción de San Ignacio Miní, después de semanas de penar por el monte. El Padre Simón lo tomó bajo su protección directa. Su pariente, luego de reponerse, continuó viaje a Santa María del Iguazú, con la esperanza de encontrar miembros de la familia que hubieran escapado del tormento de la “bandeira”.
En su andar aparentemente distraído, Itaete identificó el rastro de una familia de pecaríes y comenzó a seguirlo. El sol estaba alto; sería cerca del mediodía, sintió hambre. Se detuvo junto a una vertiente, de donde el agua brotaba a borbollones por entre grandes piedras cubiertas de musgos, líquenes y helechos. Bebió con ansias y se sentó sobre una roca plana, para comer parte de la mandioca desmenuzada que llevaba. Luego retomó el seguimiento de las huellas. Avanzada la media tarde, oyó el ruido de los pecaríes que husmeaban el suelo del monte. No percibieron su presencia, el viento lo favorecía. Se acercó con sigilo, ocultándose tras los árboles, hasta que los tuvo a tiro de arco. Eran cinco, apuntó al macho más grande y disparó. El flechazo fue preciso, el pecarí pudo apenas emitir un quejido y cayó muerto, los demás huyeron. Itaete esperó un rato antes de acercarse a cobrar la presa, debía asegurarse que el grupo no regresara. Eran peligrosos cuando se enojaban, de agudos colmillos y poderosa mandíbula. Estaba contento, cobró buena carne para compartir con los padres Simón y Juan y el cacique Aviarú.
Itaete estimó que podría llegar hasta el arroyo cercano aún con luz del día. Allí carnearía al pecarí y buscaría sitio propicio para pasar la noche. Los recuerdos sombríos se habían retirado por un rato, formaban parte de su existencia diaria.
El joven guaraní llegó a la empinada barranca del arroyuelo y procuró un lugar viable para descender. Caminaba midiendo cada paso por ser hora de las víboras. Al levantar la vista por encima de un árbol de tronco paralelo al suelo, enraizado en la pared casi vertical de la barranca, sus ojos rasgados se abrieron desmesurados al percatarse de la escena que se presentaba a cierta distancia: seis hombres se bañaban en el arroyo, cuatro nativos y dos blancos. El rumor del agua apagaba sus voces. Se aproximó al árbol horizontal y ocultándose tras las ramas, se puso a observar. Su aguda visión no lo engañaba, los blancos eran portugueses, parte de la maloca de Raposo Tabares que asolara la misión de Jesús María. Itaete no sabía sus nombres, pero los reconocía con certeza, incluso tenían la barba y el bigote de entonces; los demás eran tupíes que nunca había visto. De inmediato, el muchacho se figuró que debía ser un grupo de exploración, anticipo de una “bandeira” que intentaría la destrucción de otras misiones. A toda costa, necesitaba información precisa para transmitirla a los Padres y a los caciques. No pensó en el inmenso riesgo que corría, mezcla de inconciencia de la edad y desesperación por el futuro. Se movió con la discreción posible, necesitaba ubicar el campamento de los intrusos. Contaba con la falta de guardia y la ausencia de perros, animales que contribuirían a delatar la presencia de un piquete de avanzada. Pronto localizó el pequeño claro donde el grupo había hecho una enramada. Bordeando el lugar, se alzaba un tupido tacuaral, con gran cantidad de cañas rotas y secas, que formaban tramas desde el suelo, el escondite ideal que precisaba. El cuerpo delgado, flexible, casi de niño de Itaete, se abrió paso entre las tacuaras, no sin sufrir algunos espinazos, para acomodarse de manera que resultaba invisible desde el exterior.
Los hombres regresaron al campamento cuando la oscuridad comenzaba a reinar en el monte. Avivaron el fuego, encendido en un pozo para disminuir su visibilidad y colocaron humeantes bostas de vaca reseca en ciertos puntos, para alejar los mosquitos. Silenciosos, pusieron a asar a la estaca pedazos de venado. La ronda de aguardiente desató la conversación. Hablaban en voz baja, pero Itaete los oía. Pronto se acostumbró a la cadencia del dialecto del avañe’é que hablaban los tupíes; en esa lengua, también la suya, se comunicaban con los blancos. Charlaban sobre cosas del momento, no surgía información de interés, salvo que emprenderían el camino de retorno al día siguiente. Consideraban haber llegado peligrosamente cerca de la reducción de San Ignacio, teniendo suerte de no ser detectados; los curas castellanos –comentaban- sentían el efecto de las últimas malocas y de las reducciones destruidas. El camino y el río estaban despejados desde la propia villa de San Pablo; no encontraron vigías ni siquiera en la zona de la boca del Paranapané en el Paraná. Mientras comían el venado, los dos blancos comenzaron a conversar entre ellos en portugués, idioma que el jovencito guaraní entendía por ser el de sus captores durante el cautiverio y resultar tan parecido al castellano de los Padres. Confirmaron el temor de Itaete: una gran maloca estaba ya en movimiento y en alrededor de diez días caerían sobre San Ignacio y Loreto; el grupo de exploración brindaría a los jefes su reporte y se uniría a las operaciones en curso. El estúpido del gobernador español –decían- que conspiraba junto con los portugueses en contra de los jesuitas para obtener su cuota de indios esclavos, confiado en la unidad de corona entre Castilla y Portugal, sabría en carne propia que las malocas, las “bandeiras “de San Pablo, deseaban algo más que indios, querían la tierra del Guairá para los portugueses. Tarde o temprano borrarían de ese suelo a las poblaciones hispanas de Ciudad Real y Villarica, continuando el avance hasta la zona del río Uruguay, donde había más misiones de los sacerdotes españoles. Luego, entre risas a las que se unieron los tupíes, evocaron atrocidades cometidas por malocas en las que participaron. No bebieron en exceso los intrusos; terminada la cena, se acostaron a dormir.
Itaete deseaba salir ya hacia la Misión, para transmitir las novedades, pero el monte incrementaba los peligros durante la noche, debía esperar. Dormitaba de tanto en tanto, sin embargo el recuerdo de la conversación escuchada lo volvía a despertar. Por fin, apenas la luz del amanecer penetró la copa de los árboles y después de verificar que bajo la enramada reinaba la calma, salió sigilosamente de su escondite. Con pena, dejó el pecarí entre las tacuaras, sería un estorbo. No era prudente correr, pese al escaso sotobosque en la zona, la luz resultaba insuficiente todavía. Caminaba despacio alejándose del claro. Buscaba el amparo de los árboles y controlaba el campamento con el rabillo del ojo. De improviso, captó la figura de un tupí recortado contra la enramada, presto a dispararle con el arco. Hizo un instintivo quiebre de cintura hacia la derecha; la flecha con punta de hueso humano, destinada a su cuello o cabeza, se hundió en el omóplato izquierdo. El dolor fue insoportable, hizo que gritara y trastabillara. El proyectil cayó de la herida por su propio peso, la distancia y hojas en su trayecto, le restaron potencia. Itaete sintió la tibia sangre correrle por la espalda. No se detuvo, comenzó a correr con desesperación, evitando la línea recta. Una segunda flecha silbó en su oído derecho y se clavó en la tierra. Se alzaron alteradas voces desde el campamento. Ya no importaba la poca iluminación, iba su vida en la corrida. No tomó respiro, recién con el sol de la media mañana, aminoró la marcha. Se tranquilizó, no lo seguían. Razonó que los intrusos no sabían si él se encontraba sólo o acompañado, ni la distancia a su probable campamento; habrían resuelto acelerar la partida. La hemorragia había parado, pero no podía mover el brazo ni la mano; en el hombro se le formó una pelota y el dolor agudo persistía. Al mediodía lo atacó el hambre. Vio el nido de una paloma de monte en la rama de un tajy; con el palo con el que espantó al ave dio vuelta el nido y comió los huevos. Había perdido armas y utensilios en la huida. Un profundo cansancio se le vino encima. Sufría mareos de a ratos y las piernas apenas respondían. Llegó a la misión cayendo la tarde, arrastraba los pies y su estado era lastimoso. Se dirigió a la sacristía, a esa hora los Padres solían estar en el lugar. Para su sorpresa, encontró reunidos a los caciques con los sacerdotes Simón y Juan, en torno a un tercero, el Padre Antonio, Superior de las Misiones del Guairá. Asombrados y en medio de un repentino silencio, los presentes recibieron al desfalleciente Itaete. El cherubichá más próximo a la puerta, atinó a sentarlo en un banco. Ante la expectante audiencia, relató el joven su aventura, la conversación escuchada y sus protagonistas. Una nueva maloca estaba en camino y venían por San Ignacio Miní y Nuestra Señora de Loreto. El Padre Antonio manifestó que el hecho certificaba que los pedidos de paz y respeto a las reducciones, realizados a las autoridades portuguesas tanto en Bahía como en Río de Janeiro y San Pablo, fueron inútiles. Los españoles habían informado de la inminencia de nuevas “bandeiras” y recomendaban el abandono de las misiones en riesgo, argumentando que las fuerzas disponibles no eran suficientes para defenderlas. Sin embargo, el padre Antonio ignoró la advertencia. Desconfiaba de un ardid, como había ocurrido en el pasado, destinado a que los nativos dejen la seguridad de las reducciones y así los españoles pudieran llevarlos a trabajar en sus haciendas. El relato del valiente Itaete –dijo- daba fe que esta vez las autoridades hispanas no mentían. El aludido, de pronto, se desplomó en su asiento, dormido o desmayado. El Padre Simón ordenó que la neófita Guadalupe, experta en curar heridas, se encargara del muchacho.
A partir de esa misma tarde, los preparativos para el éxodo fueron febriles. Doce mil almas de las reducciones de San Ignacio y Loreto, sumados a refugiados de las arrasadas, emprendieron la marcha hacia el sur. Luego de indecibles dificultades, tan solo cuatro mil arribaron a las costas del arroyo Yabebirí, en la actual provincia de Misiones, donde refundaron los dos pueblos. Antes, tuvieron que convencer a los españoles de Ciudad Real de que la Bandeira venía también por ellos, para que los dejaran pasar por el río; debieron además sortear los saltos del Guairá y conseguir el apoyo temporario de la misión de Santa María del Iguazú. En tanto, la poderosa maloca paulista encontró vacías a las misiones de San Ignacio Miní y Nuestra Señora de Loreto en el Guairá, causando la furia de los portugueses, que ocuparon los templos como vivienda e hicieron leña de los retablos. No sabían sobre un adolescente guaraní, de nombre Itaete, que los había burlado.
Una década después, el 11 de marzo de 1641, en las costas del río Uruguay se libra la batalla de Mbororé y la expansión portuguesa por medio de las “bandeiras”, sufre una gran derrota a manos de los guaraníes, orientados por padres jesuitas y militares españoles. Se preservó con la victoria, la futura integración de parte del territorio de Misiones a las provincias que constituirían la República Argentina. Destacada actuación en este combate le cupo al guerrero Itaete, de la desaparecida reducción de Jesús María y sobreviviente del éxodo de San Ignacio Miní. Conocía muy bien al enemigo.
CARLOS MANUEL FREAZA