Ese lanzamiento que finalmente llegó a destino

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El equi­po salió a la can­cha. Las tri­bu­nas se tiñe­ron de pape­les rojo y blan­co. Los cán­ti­cos no pasa­ban des­aper­ci­bi­dos diez cua­dras a la redon­da. Era impre­sio­nan­te. Latían los cora­zo­nes, sona­ban los bom­bos y atur­día la trom­pe­ta que lle­va­ba ese hom­bre de buches elás­ti­cos. En los pri­me­ros pasos, los juga­do­res se con­cen­tra­ban miran­do a algún lugar fijo en la tri­bu­na, apun­ta­ban y arro­ja­ban un paque­te de la yer­ba mate Gua­ra­ní. Era fol­klo­re, era poe­sía. Esa ima­gen con­ge­la­da era sin lugar a dudas su pin­tu­ra pre­fe­ri­da, el momen­to de mayor feli­ci­dad.
Recor­dó que una vez estu­vo cer­ca de aga­rrar esa ben­di­ción que les obse­quia­ban sus héroes. Fue Dani Garay el que la arro­jó, el seis indis­cu­ti­do que tuvo el equi­po por casi una déca­da. No lo miró, apun­tó a algún pun­to “x” y lo tiró, pero el alam­bre de púa rozó en el paque­te y hubo llu­via ver­de. El chi­pero, cerró los ojos, bajó su canas­to pero no pudo evi­tar que se colo­reen las ros­cas ama­ri­llas calien­tes expues­tas al rayo del sol.
Ese sol que gene­ra­ba la reac­ción natu­ral del lle­var la pal­ma de la mano de mane­ra hori­zon­tal y usar­la como vise­ra. Esos ros­tros que­da­ron inmor­ta­li­za­dos des­de la César Napo­león Ayrault, tan­to como los por­ta­do­res de la fran­ja en el pecho que lo hacían soñar la noche ante­rior. Eran casi inal­can­za­bles, no los ima­gi­na­ba con una vida fue­ra de las dimen­sio­nes de la can­cha. Para él eran gla­dia­do­res.
En su pecho cor­ta­ba la fran­ja roja una mar­ca de la yer­ba mate Gua­ra­ní. Era her­mo­sa esa cami­se­ta, era sim­ple, tan sim­ple como ir a la can­cha jun­to a su abue­lo, su vie­jo, sus her­ma­nos, pri­mos y ami­gos del barrio. Era el ritual de los domin­gos.
La tri­bu­na siem­pre ardía, era menes­ter lle­var dia­rios almoha­do­nes para poder dis­fru­tar, o no, del espec­tácu­lo. Siem­pre era de tar­de. Apos­ta­ba que por dos horas los ner­vios juga­ban entre la satis­fac­ción y el dis­gus­to en las miles de per­so­nas que iban modi­fi­can­do dis­tin­tos esta­dos de áni­mo des­de sus par­ce­las de cemen­to.
Des­pués del par­ti­do, se que­da­ban sen­ta­dos en el muro fren­te a su casa espe­ran­do que pase algún juga­dor para salu­dar­lo. De ese modo lo sen­tían reales, has­ta el pró­xi­mo domin­go que vol­vían a ser inal­can­za­bles. Con sus pri­mos y ami­gos ana­li­za­ban el par­ti­do, o com­par­tían algún epi­so­dio des­ta­ca­do de la tri­bu­na. Y en algu­nas oca­sio­nes, mien­tras inter­cam­bia­ba esos lar­gos sor­bos de jugo pasa­do por yer­ba, veía a algún afor­tu­na­do que lle­va­ba con­si­go ese tro­feo que lan­za­ban los defen­so­res de esa cami­se­ta soña­da.
Los ros­tros decían mucho, mucho más que el siem­pre ale­gre cán­ti­co de empu­je a los por­ta­do­res de la fran­ja. Habían dos o tres can­cio­nes que sona­ban has­ta quin­ce minu­tos y para él era más, por­que con­ti­nua­ba en su casa mien­tras el sol se escon­día. El rito de ir a la can­cha, cul­mi­na­ba con el últi­mo tere­ré.
Pen­sa­ba antes de dor­mir por qué no podía ser el des­ti­na­ta­rio de esos gra­mos de yer­ba, que a modo de obse­quio lan­za­ban sus ído­los. Era una espe­cie de obse­sión que sólo com­pren­de un pibe que tuvo el pri­vi­le­gio de vivir en la mis­ma man­za­na de la chan­cha, que deja­ba lo que tenía que hacer con tal de ir a un entre­na­mien­to y de vivir pen­san­do en el domin­go. Sin duda, todo esta­ba sim­pli­fi­ca­do en su oro ver­de.
Qui­zás lo hubie­se man­te­ni­do a ese tro­feo enva­sa­do duran­te algu­nos años. Por ahí se iba en el tere­ré de la tar­de con los chi­cos o en un mate de sus vie­jos. Nun­ca lo tuvo. Se pre­gun­ta­ba si los que reci­bie­ron ese paque­te de la mano de alguno de sus reli­quias vivien­tes lo que­rían igual que él.
Cono­cía a algu­nos hin­chas que insul­ta­ban o se que­ja­ban de su equi­po. Eran bichos raros, pen­sa­ba. Esta­ba prohi­bi­do. De hecho, en su entorno nadie lo hacía. Nun­ca se putea­ba a nin­guno de los que defen­dían nues­tros colo­res. Jamás. Eran pocos a los que se les esca­pa­ba algún que otro gri­to que exi­gía los suyos. Mira­ba a su papá para bus­car su repro­ba­ción, pero por lo gene­ral no decía nada y solo se lamen­ta­ba por el des­dén de alguien que com­par­tía la tri­bu­na.
Por aque­llos años la for­ma­ción era: “Pico” Sali­nas, “Dani” Garay, Cabe­zón” Mag­gio, “Indio” Vega, Ser­gio Cas­ti­llo, “Para­gua” Guash, Hugo Cas­ti­llo, “Pela­do” Bal­bue­na, “Rulo” Sán­chez, Lafat­ta y “Juan­ci­to” Peral­ta. Esos once tenían el paque­te de yer­ba Gua­ra­ní en sus manos, y has­ta tuvo fotos con ellos.
Tam­bién cono­cía a la mayo­ría de los que esta­ban en la tri­bu­na. Eran veci­nos del barrio o hin­chas con los que se encon­tra­ban los domin­gos. No le daba mie­do, ni inquie­ta­ba la pre­sen­cia de los “barras”, por­que más que “bra­vos” eran ami­gos de los fines de sema­na que habla­ban fuer­te, con­ta­ban chis­tes y can­ta­ban sin mirar el par­ti­do. A veces, el paque­te de Gua­ra­ní caía en manos de ellos y él los envi­dia­ba por­que des­pués no los veía hacer un tere­ré o un mate. Se sen­ta­ban en la esqui­na el típi­co enva­se oscu­ro y hacían una litúr­gi­ca con­me­mo­ra­ción inde­pen­dien­te­men­te del resul­ta­do.
Siem­pre pre­gun­ta­ba a algún vie­jo hin­cha si era cier­to que una vez, uno de los envol­to­rios de oro ver­de per­di­do en el cam­po de jue­go des­vió un tiro en con­tra de la valla fran­jea­da que tenía como des­tino final la red. Era un mito, nadie lo pudo con­fir­mar aun­que para él era una his­to­ria real.
Todo lo que ocu­rría en ese esta­dio era su razón de ser, su infan­cia siem­pre pasó por ahí, por la infi­ni­dad de his­to­rias coti­dia­nas que siem­pre iba acom­pa­ña­do de un tere­ré con sus ami­gos. Pero con el paso del tiem­po su infan­cia dejó de ser tál y empe­zó a hacer­se más pre­gun­tas que vivir desin­te­re­sa­da­men­te como un ser hedo­nis­ta depen­dien­te de su pasíon.
Una fami­lia nume­ro­sa había con­se­gui­do habi­tar en el sitio que lo hacía feliz, bajo las tri­bu­nas. Pero dejó de envi­diar­los, empe­zó a cono­cer cómo vivían y esto empe­zó a sonar inter­na­men­te como el cie­rre de una infan­cia des­me­di­da. Fue un click.
Esa curio­si­dad que sen­tía por esa fami­lia y su ruti­na, empe­zó a ser una peque­ña lucha de cues­tio­na­mien­tos a quie­nes lo rodea­ban: su fami­lia y ami­gos. Ya no eran los cus­to­dios del esta­dio que vivían deba­jo de una de las tri­bu­nas, eran per­so­nas que no tenían otro lugar don­de habi­tar. Esto lo lle­nó de cul­pas por pen­sar que algu­nas vez que eran unos pri­vi­le­gia­dos sólo por el hecho de estar siem­pre cer­ca de los juga­do­res.
Pasa­ron los domin­gos de can­cha y esos gla­dia­do­res, defen­so­res de esa cami­se­ta que ama­ba tan­to habían deja­do de ser tales. Habían muta­do a ser juga­do­res de fút­bol que tra­ba­ja­ban de juga­do­res de fút­bol, y des­pués de una cam­pa­ña ves­ti­rían otros colo­res si la ofer­ta era mejor. Sus ami­gos que vivían deba­jo de las tri­bu­nas habían sido des­alo­ja­dos. Con los chi­cos del barrio deja­ron de ser unos inge­nuos apa­sio­na­dos a ser exi­gen­tes hin­chas cali­fi­ca­dos que pre­ten­dían sacar o traer téc­ni­cos y juga­do­res que se aco­mo­den a su visión fut­bo­lís­ti­ca.
Su vie­jo y abue­lo se fue­ron a la pla­tea. Su abue­lo aho­ra es socio vita­li­cio y su vie­jo diri­gen­te del club. Los colo­res de la cami­se­ta, ya no son sólo rojo y blan­co, tam­bién usan negra, azul, gris y en algún momen­to has­ta una rosa­da. La fran­ja del escu­do pasó de izquier­da a dere­cha a dere­cha a izquier­da. Los hin­chas ya no eran los mis­mos.
Cam­bia­ron de spon­sor varias veces. El 92 había que­da­do muy lejos, no hubo más yer­ba mate Gua­ra­ní pin­ta­das en las pare­des de la can­cha como spon­sor, mucho menos la publi­ci­dad que cor­ta­ba la fran­ja de la casa­ca. De todos modos, enten­día que ese sue­ño de aga­rrar con sus manos lo que venía den­tro del cam­po de jue­go y de las manos de los juga­do­res no era más que una estra­te­gia de ven­ta y mar­ke­ting de una empre­sa millo­na­ria. De hecho, no podía enten­der que el due­ño de esa millo­na­ria yer­ba­te­ra uti­li­zó a su niñez para que vaya a com­prar su pro­duc­to al super­mer­ca­do. Ilu­sa­men­te, siem­pre lo aso­ció con el equi­po, con la pasión que unía a su fami­lia y a tan­tas otras, pero esto no era más que las reglas del jue­go comer­cial.
Enten­dió, que detrás del naif tro­feo, habían per­so­nas que tra­ba­ja­ban dema­sia­das horas para eso. Que su tra­ba­jo es mal pago y cono­ció las con­di­cio­nes deplo­ra­bles en las que viven. Des­cu­brió, ade­más, que en la cade­na de pro­duc­ción hay enor­mes des­igual­da­des, tál como el mun­do en el que habi­ta­mos.
Nun­ca dejo de ir a la can­cha, pero nun­ca más fue el mis­mo niño que soña­ba con ese paque­te de yer­ba mate Gua­ra­ní.
Aun­que hace poco vol­vió a ese año 92 cuan­do, den­tro de un nego­cio lo vió a “Dani” Garay, aquel que lo había ilu­sio­na­do con su lan­za­mien­to del bul­to que se trans­for­mó en llu­via de yer­ba, y lle­va­ba con­si­go la mar­ca de siem­pre en sus manos. Lo salu­dó y habla­ron de su equi­po. Dani ya no tenía la cabe­lle­ra noven­to­sa que lle­ga­ba casi has­ta la mitad de la espal­da, Dani esta­ba cla­vo, pero seguía sien­do un apa­sio­na­do, tál como él lo cono­cía de su infan­cia. Había baja­do a la tie­rra o él se había subi­do a su mun­do, por eso man­tu­vie­ron una peque­ña char­la. Se indig­na­ron por el pre­cio de la yer­ba, com­par­tie­ron visio­nes del pre­sen­te de su club y que­da­ron en tomar un tere­ré para recor­dar vie­jos par­ti­dos, plan­te­les y algu­nas expe­rien­cias en las tri­bu­nas.
Des­de ese momen­to supo que iba a vol­ver a su infan­cia, y emo­cio­na­do por la situa­ción, salió del mer­ca­do, cami­nó recor­dan­do todo lo que iba a reme­mo­rar a quien ido­la­tró duran­te tan­to tiem­po, o poten­cial ami­go y no pudo evi­tar hacer­se un tere con la yer­ba mate Gua­ra­ní antes de sen­tar­se fren­te a su compu­tado­ra para con­tar­les este rela­to.