El Chueco Ignacio García

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De chi­co nomás, fue pata­du­ra, aun­que su pasión por el fut­bol, al igual que a millo­nes de otros chi­cos, con­ver­tía a un par­ti­do cual­quie­ra en la glo­ria o el mayor fra­ca­so. Pero a dife­ren­cia de otros, él siem­pre supo sus limi­ta­cio­nes. No lle­ga­ba al con­sa­bi­do des­me­re­ci­mien­to de ir todas las veces que juga­ba arco, pero en los pica­dos nun­ca era uno de los pri­me­ros que ele­gían. Eso sí: nun­ca un caño. Jamás un taco. Jamás de los jama­ses una gam­be­ta. Ya des­pués, de chi­co-gran­de, jugan­do en las infe­rio­res del club de sus amo­res, cuan­do por el méri­to de tener un físi­co robus­to, fuer­te y sano, de no fal­tar a nin­gún entre­na­mien­to y por tener una poten­cia des­me­di­da en su píe dere­cho, empe­zó a ser con­si­de­ra­do, casi, un buen juga­dor. Ade­más, ante cual­quie­ra indi­ca­ción del direc­tor téc­ni­co, la seguía al pié de la letra. Si iba al ban­co de suplen­tes por varios par­ti­dos, no se ofen­día ni moles­ta­ba. De modo que al final se gana­ba el cari­ño de todos.
Y así, de a poqui­to, lle­gó a la cuar­ta divi­sión.
El des­tino qui­so que un mes antes de que ter­mi­na­ra el cam­peo­na­to de ese año, tuvie­ra la des­gra­cia de lesio­nar­se, con la con­si­guien­te mar­gi­na­ción del equi­po para los cua­tro par­ti­dos que fal­ta­ban para su fina­li­za­ción.
Sin tener nin­gu­na cer­te­za, pero con la espe­ran­za de ser con­vo­ca­do para las prác­ti­cas de la ter­ce­ra divi­sión cuan­do empe­za­ra el cam­peo­na­to del pró­xi­mo año, se refu­gió en el cam­po de un tío que vivía en Misio­nes.
El hom­bre, que lo apre­cia­ba de ver­dad y era segui­dor de su carre­ra, lo alen­tó a que una vez res­ta­ble­ci­do, se entre­na­ra; y para eso armó espe­cial­men­te una can­cha en un lim­pia­do, cer­ca de la casa.
Los mucha­cho­nes de las cha­cras veci­nas serían los com­pa­ñe­ros de jue­go de la, por aho­ra, tibia pro­me­sa fut­bo­le­ra.
Pasa­ron unas sema­nas y ya res­ta­ble­ci­do, un día el tío le dijo.
‑Mirá sobrino, acá hace años que ten­go a mi ser­vi­cio a un gua­ra­ní que ya está vie­jo y al que le gus­ta mucho el fut­bol. Según cuen­ta él, sus ante­pa­sa­dos ya lo juga­ban hace cien­tos de años. Te ha vis­to jugar y quie­re seña­lar­te algo. Está un poco loco, pero es bueno y, tal vez, pue­da mar­car­te algu­na cosa que mejo­re tu jue­go. No des­pre­cies su ayu­da, acor­da­te lo que dice el Mar­tín Fie­rro: “Has­ta el yuyo más del­ga­do, hace su som­bra en el sue­lo” Esto quie­re decir que una per­so­na, por poco sabia que sea, algo siem­pre te pue­de ense­ñar.
Siem­pre calla­do ante órde­nes o sim­ples suge­ren­cias, igual no pudo repri­mir un ges­to de des­dén.
-¡Un indio!- pen­só- ¡Que me pue­de ense­ñar!
Tuvo que pasar un tiem­po para que al fin pudie­ran enta­blar una con­ver­sa­ción; él como siem­pre dán­do­le a la pelo­ta y el vie­jo gua­ra­ní mirán­do­lo.
‑Lo tuyo está bueno- le dijo,- por­que esa fuer­za que traés con vos, nadie te la pue­de dar. Lás­ti­ma que es impre­ci­sa- ter­mi­nó sen­ten­cian­do.
‑Para eso entreno- fue la res­pues­ta,- para tener pun­te­ría.
‑Nun­ca la vas a tener sin no apren­dés a otear el vien­to.
-¿Otear el que…?
‑El vien­to, mucha­cho. El vien­to. ¿No has vis­to aca­so como los jotes pue­den estar horas volan­do sin ale­tear? ¿Cómo te pen­sás que lo hacen? Apro­ve­chan la fuer­za del vien­to.
‑Pero eso, ¡es allá arri­ba!
‑Y acá aba­jo, has­ta las balas las des­vía el vien­to- afir­mo el vie­jo.
-¡Ajá! ¿Y cómo sería eso de otear el vien­to?- pre­gun­tó un poco des­con­cer­ta­do el futu­ro crac.
‑Pri­me­ro, tenés que pen­sar que te va a ayu­dar. Por­que si no, de nada vale lo que vas a escu­char. Des­pués, sobre todo en un día como hoy que hay bas­tan­te, tenés que parar­te bien dere­cho, con los bra­zos y las pier­nas abier­tas, cerrar los ojos y dejar­te lle­var por la sen­sa­ción de sen­tir el vien­to. El vien­to te va a hablar, solo tenés que hacer­le caso a lo que te diga.
Un mucha­cho incré­du­lo toda­vía, pero obe­dien­te como siem­pre a las indi­ca­cio­nes, en el lim­pia­do que ame­na­za­ban tre­men­dos árbo­les de la sel­va cir­cun­dan­te, se paró dere­cho, sepa­ró sus pier­nas y bra­zos, cerró sus ojos y poco a poco, se aban­do­nó a la sen­sa­ción de escu­char al vien­to.

En la con­vo­ca­to­ria a los entre­na­mien­tos de la ter­ce­ra divi­sión ya era pie­za a des­car­tar, has­ta que en un par­ti­do de prác­ti­ca, se deci­dió. Y en un tiro libre, lejos del área rival, cuan­do la lógi­ca era un pase al cos­ta­do o a lo sumo un cen­tro fron­tal, aco­mo­dó la pelo­ta, tomó dis­tan­cia, se abrió de bra­zos y pier­nas otean­do al vien­to y segun­dos des­pués un tre­men­do bom­ba­zo cru­za­ba el cam­po de jue­go para ir a escon­der­se jus­to en el ángu­lo supe­rior dere­cho del arco.
La alga­ra­bía de su equi­po no lo con­ta­gió. Solo supo per­sig­nar­se y mirar el cie­lo.
Que­dó, no más en la ter­ce­ra, por­que fue­ron varios los goles que en los suce­si­vos entre­na­mien­tos así lle­gó a meter.
De la ter­ce­ra al estre­lla­to de crack, media­ron solo algu­nos par­ti­dos. Los goles se suce­dían patean­do cer­ca y lejos del arco, esqui­na­dos o fron­ta­les, con y sin barre­ra, con sol o llu­via sus tiros libres eran inata­ja­bles y su estam­pa de juga­dor abrien­do los bra­zos en cruz, no tar­dó en ganar fama en todo el pla­ne­ta. Infa­li­ble cien­to por cien­to, ante cada tiro libre que le toca­ba patear, el equi­po con­tra­rio olvi­dan­do las mar­cas for­ma­ba una fila a lo lar­go del arco que sal­ta­ba tra­tan­do de impe­dir lo que pasa­ba siem­pre, una y otra vez. Solo un par de veces, pero con la mano, le impi­die­ron hacer el gol. Todo para per­der un juga­dor por tar­je­ta roja y el penal sub­si­guien­te, por supues­to, con­ver­ti­do.
Par­ti­do a par­ti­do, el mun­do fut­bo­le­ro se para­li­za­ba por noven­ta minu­tos para ver ese pro­di­gio.
Su equi­po en los siguien­tes años salió cam­peón en todas las com­pe­ten­cias en que jugó.
En sus últi­mos tiem­pos de juga­dor toca­do por la vara del des­tino empe­zó a jugar solo un tiem­po, ya que si juga­ba los dos, era golea­da y ade­más, por­que téc­ni­cos, direc­ti­vos, perio­dis­tas y hom­bres de nego­cios empe­za­ron a cui­dar de ese dia­man­te que tan­ta pla­ta les hacía ganar.
Has­ta que en aque­lla fatí­di­ca tar­de, le ata­ja­ron una pelo­ta. Ni el arque­ro podía creer­lo. Él fue y lo salu­dó, por­que siem­pre fue un señor en la can­cha, y ese ges­to en el cual le da la mano al guar­da­va­lla, que­dó gra­ba­do como el arque­ti­po de que no impor­ta cuán difí­cil sea lo que empren­da, un hom­bre que se tie­ne fe pue­de, en algún momen­to, lograr su obje­ti­vo.
El Chue­co Igna­cio Gar­cía, lo salu­dó al arque­ro como si hubie­ra sido el afor­tu­na­do artí­fi­ce de que la pelo­ta no entra­ra. Pero él sabía que había un solo cul­pa­ble y era él. Por des­de­ñar con sober­bia aque­llo que lo había ayu­da­do. Por­que has­ta ese momen­to nun­ca se la había creí­do, así como las aves no creen ser las due­ñas del vien­to.
El equi­po con­tra­rio per­dió seis a uno y el Chue­co Igna­cio Gar­cía per­dió la con­fian­za. El cam­peo­na­to ter­mi­nó con ese par­ti­do y tam­bién con su carre­ra de crack.
En el rece­so, como siem­pre que podía, fue a des­can­sar unos días al cam­po de su tío, don­de empe­zó todo. Se vio con el vie­jo gua­ra­ní ansio­so por pre­gun­tar­le:
-¿Vol­ve­rá? ¿Vol­ve­rá la sen­sa­ción sagra­da de sen­tir el vien­to que te habla como en sue­ños con un men­sa­je indes­ci­fra­ble, como el del amor?
La res­pues­ta que con­si­guió de un hom­bre que ya de vie­jo ape­nas tenía voz fue:
‑Así de pro­fun­do, hay pocos encuen­tros en la vida. Pue­de ser con una mujer, un ami­go o con el vien­to. Cuan­do lo trai­cio­nás con tu sober­bia, pue­de vol­ver, pero nun­ca será el mis­mo. Ya hicis­te pla­ta y fama con el fut­bol, más de la que podés gas­tar en toda tu vida, por­que la fama, no vayas a creer, tam­bién se gas­ta, como todas las cosas. Si seguís, a veces el vien­to ven­drá a vos, y otras, no. Si dejás el fut­bol aho­ra, tu fama será para siem­pre. Total, jugar, podés hacer­lo, pero entre ami­gos. Ellos no te van a pedir cuen­tas, pero todos los otros sí.

Todo esto pasó hace unos cuan­tos años y yo de chi­co recuer­do a mi vie­jo dicien­do:
‑Bue­nos juga­do­res de aque­lla épo­ca había varios, pero crack, lo que se dice crack, solo el Chue­co Igna­cio Gar­cía. ¡Un crack!

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Libros publicados: “Breve Reseña” aforismos, 2012 “Cicatrices del Alma” aforismos y poemas, 2013 “La Licorera y otros cuentos” cuentos, 2015 Quinto premio de poesía en el certamen internacional de Foz de Iguaçu, Cararatas 2014 Integrante del grupo literario “Puerto del Alma” de Puerto Iguazú El cuento “El Viejo de la Isla” forma parte del libro “La Licorera y otros cuentos” OMARPOMILIO@YAHOO.COM.AR