La Navidad inolvidable de Mingo y sus hermanitos

0
88

Que­ma el sol posa­de­ño las de por sí rese­cas briz­nas de gra­mi­lla de las vere­das del barrio; la tie­rra, ávi­da de llu­via, no se con­for­ma con el sudor de las plan­tas de los pies de los guri­ses que en tro­pel y figu­ran­do mito­ló­gi­cos duen­des de la sies­ta, andan las calles en este sin­gu­lar domin­go, en vís­pe­ras de Noche­bue­na.
Min­go, 9 “para 10” años, mien­tras mamá cuel­ga su ropa recién lava­da en la soga del fon­do del bal­dío don­de tie­ne su ran­chi­to, mitad cos­ta­ne­ros, mitad refu­go, car­tón y paja, reúne a los her­ma­ni­tos en silen­cio.
Son cua­tro con él, Chino (8), Abel (7) y Nico (5), y salen a la vere­da uni­for­ma­dos con vaque­ros añe­jos cor­ta­dos como “cho­res”, reme­ras color vaya a saber cuál y zapa­ti­llas (nue­vas, sin estre­nar).
Orgu­llo­sos de su cal­za­do fla­man­te los inte­gran­tes de este bata­llón de maris­ca­do­res de chi­cha­rras y ape­reás, hace vis­ta dere­cha al Nor­te y empren­de mar­cha rau­da y entu­sias­ta hacia el bal­nea­rio de El Bre­te, aquel del gran ombú a la entra­da, mis­mo jus­to don­de la calle Lava­lle se aden­tra­ba en el gran Para­ná. Min­go lle­va una idea mara­vi­llo­sa de su crea­ción que le per­mi­ti­rá el regre­so ape­nas cai­ga el sol, en el colec­ti­vo de la Men­sa­je­ra, línea 1, has­ta el Mon­te Mori­tán, a un par de cua­dras de su vivien­da.
La idea ha sur­gi­do basa­da en una car­ti­ta de su mamá para doña Anto­nia, su coma­dre, pidién­do­le que le “man­de con Min­go 20 pesos que maña­na le devuel­ve” cuan­do el mari­do le trai­ga pla­ta de las chan­gas.
El pape­li­to que­dó en el piso des­de hace varios días. El pedi­do y el “maña­na le devuel­ve” pasa­ron mon­ta­dos en el olvi­do de la madre, pero la minús­cu­la car­ta fue en algún momen­to al bol­si­llo de Min­go.
Has­ta Nico, el más chi­qui­to, aplau­de esa genia­li­dad. Doña Anto­nia segu­ro les va a decir. “Tomá mijo, lle­va­le pué a mi coma­dre”. Y así fue. “Gra­cias seño­ra … su ben­di­ción”, pide el infan­til “crea­ti­vo” de la tra­ve­su­ra.
Más que feliz la ban­da­da lle­ga al bar El Ombú, el cual debe su nom­bre a que se halla allí esa plan­ta que dicen es ori­gi­na­ria de La Pam­pa y de las que hay muy pocas en Posa­das.
Se tien­tan con el pool o el mete­gol, pero son muy chi­cos y no les per­mi­tan jugar. Enton­ces baten las alas hacia la pla­ya, se sacan las zapa­ti­llas y las reme­ras, meten el dine­ro en el cal­za­do para no per­der­lo en el agua y dejan­do todo sobre el muri­to del bal­nea­rio sal­tan al agua.
El Para­ná baña su niñez y Nico le agra­de­ce con algu­nas lágri­mas. Está can­sa­do de la cami­na­ta y el agua le ha dado sue­ño. Min­go jun­ta sus sol­da­di­tos y salen del río. A medi­da que se acer­can a la baran­da del bal­nea­rio, Nico llo­ra más fuer­te. Como si pre­sin­tie­ra algo. Y algo pasó. Las zapa­ti­llas y las reme­ras no esta­ban. Sólo Min­go no llo­ra aho­ra. Pero mas­ti­ca una gran bron­ca pues jun­to al cal­za­do de los cua­tro se han ido los vein­te pesos.
Habrá que vol­ver en colec­ti­vo pues ya se hace oscu­ro, pero “no hay la pla­ta”. Si de algo se pue­de jac­tar el mayor es de ser muy rápi­do para salir del paso en la difi­cul­tad. Como arreán­do­los lle­va a los cua­tro a la para­da del ómni­bus. Cuan­do se amon­to­na gen­te para subir, en espe­cial matri­mo­nios con varios chi­cos, se “colan” pasan­do al fon­do del bus. Se dur­mie­ron ago­bia­dos por el efec­to del agua, la rabia del robo, el pen­sar en vol­ver des­cal­zos y sin reme­ras y cuan­do sin­tie­ron que el vehícu­lo para­ba ya esta­ban en la puer­ta del hos­pi­tal, muy lejos de su real des­tino, muy lejos.
El con­duc­tor “ni ahí que los lle­ve de vuel­ta, mitaís atre­vi­dos”, les dijo. La deses­pe­ra­ción se mani­fes­tó en el llan­to de los más chi­cos; “vamos a sen­tar­nos a pen­sar” dijo Min­go.
De un carri­to tira­do por un caba­llo bajó una seño­ra – doña Antonia‑, que lla­mó a Min­go. “Los alcan­cé ‑le dijo -, acá están sus zapa­ti­llas. Y los 20 pesos. Y las reme­ras”.
“Ben­de­ci­da ancia­na — pen­sa­ba Min­go -, mien­tras los her­ma­ni­tos abrían sus ojos asom­bra­dos de tan­ta feli­ci­dad e iban subien­do al carro. Sen­ta­da al pes­can­te, doña Anto­nia empu­ñó las rien­das expli­can­do, “jus­to fui a lle­var leche a El Ombú y los vi yen­do al agua. Qui­se dar­les una sor­pre­sa, pero se subie­ron al colec­ti­vo y creí que los per­día”.
Al lle­gar a la casa Min­go pre­gun­tó por la misi­va y la pla­ta, “Deci­le a tu mamá que eso les trai­go maña­na”, res­pon­dió la seño­ra.
“Doña Anto­nia fue nues­tro Papá Noel”, sue­len decir los her­ma­nos recor­dan­do que ade­más de los 20 pesos y la car­ti­ta doña Anto­nia ‑que tam­bién los sal­vó de la paliza‑, les tra­jo al otro día pan dul­ce hecho por ella, leche fres­ca, san­día, cho­clos, y has­ta un pollo que fue la cena de Navi­dad.
Ya de gran­de, el mucha­cho recuer­da el caso y afir­ma al ter­mi­nar el rela­to, “nun­ca creí que a mis nue­ve años iba a vivir un momen­to así y no reci­bí jamás un rega­lo que igua­la­ra al que tra­jo apa­re­ja­do esa aven­tu­ra”, y no se refe­ría a la comi­da sino al her­mo­so ges­to de doña Anto­nia.

Artículo anteriorTravesura navideña
Artículo siguienteRamón Ayala y Los Animalitos: Un encuentro de sombreros
Esteban Abad es un escritor que cultiva el género narrativa, relatos y cuentos en los cuales fluye su vena poética. Ejerce el periodismo en el Diario Primera Edición de Posadas y actualmente realiza presentaciones de libros en el marco de una gira literaria denominada “Identidad misionera en las letras”. Ha publicado cinco libros, el más reciente - de cuentos -, se titula “El amor de la Palmera y el Horquetero” y representó a Misiones en la 41 Feria Internacional de Buenos Aires “El libro del autor al lector”. Santafesino de nacimiento vive en Posadas con su familia desde hace casi 40 años.