En recuerdo de los doctores Armando López Torres y Francisco de Haro
Danielito Medina de chico era asustadizo y un tanto llorón. Tal vez fuera así porque la Francisca lo mimaba en demasía por ser éste huérfano de padre, o porque los grandulones del barrio les metían miedo a los más chicos contándoles cuentos de aparecidos y fantasmas justo en los anocheceres. La cuestión pasaba en que Danielito no se animaba a andar solo en la oscuridad, que hasta al excusado la madre lo tenía que acompañar del pavor que sentía. Existían lugares vedados para él que si no estaba en yunta no concurría: El cubil bajo el puente de la avenida Centenario, la esquina de Lavalle y Pasaje Pedro Pablo Labat donde se erguía el viejo ombú, lugar de descanso de transeúntes y del cual comentaban que en cierto amanecer lluvioso apareció el cuerpo de un hombre ahorcado, que inclusive algunos fantasiosos afirmaban ver la silueta colgada entre las lumbres de los latigazos de rayos y centellas en noches tormentosas. En tanto otros vecinos misericordiosos se turnaban para encender velas bendecidas por el eterno descanso del alma del muerto, hasta que el tiempo que todo lo borra mandó al rincón de los olvidos esta situación que ni siquiera los últimos viejos recuerdan si fue fábula del barrio o realidad.
Si en esos lugares Danielito no andaba solo ni por asomo, tampoco a cañonazo lo hacían entrar al barrio el Tajamar donde habitaba Protasio, un muchachón que un día se apareció por el lugar y se afincó en un ranchito muy pobre de una sola pieza, piso de tierra y una sola ventana. Asimismo si la miseria del ambiente constreñía el alma, la insalubridad injuriaba de tantas letrinas contiguas existentes, cuyas aguas servidas corrían libremente a cauce descubierto que inundaba el ambiente de mal olor y mosquerío, motivo repugnante por el cual la infección e infestaciones estaban a la orden del día. Por suerte las aguas escurridas de la vecindad se desagotaban en la laguna que daba nombre al barrio y allí se estancaba sin ningún tipo de filtraciones, de lo contrario el arroyo Itá qué tiempo se hubiera contaminado.
Y cabe indagar si es suerte o bendiciones que en esta tierra existan seres altruistas que asisten a los más desvalidos para mitigar sus penurias, porque una vez uno y otra vez otro, los doctores Armando López Torres y Francisco de Haro acudían al barrio con sus bolsos de medicamentos para atender a los enfermos y últimamente con mayor atención a Protasio, que hacía tiempo venía sufriendo una rara enfermedad que le estaba carcomiendo el labio superior dejándole al descubierto el diente canino y parte de los incisivos, marcándole una mueca como si quisiera dar dentelladas. Pero esa enfermedad degradante y corrosiva no era su único mal. Corría la terrible calumnia que el viernes a la noche al cambio de luna llena el muchacho se transformaba en lobizón. Y bien es sabido que la licantropía, el poder que tiene el hombre de transformarse en lobo, es el mito que más crédulos tiene en la región, de tal modo que hasta especulaban que el labio carcomido insinuando morder se debía a la secuela atávica de su última transformación. Para colmo de males sufría de insomnio y fumaba como un murciélago, de manera que con frecuencia andaba deambulando en la oscuridad de la noche emitiendo en cada pitada una chispa intermitente como si fuera un ojo escupiendo fuego. Ese fue el argumento que esgrimió el loco Lutz cuando lo atacara con un palo una madrugada diciendo que tenía los ojos encendidos, e insistía que se revolcaba en el suelo y regresaba de su transformación de lobo a hombre normal, y solo el concurso de cuatro forzudos evitó que el loco lo matara a golpes de garrote. Luego del violento incidente “la recorrida” de la policía montada lo condujo a Lutz, no a la comisaría, sino al manicomio donde permaneció una temporada. Meses después lo soltaron en la creencia que había sanado pero no fue así, pues el loco que había combatido durante la segunda guerra mundial no quedó a consecuencia de ella muy sano de juicio. Solía tener de vez en cuando actos desopilantes y agresivos tornando sus chifladuras a agudizarse cada vez más, tanto que ya le molestaban los fruteros que ofrecían su mercadería por alto parlante, o los aviones haciendo en las alturas propaganda de los circos, o la música que pasara ciertos decibeles. Esto último originó la secuencia por la cual lo llevaron definitivamente al psiquiátrico.
Resulta que los chicos del barrio decidieron realizar un bailecito para juntar algunos dinerillos. El sarao lo organizaron en el patio de una casa alumbrado con lámpara a kerosene y algún petromax prestado porque el barrio carecía de luz eléctrica, y por supuesto que la música salida de la victrola a manija sonaba a todo volumen extendiéndose a un par de cuadras en el silencio de la noche. Fue cuando en plena oscuridad el loco irrumpió gritando desaforadamente ¡Ataquen! ¡Ataquen! al tiempo que arrojaba unas piedras como si fueran granadas, pero con tan mala suerte que una de ellas acertó en la cabeza de una infortunada víctima provocándole un corte considerable. La sangre vertida exacerbó el ánimo de los muchachos asistentes al baile que prestos salieron con la intención de reprimir al agresor. Grande fue la sorpresa cuando alumbrando con linternas se encontraron de frente con el loco Lutz vistiendo un viejo uniforme de soldado y apuntando al parecer con una escopeta, que por el tamaño se asemejaba más a una bazuca. Ahí nomás se tiraron cuerpo a tierra y en forma apresurada y sin medir peligro alguno decidieron dar un rodeo por la avenida Corrientes y entrar de nuevo al barrio por Centenario con la intención de aprehenderlo por retaguardia. Así lo hicieron y al divisar la estrafalaria figura del atacante al unísono se arrojaron sobre su humanidad, para comprobar perplejos que la temible escopeta no era más que la pata de una cama de bronce. Del asombro pasaron a la indignación, de la indignación a la agresión y mientras el loco recibía patadas y trompadas seguía vociferando ¡Ataquen!, ¡Ataquen! hasta que se desvaneció. Ya completamente inconsciente al pobre infeliz lo trasladaron al manicomio.
Sabia doña Eulalia reflexionaba diciendo que este ser humano que peleó en la segunda guerra mundial a miles de kilómetros de la Argentina, lo llevaron confinado a un lugar donde jamás saldría de su letargo mental. Un atormentado más entre los cientos de miles que quedaron en esta condición infrahumana producto de la discordia del hombre, el rey de la creación.