Quema el sol posadeño las de por sí resecas briznas de gramilla de las veredas del barrio; la tierra, ávida de lluvia, no se conforma con el sudor de las plantas de los pies de los gurises que en tropel y figurando mitológicos duendes de la siesta, andan las calles en este singular domingo, en vísperas de Nochebuena.
Mingo, 9 “para 10” años, mientras mamá cuelga su ropa recién lavada en la soga del fondo del baldío donde tiene su ranchito, mitad costaneros, mitad refugo, cartón y paja, reúne a los hermanitos en silencio.
Son cuatro con él, Chino (8), Abel (7) y Nico (5), y salen a la vereda uniformados con vaqueros añejos cortados como “chores”, remeras color vaya a saber cuál y zapatillas (nuevas, sin estrenar).
Orgullosos de su calzado flamante los integrantes de este batallón de mariscadores de chicharras y apereás, hace vista derecha al Norte y emprende marcha rauda y entusiasta hacia el balneario de El Brete, aquel del gran ombú a la entrada, mismo justo donde la calle Lavalle se adentraba en el gran Paraná. Mingo lleva una idea maravillosa de su creación que le permitirá el regreso apenas caiga el sol, en el colectivo de la Mensajera, línea 1, hasta el Monte Moritán, a un par de cuadras de su vivienda.
La idea ha surgido basada en una cartita de su mamá para doña Antonia, su comadre, pidiéndole que le “mande con Mingo 20 pesos que mañana le devuelve” cuando el marido le traiga plata de las changas.
El papelito quedó en el piso desde hace varios días. El pedido y el “mañana le devuelve” pasaron montados en el olvido de la madre, pero la minúscula carta fue en algún momento al bolsillo de Mingo.
Hasta Nico, el más chiquito, aplaude esa genialidad. Doña Antonia seguro les va a decir. “Tomá mijo, llevale pué a mi comadre”. Y así fue. “Gracias señora … su bendición”, pide el infantil “creativo” de la travesura.
Más que feliz la bandada llega al bar El Ombú, el cual debe su nombre a que se halla allí esa planta que dicen es originaria de La Pampa y de las que hay muy pocas en Posadas.
Se tientan con el pool o el metegol, pero son muy chicos y no les permitan jugar. Entonces baten las alas hacia la playa, se sacan las zapatillas y las remeras, meten el dinero en el calzado para no perderlo en el agua y dejando todo sobre el murito del balneario saltan al agua.
El Paraná baña su niñez y Nico le agradece con algunas lágrimas. Está cansado de la caminata y el agua le ha dado sueño. Mingo junta sus soldaditos y salen del río. A medida que se acercan a la baranda del balneario, Nico llora más fuerte. Como si presintiera algo. Y algo pasó. Las zapatillas y las remeras no estaban. Sólo Mingo no llora ahora. Pero mastica una gran bronca pues junto al calzado de los cuatro se han ido los veinte pesos.
Habrá que volver en colectivo pues ya se hace oscuro, pero “no hay la plata”. Si de algo se puede jactar el mayor es de ser muy rápido para salir del paso en la dificultad. Como arreándolos lleva a los cuatro a la parada del ómnibus. Cuando se amontona gente para subir, en especial matrimonios con varios chicos, se “colan” pasando al fondo del bus. Se durmieron agobiados por el efecto del agua, la rabia del robo, el pensar en volver descalzos y sin remeras y cuando sintieron que el vehículo paraba ya estaban en la puerta del hospital, muy lejos de su real destino, muy lejos.
El conductor “ni ahí que los lleve de vuelta, mitaís atrevidos”, les dijo. La desesperación se manifestó en el llanto de los más chicos; “vamos a sentarnos a pensar” dijo Mingo.
De un carrito tirado por un caballo bajó una señora – doña Antonia‑, que llamó a Mingo. “Los alcancé ‑le dijo -, acá están sus zapatillas. Y los 20 pesos. Y las remeras”.
“Bendecida anciana — pensaba Mingo -, mientras los hermanitos abrían sus ojos asombrados de tanta felicidad e iban subiendo al carro. Sentada al pescante, doña Antonia empuñó las riendas explicando, “justo fui a llevar leche a El Ombú y los vi yendo al agua. Quise darles una sorpresa, pero se subieron al colectivo y creí que los perdía”.
Al llegar a la casa Mingo preguntó por la misiva y la plata, “Decile a tu mamá que eso les traigo mañana”, respondió la señora.
“Doña Antonia fue nuestro Papá Noel”, suelen decir los hermanos recordando que además de los 20 pesos y la cartita doña Antonia ‑que también los salvó de la paliza‑, les trajo al otro día pan dulce hecho por ella, leche fresca, sandía, choclos, y hasta un pollo que fue la cena de Navidad.
Ya de grande, el muchacho recuerda el caso y afirma al terminar el relato, “nunca creí que a mis nueve años iba a vivir un momento así y no recibí jamás un regalo que igualara al que trajo aparejado esa aventura”, y no se refería a la comida sino al hermoso gesto de doña Antonia.