De chico nomás, fue patadura, aunque su pasión por el futbol, al igual que a millones de otros chicos, convertía a un partido cualquiera en la gloria o el mayor fracaso. Pero a diferencia de otros, él siempre supo sus limitaciones. No llegaba al consabido desmerecimiento de ir todas las veces que jugaba arco, pero en los picados nunca era uno de los primeros que elegían. Eso sí: nunca un caño. Jamás un taco. Jamás de los jamases una gambeta. Ya después, de chico-grande, jugando en las inferiores del club de sus amores, cuando por el mérito de tener un físico robusto, fuerte y sano, de no faltar a ningún entrenamiento y por tener una potencia desmedida en su píe derecho, empezó a ser considerado, casi, un buen jugador. Además, ante cualquiera indicación del director técnico, la seguía al pié de la letra. Si iba al banco de suplentes por varios partidos, no se ofendía ni molestaba. De modo que al final se ganaba el cariño de todos.
Y así, de a poquito, llegó a la cuarta división.
El destino quiso que un mes antes de que terminara el campeonato de ese año, tuviera la desgracia de lesionarse, con la consiguiente marginación del equipo para los cuatro partidos que faltaban para su finalización.
Sin tener ninguna certeza, pero con la esperanza de ser convocado para las prácticas de la tercera división cuando empezara el campeonato del próximo año, se refugió en el campo de un tío que vivía en Misiones.
El hombre, que lo apreciaba de verdad y era seguidor de su carrera, lo alentó a que una vez restablecido, se entrenara; y para eso armó especialmente una cancha en un limpiado, cerca de la casa.
Los muchachones de las chacras vecinas serían los compañeros de juego de la, por ahora, tibia promesa futbolera.
Pasaron unas semanas y ya restablecido, un día el tío le dijo.
‑Mirá sobrino, acá hace años que tengo a mi servicio a un guaraní que ya está viejo y al que le gusta mucho el futbol. Según cuenta él, sus antepasados ya lo jugaban hace cientos de años. Te ha visto jugar y quiere señalarte algo. Está un poco loco, pero es bueno y, tal vez, pueda marcarte alguna cosa que mejore tu juego. No desprecies su ayuda, acordate lo que dice el Martín Fierro: “Hasta el yuyo más delgado, hace su sombra en el suelo” Esto quiere decir que una persona, por poco sabia que sea, algo siempre te puede enseñar.
Siempre callado ante órdenes o simples sugerencias, igual no pudo reprimir un gesto de desdén.
-¡Un indio!- pensó- ¡Que me puede enseñar!
Tuvo que pasar un tiempo para que al fin pudieran entablar una conversación; él como siempre dándole a la pelota y el viejo guaraní mirándolo.
‑Lo tuyo está bueno- le dijo,- porque esa fuerza que traés con vos, nadie te la puede dar. Lástima que es imprecisa- terminó sentenciando.
‑Para eso entreno- fue la respuesta,- para tener puntería.
‑Nunca la vas a tener sin no aprendés a otear el viento.
-¿Otear el que…?
‑El viento, muchacho. El viento. ¿No has visto acaso como los jotes pueden estar horas volando sin aletear? ¿Cómo te pensás que lo hacen? Aprovechan la fuerza del viento.
‑Pero eso, ¡es allá arriba!
‑Y acá abajo, hasta las balas las desvía el viento- afirmo el viejo.
-¡Ajá! ¿Y cómo sería eso de otear el viento?- preguntó un poco desconcertado el futuro crac.
‑Primero, tenés que pensar que te va a ayudar. Porque si no, de nada vale lo que vas a escuchar. Después, sobre todo en un día como hoy que hay bastante, tenés que pararte bien derecho, con los brazos y las piernas abiertas, cerrar los ojos y dejarte llevar por la sensación de sentir el viento. El viento te va a hablar, solo tenés que hacerle caso a lo que te diga.
Un muchacho incrédulo todavía, pero obediente como siempre a las indicaciones, en el limpiado que amenazaban tremendos árboles de la selva circundante, se paró derecho, separó sus piernas y brazos, cerró sus ojos y poco a poco, se abandonó a la sensación de escuchar al viento.
En la convocatoria a los entrenamientos de la tercera división ya era pieza a descartar, hasta que en un partido de práctica, se decidió. Y en un tiro libre, lejos del área rival, cuando la lógica era un pase al costado o a lo sumo un centro frontal, acomodó la pelota, tomó distancia, se abrió de brazos y piernas oteando al viento y segundos después un tremendo bombazo cruzaba el campo de juego para ir a esconderse justo en el ángulo superior derecho del arco.
La algarabía de su equipo no lo contagió. Solo supo persignarse y mirar el cielo.
Quedó, no más en la tercera, porque fueron varios los goles que en los sucesivos entrenamientos así llegó a meter.
De la tercera al estrellato de crack, mediaron solo algunos partidos. Los goles se sucedían pateando cerca y lejos del arco, esquinados o frontales, con y sin barrera, con sol o lluvia sus tiros libres eran inatajables y su estampa de jugador abriendo los brazos en cruz, no tardó en ganar fama en todo el planeta. Infalible ciento por ciento, ante cada tiro libre que le tocaba patear, el equipo contrario olvidando las marcas formaba una fila a lo largo del arco que saltaba tratando de impedir lo que pasaba siempre, una y otra vez. Solo un par de veces, pero con la mano, le impidieron hacer el gol. Todo para perder un jugador por tarjeta roja y el penal subsiguiente, por supuesto, convertido.
Partido a partido, el mundo futbolero se paralizaba por noventa minutos para ver ese prodigio.
Su equipo en los siguientes años salió campeón en todas las competencias en que jugó.
En sus últimos tiempos de jugador tocado por la vara del destino empezó a jugar solo un tiempo, ya que si jugaba los dos, era goleada y además, porque técnicos, directivos, periodistas y hombres de negocios empezaron a cuidar de ese diamante que tanta plata les hacía ganar.
Hasta que en aquella fatídica tarde, le atajaron una pelota. Ni el arquero podía creerlo. Él fue y lo saludó, porque siempre fue un señor en la cancha, y ese gesto en el cual le da la mano al guardavalla, quedó grabado como el arquetipo de que no importa cuán difícil sea lo que emprenda, un hombre que se tiene fe puede, en algún momento, lograr su objetivo.
El Chueco Ignacio García, lo saludó al arquero como si hubiera sido el afortunado artífice de que la pelota no entrara. Pero él sabía que había un solo culpable y era él. Por desdeñar con soberbia aquello que lo había ayudado. Porque hasta ese momento nunca se la había creído, así como las aves no creen ser las dueñas del viento.
El equipo contrario perdió seis a uno y el Chueco Ignacio García perdió la confianza. El campeonato terminó con ese partido y también con su carrera de crack.
En el receso, como siempre que podía, fue a descansar unos días al campo de su tío, donde empezó todo. Se vio con el viejo guaraní ansioso por preguntarle:
-¿Volverá? ¿Volverá la sensación sagrada de sentir el viento que te habla como en sueños con un mensaje indescifrable, como el del amor?
La respuesta que consiguió de un hombre que ya de viejo apenas tenía voz fue:
‑Así de profundo, hay pocos encuentros en la vida. Puede ser con una mujer, un amigo o con el viento. Cuando lo traicionás con tu soberbia, puede volver, pero nunca será el mismo. Ya hiciste plata y fama con el futbol, más de la que podés gastar en toda tu vida, porque la fama, no vayas a creer, también se gasta, como todas las cosas. Si seguís, a veces el viento vendrá a vos, y otras, no. Si dejás el futbol ahora, tu fama será para siempre. Total, jugar, podés hacerlo, pero entre amigos. Ellos no te van a pedir cuentas, pero todos los otros sí.
Todo esto pasó hace unos cuantos años y yo de chico recuerdo a mi viejo diciendo:
‑Buenos jugadores de aquella época había varios, pero crack, lo que se dice crack, solo el Chueco Ignacio García. ¡Un crack!