En recuerdo de Ramoncito Recio y Rosita Ibarrola. Tito Barrios y Carmencita Arbeláiz. Atilio Errecaborde, Chango Ayrault y José Nelli. Las amigas del bar Español: Zaida Zampaca, Marta Pinzone, las hermanas May y Yanibe Azar y Cleo Siri. Y de mis amigos que ya no están, parroquianos de La Lucciola.
El que portaba el estandarte estaba listo para iniciar la marcha por calle Bolívar a unos metros antes de Junín, más o menos en límite con la casa de los Prado, y la comparsa no tan larga como en años anteriores se extendía hasta llegar a la altura del hogar de Ramoncito Recio y Rosita Ibarrola. Más atrás seguía la siguiente escuadra que alcanzaba con sus últimos participantes, los payasos, a la esquina de la despensa de los Améndola, que a esa hora atendía consumidores como nunca antes debido a la romería de gente que iban y venían. Se entiende el movimiento de personas en el lugar, la organización indicaba que desde allí unas formaciones se extendieran al norte para el lado del club Itapúa, otras al sur hacia la panadería La Polonesa, y las indisciplinadas murgas siguieran por Hipólito Irigoyen en dirección al club Juventud, de manera que la entrada de las escuadras al desfile fuera alternadamente ordenada.
Para estos corsos la comparsa de Chiquito se modernizó con respecto a las presentaciones anteriores, puesto que antiguamente las reinas se lucían emperifolladas sobre un sulky, o una jardinera tirada por un manso mancarrón. En cambio este año lucía su figura sobre el entarimado de la camioneta prestada por los dueños de la sodería Monzzani, vecinos de Armelín el eterno proveedor de hielo de la ciudad, quienes cedieron al ruego de uno de sus repartidores integrante del block de los indios, con la promesa que la cuidarían bien
La hora se acercaba y la expectativa crecía ante el inminente inicio del corso que extrañamente carecía del brillo y la gracia de antaño, uno porque algunas comparsas ya no se presentaban restándole importancia al festejo, y otro debido a que los disfraces se exhibían más modestos sin el fulgor adecuado, habida cuenta que los costos para confeccionarlos se fueron por las nubes afectando directamente el bolsillo de los participantes, ya que en línea general pertenecían al extracto más humilde de la sociedad, aquella de menos recursos. Solamente mostraban solvencia los clubes sociales del centro y los barriales de clase media pudiente cobrando entradas, como el Mitre, el Racing y el Social Juventud que en demostración de opulencia tiraban la casa por la ventana, organizando veladas exultantes y llenas de vivacidad que terminaban con las primeras luces del día. Otros clubes de barrio más modestos pretendían organizar sus cotillones, pero como poco público concurría a sus eventos perdían plata a rabiar. Es que el divertimento no daba para todos.
Chispeantes los jóvenes de los clubes del centro competían en quien tenía la mejor comparsa. Se trataba de grupos de muchachos y muchachas que se integraban libremente con el propósito de ensayar, previo a los bailes, coreografías de presentación para cada noche agregándole a la fiesta mayor alegría. Una característica democrática era el intercambio de visitas mutuas de estas comparsas entre sí, y su llegada esperada por cierto, reavivaba el ambiente festivo del club visitado elevando al paroxismo la alegría. El club Social organizaba el sarao únicamente para socios y tenía de portero a dos cancerberos. En la Casa Paraguaya permitían el acceso de invitados no socios mediante tarjeta de invitación, y el club el Progreso, cuya sede social se encontraba en lo alto de los salones de la Sociedad Italiana frente a la plaza 9 de julio, permitía entrar libremente a los universitarios. Y como signo de cortesía caracterizados socios de este club se turnaban a la entrada para dar gentilmente la bienvenida a los concurrentes, entregando a las damas papel picado, serpentinas, matracas, pitos entre otros elementos jaraneros. Se recuerda en el menester de anfitriones del club a Roberto Simsolo, a Tito Barrios, el antiguo propietario de la farmacia Marconi y cuya hija Gladis fuera reina del club en años anteriores, y a don José Ciriaco Nelli el profesor de manualidades del Colegio Nacional y tío de Armando Nelli el autor de la letra Puente Pexoa. En fin otros socios tuvieron la gentileza de cumplir ese encargo cortés, y las más de las veces fueron sobrepasados por jóvenes que concurrían de otros clubes, porque al fin de cuentas los bailes del Progreso eran los más alegres y divertidos de la ciudad y para las muchachas estaban los universitarios. Nada más que la excesiva cantidad de asistentes con sus saltos candomberos hacían temblar el piso y mover las arañas del techo del Tokio, el bar antológico de los Yamaguchi.
Una única velada especial y muy alegre por cierto realizaba para socios e invitados el Jockey Club, cuya presidencia ejercía el Dr. Atilio César Errecaborde, aquel que fuera vicegobernador del Dr. Cesar Napoleón Ayrault. Dupla de mandatarios que yugaron en aquella Argentina de los continuos planteos militares, de cuya gestión transformadora y progresista es bien reconocida en la provincia. Debieron alejarse del poder debido al golpe militar que derrocó al gobierno constitucional en el año 1962. Otro nubarrón desgraciado para nuestra Argentina que se repetiría en el 66 cuando voltearon a Mario Losada, y continuaría diez años después con la trágica masacre de la autodenominada Revolución Argentina.
A las nueve en punto de la noche estalló la bomba de los municipales dando inicio oficial al corso. Ignacio Arce Miño que portaba el estandarte seguido de Chiquito Lobo, sus damiselas y el resto de la comparsa, apuraron el paso hasta pasar la calle Junín. En tanto la agrupación rival Mariano Moreno que les seguía en la presentación ocupaba el lugar vacío.
Como ceremonial de saturnales Chiquito Lobo hizo sonar su corneta por tres veces consecutivas dando la orden de avanzar, y el cortejo obediente inició la marcha cual marabunta rumbo al centro haciendo tronar redoblantes, pitos y matracas. Los indios en su salsa comenzaron a moverse al compás de estudiadas danzas esotéricas, siendo imitados por el resto de los integrantes que activaron la coreografía de sus ensayos. El público asistente se apretujaba en las veredas desde el Teatro Español hacia la plaza. Los bares como nunca fueron invadidos por parroquianos que no dejaban sillas vacías, en tanto los pobres mozos desbordados de trabajo no daban abasto y se enredaban con los pedidos. Por su parte el bar Español abarrotado de espectadores, independiente de los corsos y otras algazaras festivas, mostraba la clásica mesa con asistencia diaria en cita obligada de las entrañables amigas Zaida Zampaca, Marta Pinzone, las hermanas May y Yanibe Azar y Cleo Siri, las que siempre estaban presente en las noches de verano y los veranillos del invierno.
Algunos diablos empezaron a tener encontronazos con ciertos muchachones provocadores, pues pareciera que la cara tapada, los cuernos y la cola del uniforme incitaran a la provocación y ellos, los diablos, predispuestos a devolverlos sobre todo aquellos que lucían trajes negros, por el supuesto que debían mostrar carácter si querían ascender a lucifer.
Entre estos diablos Danielito estaba más que contento, puesto que estaba en tratativa de realizar un posible negocio con Ignacio, el que ahora portaba el estandarte de la comparsa. El asunto al parecer vino así: Resulta que Danielito fue contratado por don Eligio Arce Miño, padre de Ignacio, para entregar cajones de jabón no solo a la despensa San Martín, sino a otros almacenes de la zona que extendieron pedidos: Simsolo, Fraga, Prado, La Suipacha de los Kuri y cruzando la plaza San Martin la despensa Eldorado de don Lanzós.
Observador y pensante Ignacio le propuso a Daniel conformar entre los dos una sociedad de reparto y extender las ventas de jabones a otras zonas, teniendo en cuenta la escasez del producto y la gran demanda existente. Con la finalidad de concretar la sociedad Danielito debía vender la jardinera y los animales de tiro, más la parte proporcional que pondría Ignacio mediante un préstamo que le daría el padre, tendrían lo suficiente para la entrega de una camioneta usada y luego seguirían pagando en cuotas. En tal sentido trataron con Juancito Sánchez, el menor de los hermanos propietarios de la agencia Chevrolet, y acodaron la posible operación. De ahí que ambos estaban realmente contentos pues a un muchacho inmigrante sin nada, y a otro de origen humilde se le presentaba la activa oportunidad de progresar.
La comparsa estaba a llegar a la calle Colón y pareciera que sus integrantes entraron en alocado trance, porque batían los parches a más no poder y bailaban a un ritmo tan infernal que la litera sin techo donde acarreaban a Ninfa de los Ríos se sacudía de tal forma, que peligraba hacerla volar por el aire. Y ella, superando los sacudones saludaba sonriente con las dos manos levantadas a la barra de muchachos autocalificados perdularios, que en lo alto de la tarima de un palco, alegres y entre risas devolvían el saludo. Grupo éste de amigos que se reunían frecuentemente en determinada confitería por las noches para después partir a otros rumbos: Emilio Errecaborde; Chulón Rodríguez, Héctor Tortosa, Catilo Aguerreberre, Edgar Cataldi, Ricardo Mazlumián, Guido Taubert, Ñato Halti y Yuyo López cuando venía de su querido Virasoro.
Al día siguiente domingo ocurrió un imprevisto en el mayor frenesí del corso que sacudió la vigilancia de los diablos. Al parecer un quinto lucifer se apareció en el extremo posterior de la comparsa saltando entre los payasos. Al principio creyeron que sería uno de ellos, después un diablo rojo “colado” de otra comparsa que se metió ex profeso en forma provocativa. Cuando a duras penas intentaron filtrarse entre el gentío para ver de quien se trataba, el supuesto quinto huyó corriendo en forma veloz por la calle Ayacucho para perderse por San Martín. A esta intromisión no le dieron importancia, pero resulta que el mismo Lucifer se apareció la noche siguiente calcando su presencia junto a los payasos, y de nuevo repitió la huida cuando intentaron acercárseles.
‑Esto está pasando del color castaño a oscuro- dijo Eudoro – debemos darle una lección- agregó.
Fue cuando programaron colocar a los diablos negros sin disfraz en lugares estratégicos para cazarlo fácilmente, pero hete aquí que el lucifer de los desvelos no apareció y ya no hubo manera de conocer su identidad, tampoco se conocería, porque se diluía la última noche de carnaval y a la cero hora daba comienzo al miércoles de cenizas y empezaba Cuaresma, cuarenta días antes del Domingo de Ramos.
(Del libro El Sexto Lucifer)