Cuento de amor en la fronda

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(Con poe­mas de Vas­co Bai­go­rri) *

Tiem­pos eran aque­llos cuan­do todo era nue­vo. Colo­res, olo­res, sabo­res. La extra­ña sen­sa­ción que los unía, que per­ci­bían con­ti­nua­men­te, una emo­ción que los liga­ba sin saber que era. Sin saber que era algo tan anti­guo como la vida.Tiempos eran de poder gozar un día de sol, bebien­do el aire diá­fano de una maña­na, con el alma  libre de car­gas amar­gas y el cuer­po grá­cil, magro y joven. Era fácil ascen­der por un rayo de luz hacia el pája­ro o la mari­po­sa. Era fre­cuen­te impul­sar­se hacia el can­to que vivía en lo alto de las cate­dra­les ver­des de la flo­res­ta y don­de se halla­ban los nidos, las flo­res y el embru­jo que pare­cía fluir de las tela­ra­ñas, com­ba­das por el peso de las per­las de rocío que las orna­ban. El can­to de la espe­su­ra lle­ga­ba a sus oídos nue­vos como la melo­día de un gno­mo sil­ba­dor, hechi­zan­te, cau­ti­van­te y hacia ella iban, eté­reos en su ino­cen­cia.

Si en cam­bio llo­vía, la cor­ti­na que al pai­sa­je pone la llu­via era pro­pi­cia para jugar des­li­zán­do­se, mojar­se  y per­fu­mar­se de la esen­cia de nubes, pin­tar­se de cie­lo des­plo­ma­do. Eléc­tri­cos impul­sos per­ci­bían ambos, nue­vos en su nue­va vida, y de tan nue­vos que eran no sabían que eran. Hubo una sies­ta de chi­cha­rras, fra­gan­te de man­gos madu­ros, en que él le habló una mira­da que a ella le pare­ció un gri­to, un ala­ri­do des­ama­rra­do de la timi­dez de la boca cerra­da, una cari­cia atre­vi­da pero desea­da, un beso roba­do jus­to a tiem­po.

Escu­char ella el men­sa­je ...

“la tren­za que par­te en dos tu espal­da ,

dibu­ja insi­nuan­te,

 el asfal­to para mis cari­cias.

En la ruta de tu cuer­po

quie­re tran­si­tar mi mano

des­cu­brien­do los pai­sa­jes

secre­tos de tus cur­vas,

mien­tras las uvas de tus pechos

se bañan en mi boca”.

... y callar indi­fe­ren­te, sor­da con los tím­pa­nos heri­dos del can­to de gri­llos sies­te­ros, fue sólo un ges­to de sus ojos encan­di­la­dos por el refle­jo del sol en el agua depo­si­ta­da en la blan­ca cape­ru­za de un güem­bé.

La sies­ta fue hacién­do­se tar­de y lejos se encen­dió la lum­bre del cre­púscu­lo. Se anun­ció con pañue­li­tos de som­bra la noche. Otros aro­mas, otros soni­dos, se alza­ban ante ellos.

Ardía de muer­to sol la leja­nía. Y de sala­da hume­dad los ojos de él. Ella des­hi­zo su tren­za, sacu­dien­do la cabe­za y lle­nan­do de briz­nas de luna nacien­te la cabe­lle­ra, arro­jó hacia él un rayo de luz pla­tea­da...

“Libe­ra tus duen­des,

fan­tas­mas enclaus­tra­do­res

de deseos pri­va­dos, per­mí­te­me

el dul­ce de tu boca,

la úni­ca piel de tus manos,

el refu­gio de rayos y true­nos

en la tor­men­ta de los días.

 Son­ríe

en mi abra­zo,

como mari­po­sa

en su soplo de vida

y vole­mos jun­tos en la locu­ra de un beso”.

 

El apre­ció la invi­ta­ción y  jun­tos libra­ron la bata­lla úni­ca don­de la vida es la pre­mi­sa; don­de el con­quis­ta­dor es con­quis­ta­do y vice­ver­sa y el amor es el empe­ra­dor de ambos y los impul­sa a sedu­cir dejan­do sedu­cir­se.

Sin noción de tiem­po y espa­cio per­ma­ne­cie­ron, sin ata­víos, la piel ahi­ta de liber­tad y cari­cias. No esta­ban solos. Miría­das de tras­gos, duen­des y genie­ci­llos de la fron­da se reu­nían a esa hora a fes­te­jar la noche y a velar el día. Y vién­do­los, bai­lan­do la dan­za fre­né­ti­ca­men­te dul­ce del amor, orga­ni­za­ron en derre­dor de ella y él una ron­da al com­pás de la melo­dio­sa con­jun­ción de sus lati­dos, tim­ba­les por momen­tos, redo­blan­tes en otros, trans­for­man­do el silen­cio­so hechi­zo de la noche en mági­co con­cier­to inau­di­ble.

Todo sue­ño da paso al des­per­tar, todo impul­so se debi­li­ta y flu­ye inexo­ra­ble hacia el final. Él sacu­dió de su cabe­za ten­ta­cio­nes, pen­sa­mien­tos, ilu­sio­nes, abrien­do a la reali­dad las ven­ta­nas de su ros­tro. Ella, mag­ní­fi­ca en su des­nu­dez sobre la hier­ba, obser­vó–  res­ta­ble­ci­da de los emba­tes de la lid reciente‑, que iba a llo­ver. Son­rien­do, él puso el índi­ce  sobre los labios  de la mucha­cha aho­ra mujer y muy que­do, para no rom­per el cris­tal del embe­le­so, le dijo ...

 

“Mien­tras la llu­via

envi­dia­da

gol­pea tu piel

y te aca­ri­cia

des­li­zán­do­se libi­di­no­sa,

car­nal

has­ta en lo más ínti­mo

yo,

enlo­que­ci­do aman­te,

ape­nas

hume­de­ce­ré mi boca

en la cur­va de tu cue­llo”.

Alto el luce­ro, la Luna en el cenit, salie­ron al camino. Las ropas moja­das, des­gre­ña­dos, pies emba­rra­dos y el cal­za­do col­gan­do de los hom­bros. Como si no lo intu­ye­ran, quie­nes espe­ra­ban su lle­ga­da pre­gun­ta­ban, “¿Dón­de estu­vie­ron, qué les pasó?”

 

*

Los poe­mas son de un tríp­ti­co obse­quia­do por Vas­co Bai­go­rri a los par­ti­ci­pan­tes de un cam­pa­men­to cul­tu­ral en el Par­que del Sal­to del Cuña Pirú y for­man par­te de un libro de su autor. Vas­co Bai­go­rri es un escri­tor,  poe­ta, eco­lo­gis­ta, naci­do en Cha­co, resi­den­te en Aris­tó­bu­lo del Valle, crea­dor del gru­po lite­ra­rio Ave (Aris­tó­bu­lo del Valle Escri­be). Esos ver­sos ins­pi­ra­ron la fic­ción del cuen­to que los con­tie­ne, enri­que­cién­do­lo.