Hay días en que me levanto llenas de dudas y desconfío hasta de las verdades más incuestionadas de nuestra cultura mediática inicio del siglo 21. Desconfío, por ejemplo:
Del auténtico sabor de los calditos,
del poder nutritivo de las panaceas lácteas para los chicos
de que una aspirina calme el dolor
de que la ropa blanca exista más allá de la pantalla de TV
de la alegría envasada de los peloteros
del engañoso confort de las salas de espera
de la seguridad con forma de alarma
de la ponderada solidez de las relaciones humanas
Son días difíciles, sin duda, ya que este oficio de dudar y desconfiar hace que uno se ponga medio paranoico, sin poder apoyarse en nada. Pero tengo días aún más extremos. Son días en que desconfío:
De las opiniones formadas
de las posiciones tomadas
de las ideas pre establecidas
de los juicios bien fundados
de las normas de conducta
(y de la conducta de las normas)
Desconfío, en suma, de todo aquello que esté demasiado quieto, de lo inmutable e inalterable.
Me digo: al fin y al cabo ¿qué es una idea
sino una nube que pasa por un cielo siempre celeste?
y quién podrá decir cuál será la forma que tendrá
la nube siguiente?