La madrastra lo subió al primer rellano, y le habló acercándole mortalmente su aliento:
‑Tu abuela ya no cabe en sí.
El niño bajó los ojos y rascó por un minuto los flecos de la alfombra. Mientras tanto, la madrastra se arqueó a acariciarlo. La abuela conversaba con un abrigo; le decía a los bolsillos: “No me sigan, que me visto y ahora me acuesto”.
Los padres se colocaron, ausentes y encogidos, bajo el umbral de la puerta. Dijeron, en tono de gozo:
‑Abuela, el niño se queda esta noche a dormir con usted.
La lluvia se vació alrededor y pintó en las ventanas un rostro arrugado. El niño miró hacia la puerta, pero ya estaba en sombras. El padre y la madrastra comenzaban a alejarse en dirección a una estrella. Los zapatitos dulces de la abuela sonaron como si, a cada paso, aplastaran el esqueleto de un ratón.
-¡Nieto!- llamaba, decorosa.
El nieto se ocultó al ras de un marco dorado que tragaba el retrato de una doncella.
‑Ahí estás- dijo la abuela frente a él, y lo invitó a entrar a su cuarto.
La habitación olía a la madera de las cruces y a humedad. El niño se acercó a la puerta unos pocos pasos. Los sillones parecían osos grandes y tibios. Caminó hacia ellos y se refugió junto a la pelusa de un respaldo.
La abuela sonreía con la desgracia de una huérfana.
‑Esta noche, yo voy a dormir con usted- dijo, buscando su pijama. Su cuerpo era opaco como un huevo y tenía el cabello suelto sobre las mejillas. La trenza que lo constreñía se deshizo en hilos blancos. La abuela abrió un armario agradablemente torcido y extrajo de allí su camisón. Se colocó humildemente las joyas púrpuras, los broches con perlas y pequeñísimos filos.
Tras la ventana, el niño vislumbraba una luna tortuosa, llena de rugosidades.
Con sus joyas dispuestas, la abuela se dirigió a la cama y se acostó. Miró con placer los fantasmas que deambulaban por el cuarto. Cerró los ojos y fue como si, en su interior, algo hubiera quedado contraído.
‑Abuela- dijo confusamente el niño, dirigiéndole por primera vez la palabra.
La abuela volvió a abrir los ojos, esta vez sonriendo. Su rostro se sacudió de una luz que lo vencía y los collares tenues le bailaron alrededor del cuello.
‑Quita esa luz- ella le pidió.
El niño caminó hasta las lámparas que esperaban de pie, como hijastras y sobrinas, y las apagó, temeroso. La abuela respiró en su oscuridad de joyas. Se durmió de inmediato, mientras el polvo blanco de la casa caía visiblemente sobre su manta.
El niño volvió al sillón, siguiendo con una mano la línea del cabello. Miró la ventana que brillaba de terror y se dispuso a acostarse.
La abuela roncaba con el sonido de un montón de cajones encerrándose. A medianoche, se levantó y gritó hacia ningún lugar:
-¿Quién me limpia las rodillas?
El niño se levantó, encendió la luz, cabizbajo, y acarició, por encima de las sábanas, las rodillas de la abuela. Más tarde, pidió a la luz que vigilara, mientras él volvía a dormirse.
Descansaron el resto de la noche, él impresionado por el olor guardado en el camisón de la abuela, ella tendida, y suavemente respirando.
A la mañana siguiente, para despertarla, el niño apenas se atrevió a canturrear.
-¡Ah!- dijo ella, como si recordara- Ya es de día.
Preparó el desayuno en medio de una lucidez completa: tomaba los huevos y los sacudía, trazaba en la sartén círculos perfectos de harina mojada.
Sirvió la leche en copas de bodas. Festejaba a cada rato la visita del nieto.
Por la tarde, la abuela lo condujo al jardín. Dijo que quería regar las plantas y arrancar las flores que se burlaban de ella. Bajó un poco la voz, y le dijo, en secreto, que quería, sobre todo, enterrar algunas joyas, para que no las encontrasen los curiosos, cuando ella se tuviese que ir.
Fue una tarde de recuerdos limpios:
‑Las guerras comienzan todos los días- murmuró la abuela. Y prometió al niño coserle los bolsillos de un traje de oficial, por si tenía que partir ese año. Las joyas quedaron bajo tierra, desaparecieron sus piedras y sus dijes.
Cuando afuera oscureció y las luces de la casa fueron tranquilamente encendiéndose, volvieron a presentarse el padre y la madrastra.
La madrastra miró al niño con una culpa ronca y acarició, en un escalofrío, los mínimos raspones de sus piernas. El papá dio a su hijo una palmada de administrativo y lo condujo hasta el cristal de una ventana.
‑Nos vamos. Besa a la abuela y prométele que vas a volver a venir.
El rostro de la abuela quedó triste, como el de un perro que se abandona. El niño vio que ella endurecía parcamente su boca. La beso, compañero.
Cuando volvían a la casa, el padre dijo:
‑Vamos a tener que internarla. La abuela ya no puede contra sí.
Y sucedió inmediatamente, a la otra semana.
‑La abuela se cambió de memoria.- dijo el padre, haciendo un llamado desde la oficina: — Y también de casa.
El niño preguntó cuándo podrían hacerle una visita. El padre se mostró, en principio, acalorado.
Unos días después, ambos fueron hasta las afueras de la ciudad, hasta una especie de convento.
‑No me quedo, porque hoy tengo oficina- dijo el padre, y dejó al niño en la puerta.
El nieto habló con los guardianes:
‑Entre por aquí. Allí dentro, lávese las manos.
El nieto recorrió las hileras de flores que apenas jadeaban.
La abuela lo vio enseguida, porque pasaba la tarde acostada sensiblemente frente a la ventana.
-¡Oficial !- gritó- ¿la guerra se termina?
El nieto tomó la cabeza grande de la mujer y la colocó prolijamente sobre su regazo. El pelo soltaba un olor a rosa roja. Muy despacio, entre ambos, se produjo el afecto. El niño la sostenía, como a una naranja que se hubiera golpeado de un modo repetido y doloroso. Las sienes y los ojos de la anciana se habían vuelto de un tono mínimo, de perla.
La abuela se volvió hacia el niño con una sonrisa:
‑Suerte que no has muerto- repitió, mirándolo –la guerra es así, siempre deja a alguno vivo.
Estuvieron en esa posición por unas horas: la abuela callada y discreta; el nieto, feliz y soñoliento.
‑Ya está- dijo ella, al fin- vuelve a dónde tengas que volver, que tengo que dormirme.
Lo condujo hasta el atrio, para despedirse; le dio un beso en el lugar de la chaqueta que cubría el pecho.
‑Vuelve pronto — dijo ella, como si, más que ordenar, se lo rogara.
Se besaron frente a un enfermero. El niño juró que volvería en unos días. Luego dobló por un corredor. En el patio, entre las filas de flores que se mecían, la abuela se reía.
-¡Oficial! – le gritaba – ¡Volveremos por las joyas algún día! ¡la guerra tampoco puede durar demasiado!