Nunca supe el apellido de Roberto Piú. Roberto Piú nació por último en familia de ganadores, antes de cambiar los dientes de leche se los bajaron a trompadas sus hermanos. La madre de Roberto Piú era una de esas esclavas modernas, mujer de batón y ruleros que conocía la pizzería sólo desde dentro del coche, si es que el Viejo alguna vez la llevaba. La cuestión es que la Vieja desperdició vida y salud en la crianza de los tres retoños, producto de su casamiento con ese hombre que, se me hace, tenía un local de venta de calzados, nada menor, con sucursales y todo. Pero el Viejo jamás le hizo ver un mango a su esposa. Le traía un zapato de vez en cuando, eso sí. Hoy en día se la ve a la Vieja, astilla humana del color de un delfín, prendida a un cigarrillo que nunca se apaga y barriendo un metro cuadrado de vereda desde que el sol sale hasta que se pone. Cuando la escoba ya no da más, un vecino se la cambia por otra nueva sin que la Vieja deje de barrer un solo instante. Al viejo le dio un patatús en medio de una pelea con Robertito, hace diez o quince años, veinte también. Robertito estaba en cuarto año de la facultad. Esa noche el Viejo se fue de rosca con el vino y empezó a decirle a Robertito que en su puta vida iba a laburar con ese título de mierda que le iban a dar. En tu puta vida le dijo y cuando dice Puta le escupe a Robertito, Ya podemos decirle Roberto Piú, Claro, Roberto Piú. Bueno, el asunto es que cuando el Viejo dice Puta una gotita de saliva escapa de esa boca morada por el vino de mesa y va y le pega en el ojo a Roberto Piú. Yo nunca le dije Roberto Piú a Roberto. Nadie le decía así. Roberto Piú era un nombre al que Roberto era del todo ajeno, nunca lo había escuchado. Roberto, conocés a Roberto Piú, No. Volvamos a la escupida, No fue una escupida, sólo fue una gota de saliva, pero Roberto Piú se puso como loco, le pegó un empujón al Viejo y ahí pasó lo que pasó, fue un segundo nada más. No sé si fue el vino o si fue el empujón o si el Viejo se tenía que morir ahí nomás, pero ahí quedó. No esperó ni la ambulancia. La Vieja quedó petrificada tapándose la boca con las dos manos mientras Roberto Piú le vaciaba los bolsillos al finado. Pobre Roberto Piú, lloró como un chico esa noche. Los dos hermanos mayores emigraron al sur, a Río Grande creo, y ya tenían sus familias allá, sus trabajos, sus casas, sus vidas. De manera que todo el vacío de la casa quedó a disposición de Roberto Piú y de la Vieja. Los dos sabían que ninguno de los dos le sobreviviría al otro, que lo más probable era que acabaran matándose y entonces Roberto Piú se fue con su mono al departamento que tenían en Palermo y que estaba vacío desde no sé cuándo, al pedo. Roberto Piú se instaló allí con su colchón, una bolsa tipo del ejército con sus pilchas y su sintetizador. Roberto Piú estaba perfeccionando un sintetizador que él había diseñado y construido. Si no se dijo antes, ahora se dice, Roberto Piú se va a recibir de Ingeniero de Sonido. Mientras tanto está aquí, en su departamento que no es ni grande ni chico, un segundo piso a dos cuadras de Plaza Armenia, por Malabia. Y creo que ahí empezó con lo de juntar cosas. Empezó con un carrito para bebés. Me acuerdo que estábamos tomando una birra en la vereda y viene llegando Roberto Piú empujando un carrito para bebés al que le faltaba una rueda. Está nuevo, dijo en vez de saludar. Nosotros nos cagamos de risa, Y para qué querés eso, estás por ser papá, Yo no, pero algún conocido capaz que sí, entonces cuando alguien diga que necesita un carrito, “yo tengo uno”. Dijo Yo tengo uno con la expresión de quien saca un conejo de la galera, un as de la manga, el dueño de la última tabla de salvación. Nosotros nos reímos todavía más, Roberto Piú hizo como si nada y subió al departamento con el carrito plegado al hombro y lo acomodó con prolijidad detrás de la puerta. Ahora se presentaba el problema de la ruedita, cómo conseguir una que de justo el tamaño y el color. Fue evidente que se tomó las cosas muy en serio, empezó a traer otros carritos que quién sabe de dónde los habían tirado, viejos, deshilachados, ajados y desteñidos, diferentes modelos y colores, pero las ruedas de ninguno coincidieron con la que le faltaba al primer carrito. Quizás sea mejor así, dijo una noche Roberto Piú, porque de todos modos quedaría un carrito sin una rueda, si por casualidad encuentro uno que tiene justo la rueda que me falta se quedará un carrito sin ruedas. Cómo no se me ocurrió antes, voy a comprar la rueda que me falta y listo, se acabó el problema. Para cuando Roberto Piú decidió comprar la ruedita que faltaba, ya tenía doce o quince carritos lavados y restaurados, acomodados detrás de la puerta, con una precisión y un esmero que constituían una torre sólida, un monolito de la solidaridad potencial.
Nunca supimos de dónde trajo esos carritos, pero debió ser de un lugar donde la gente se deshacía de todo los que no le sirviera, porque junto con los carritos solía aparecer otro objeto que nada tenía que ver con la búsqueda inicial. Tachos de pintura vacíos, despojos de un paraguas, pedazos de bicicleta, tendederos de ropa, pequeños muebles desvencijados, secarropas destruidos, herramientas sin mango, Por qué le decían Roberto Piú, Ya llegamos a eso, relojes sin agujas, marcos sin lentes, bujes, tornillos, cadenas y alambres, jirones de cámaras de autos, motos y bicicletas, cuchillos sin mango y mangos sin hojas, caños plásticos o de cualquier otro material, Por qué lo de Piú, A eso voy, treinta tejas francesas cubiertas de moho, como quinientas botellas de agua mineral de vidrio de medio litro, bidones de cinco, de diez y de veinte, de cincuenta también, veladores, ventiladores, percheros, dos cajas grandes de palitos de helados, las bobinas donde vienen enrolladas las telas, como mil, conservadoras sin tapa, palanganas, Qué pensás hacer con todo esto, Roberto, Nada, pero si un amigo necesita ésto, por ejemplo, acá está. Un catálogo interminable que sólo Roberto Piú conocía íntegro, de pe a pa. Sin hesitaciones se movía sobre ese depósito repleto de generosidad, con paso firme y eficaz, caminando sobre ciertas cosas acomodadas a propósito para poder pisar sobre ellas, agarrado a los estantes, haciendo equilibrio sobre caños de hierro, Roberto Piú sabía donde se encontraban todos y cada uno de los ítems, dispuestos según un patrón que sólo él conocía. Pero por qué le decían Roberto Piú si ese no era su apellido, A eso vamos.
La puerta del departamento se abría no más de treinta centímetros, si sos gordo cagaste. El primer pie que ponés adentro lo ponés sobre un bidón de cincuenta litros que dice que contenía cloro, vaya uno a saber. Ahí empezaba un caminito de bidones, azules eran los bidones, todo atravesando la sala. A los lados del camino, una pradera de cajas de cartón, de plástico o de lata cuyo contenido sólo conocía Roberto Piú, absolutamente todo el piso cubierto de recipientes conteniendo recipientes más chicos conteniendo vaya uno a saber qué maravillas. Todas las paredes estaban cubiertas de estantes, todos encontrados “por ahí”, y en los estantes latas, frascos, potes y tachitos llenos de lo que se te ocurra. Todo separado, todo ordenado y limpio, sobre todo. En un costado así, como quien va para la cocina, están las quinientas botellas que hoy dije. Qué digo quinientas, mil botellas. Mil botellas vacías de esas chiquitas, de medio litro. No me acuerdo la marca. En el medio de la sala, pero en el justo medio, una torre de aros de bicicleta, increíble. Vos le pedís uno de bien abajo y te lo saca sin mover ni un cachito la torre; los pibes se lo hacían a propósito, pobre. Detrás de la puerta estaban los carritos, eso ya se dijo. Eran los carritos justamente los que no dejaban abrir del todo la puerta.
Empezó a haber un movimiento importante de gente, un ir y venir de tipos del más variado tipo, en un primer momento las vecinas empezaron a decir que Roberto Piú vendía falopa. Hombres, mujeres, parejas, jóvenes y ancianos desfilaban por el barrio en un peregrinar profano de mendicidad conmovedora. Si no era amigo directo de Roberto Piú, era amigo de un amigo o del amigo de un amigo del amigo de Roberto Piú, en una cadena de necesidades satisfechas sin el menor interés, como en realidad debería ser. Todavía no llegamos al por qué de Roberto Piú, Ya llegaremos.
Tenés una pava, Roberto, Sí, vení por acá, cuidado con esa caja que adentro hay cosas de vidrio, por acá, prendete de la claraboya pero con cuidado. Como un mono que va de rama en rama por las copas de los árboles, Roberto Piú se movía dentro de su departamento. Acá, en esta caja, abrila vos, hay una docena de pavas envueltas en papel de diario, de bronce, de acero inoxidable y de aluminio, Cuánto te debo, Roberto, Nada. Tenés un bidón de veinte litros, Roberto, Sí, este de acá, pero pasame aquello así lo pongo ahí y no queda el espacio vacío. Todavía no llegamos a lo del apellido, Escuchame una cosa, con el historión que te estoy contando, con la peculiaridad del personaje, vos me rompés las pelotas con lo del apellido. La última vez que vi a Roberto Piú, el tipo estaba parado en el medio de la avenida Rivadavia, con los brazos hacia adelante y los ojos apretados, como queriendo parar a un bondi que venía a doscientos. Yo primero no lo conocí, estaba hecho flecos, un ciruja. No pude ayudarlo, sabés. Después me acerqué al montón de trapos que había quedado en el lugar de Roberto Piú, me agaché y le vi los ojos, todavía estaban vivos pero llenos de miedo. Roberto Piú murió delante de mí y yo ni siquiera le di la mano. Antes de levantarme pensé que a la humanidad se le había desgarrado un pedacito de esperanza.