Esta es la historia de cómo una simple travesura infantil puede cambiar la forma de celebrar la Navidad.
Leo es el mayor de tres hermanos de una familia de clase media de Leandro N. Alem, viven en un barrio del Iprodha.
Se distingue de sus hermanos no sólo por el color de sus ojos sino por su inquieto y travieso espíritu. Leo siempre tiene a mano un chiste, una broma, una ocurrencia. Con sus diez años divierte a todos, pero nunca se le escucha una grosería, una burla o algo que pueda lastimar a otro.
Sus padres, Horacio y Mabel, en cierta manera lo consienten en sus ocurrencias, porque no solo el color de ojos lo hace diferente de sus hermanos, sino que Leo, en realidad actúa como un niñito de cinco años. Nació prematuro y algunas complicaciones provocaron en él ese pequeño retraso madurativo.
Leo juega al fútbol, siempre de arquero, es muy buen alumno en la Escuela a la que concurre y todos lo queremos, justamente por esa habilidad de saber sacar una sonrisa. Ese precioso don que muchos no lo tienen y otros nos hemos olvidado de cómo hacerlo.
Cada Navidad, Horacio, su papá que es chofer del camión recolector de residuos de la Municipalidad y su mamá, Mabel, que trabaja en el Hospital Samic, compran por adelantado los regalos para los tres hermanos, para la Abuela Cirila, para la tía Sofía –la que no se casó para cuidar a la Abuela Cirila- , para el tío Osvaldo que vive en el fondo de la casa de Leo –y tampoco se casó‑, para los tres niños, para Doña Delia, que es la señora que se ocupa de las tareas de la casa desde que Leo nació y que cocina riquísimo porque aprendió las recetas de la Abuela Cirila y por supuesto dos regalos para ellos.
Una vez comprados los regalos, los guardan muy bien en distintas partes de la casa y los paquetes cerraditos no dejan ver de qué se trata el regalo ni tampoco tienen nombre. Ellos son muy hábiles, porque después sutilmente sugieren a los niñitos que escriban las cartitas a Papá Noel pidiendo “ese” regalo que en realidad ya está comprado hace rato. Esa hermosa y fantástica complicidad para conservar intacta la imaginación e inocencia de los niños.
Finalmente, días antes de Navidad los paquetes van “apareciendo” debajo del árbol, uno a uno y sin nombre. La consigna familiar es “No se tocan los regalos, porque si lo hacen muere el espíritu navideño”. A regañadientes los niños –y los no tan niños- cumplen con el mandato.
La noche del 23 de diciembre del año pasado, antes de Nochebuena Horacio y Mabel, sigilosamente colocaron los nombres de los destinatarios de los regalos con hermosos carteles coloridos con corazones y estrellitas. Así, al empezar el 24, los regalos ya estarían identificados.
Al otro día, Horacio y Mabel salieron juntos bien temprano a comprar algunas cositas que faltaban para la cena de Nochebuena, sobre todo porque ambos habían cobrado el aguinaldo y había un poquito de margen para gastos extras y pequeños gustitos.
Leo se levantó, vio que estaba solo en la casa y al ver todos los regalos se le ocurrió cambiar los cartelitos con los nombres. De hecho nadie se dio cuenta de su travesura.
Esa Nochebuena, después de las doce, después de los besos, los abrazos y el brindis, la travesura de Leo tuvo un efecto sensacional.
La primera en sorprenderse fue la Abuela Cirila, cuando abrió su paquete se encontró con un par de patines! Se imaginan a la Abuela con 76 años andando en patines por la Avenida Belgrano? Yo tampoco. Me da risa de solo pensarlo. Bueno, a ella no le causó mucha gracia.
El tío Osvaldo recibió un hermoso camisón rosa! La tía Sofía que solo borda y teje, recibió una caja con herramientas. Doña Delia, un hermoso par de calzoncillos de Boca. Lupe, la más pequeñita, abrió su caja y se encontró con un auto que se transforma en robot. Thiago, de 8 años, fue beneficiado con un juego de tacitas de té color rosa y Mabel recibió una ojotas naranjas número 42 cuando ella calza 37 !!!!
A esta altura de los acontecimientos Leo ya estaba soltando carcajadas. Muerto de la risa. Y ahí, creo que todos se dieron cuenta de su travesura navideña. Y como Leo, es el rey de las bromas y las sonrisas, todo concluyó felizmente cuando se produjo el intercambio de regalos.
Esa Navidad, les aseguro que en la casa de Leo, hubo más besos, hubo más abrazos y hubo más sonrisas. Definitivamente el Espíritu Navideño, estaba intacto.
Y de eso se trata la Navidad, de sonreir juntos, de compartir y celebrar en familia, de sentirse entendido y amado, como Leo. No importa el regalo que nos toque recibir. Lo que importa es lo que cada uno pone en su corazón ese día… y todos los días.
En estos tiempos, donde hay mucha gente chinchuda y cara larga, disconformes con todo, hacen faltan más personas que sean como Leo, que con su inocencia nos hagan reir.
Nadie es tan valioso como aquel que logra hacernos esbozar una sonrisa. Es por eso, que cada día, trato de que alguien, en algún lugar, se ría de alguna ocurrencia mía.
¡FELIZ NAVIDAD!
_______
Cuento de Isita Silveira de Andrade, Mención Especial en el Certamen de Cuentos de Navidad, Leandro N. Alem, 2016