Aguardentosa es la soledad. Además es fuerte, agria, áspera por momentos. Pero yo no hago caso. La disfruto como puedo. Si me da oportunidad, incluso la mastico muy despacio, la saboreo. Prefiero su sombra como una figura omnipresente, antes que esconderla bajo la alfombra de los días.
Voy y me siento en un bar céntrico, sobre la ventana. Miro a la gente caminar para un lado y para el otro. Observo a los automóviles que avanzan por espasmos por causa de los semáforos. Adónde irán tan apurados los hombres. Me dan lástima. No están más acompañados que yo. El problema de ellos, creo, es la ignorancia supina de su orfandad. ¿La saben? ¿La sospechan? No sé, pero seguro escamotean su demoledora traza amarga. Tendría más misericordia con ellos si no los odiara tanto. Mi desprecio reside en que han construido con el desamparo existencial moderno, una religión enloquecida. Y eso es una deshonestidad mayúscula. El rito cotidiano consiste en llenar la fatuidad que los tiene agarrotados en pequeñas cápsulas de mentira. Esa impudicia me fastidia. El ser humano urbano es un cobarde impresentable. Hace ruido para no escucharse el silencio mortal que lo envicia y enferma.
Mientras miro el espectáculo pido una cerveza. El mozo que se arrima a la mesa tiene cara de jugador de póker. Ninguna expresión. Cero sentimiento. Una cerveza, digo. Él no contesta, se da vueltas y va a buscar lo solicitado. Al cabo de unos minutos vuelve. Mudo, apoya la botella, el vaso, y deja un platito de maníes. Y un ticket. Me sirve un poco de la bebida, no habla, no espera agradecimiento, nada. Sus gestos, símbolos de los que realiza toda la especie sapiens, son calcados, repetidos. Un robot no lo haría mejor. Se aleja, nuevamente. Se acerca a otro lugar donde un hombre paga la consumición. Hay otras mesas salteadas, ocupadas. Un viejo lee el diario del establecimiento. Hay crisis económica en el país. Un ministro importante renunció, pero el señor, al dar vuelta la página, muestra que estaba leyendo la sección del turf. En otro sitio, arrinconados, dos jóvenes con sendas tazas vacías, chatean cada uno con sus telefonitos. Están juntos o, digamos, unidos por el bar, pero bien podrían estar separados por un océano, o por un continente, por Asia, por ejemplo. No los dista una tabla de madera, ni el café intermedio que ha servido de pretexto, están retraídos por la tecnología cuya virtud, en este caso, ha sido utilizada para el aislamiento. Tomo un sorbo.
Me sirvo la mitad del vaso, espero un instante que baje la espuma y vuelvo a tomar. La verdad tomo sin ganas. Y giro la cabeza hacia la calle. Afuera sigue el baile. Debe ser la hora, pienso, porque parece haber más gente entrecruzándose, sin que se produzca una tangente, un punto de calor, una mísera adyacencia de amor. Quizás salen de las oficinas y comercios. Algunos empleados van de a pares. Algunos hablan. Yo no puedo escuchar, pero adivino: son monólogos, apagados gritos en el bochinche de la calle, como un enorme enjambre, más allá de la vidriera con el nombre invertido del bar. Van sucios, seguramente transpiradas sus axilas y pliegues. Cansados, rutinarios, anónimos, olvidables. Se desplazan rápido. Tomarán un colectivo, un subte, un taxi. Buscarán su móvil en un cochera y saldrán veloces; en un auto, un viajero. Porque cada mecánica, que posee miles de piezas, cables, consolas, sistemas de alimentación electrónica, caucho, plástico, aluminio, pero lleva solo un individuo. Son muñecos, marionetas que no divisan el hilo. La sociedad los quiere separados para que no recapaciten ni protesten. Desesperados por llegar a su departamento. Hartos de papeles, pero no de pantallas, porque no bien ingresan en sus domicilios, yo los imagino, encienden el televisor, activan el Wi Fi y absorben lo que otros quieren que ellos sean. Androides de carne y hueso que abandonaron los sueños, el delirio mágico de la vida, la poesía del dolor de haber nacido, la búsqueda de la palabra para definir la pequeñez humana, o sea para iluminarla, es decir, para –asumiéndola- entenderla. Habitan, sin embargo, la risa falsa y residen la soledad en pareja o con hijos; que también han pasado solos la jornada entera.
¿Quién está más desierto? Yo comparo, porque mi soledad es consciente, al revés de los estúpidos que no saben, ni palpan, su naufragio. A mi no me espera nadie. No me da conversación nadie. Ni se me queja nadie. Vivo solo a pocas cuadras del bar donde ahora bebo otro trago de cerveza. Pienso que en la “balanza comercial” del espíritu exportamos poca alegría, e importamos demasiada tristeza. Ese “déficit” vital es uno de los perfiles de la soledad. Cuánto de culpa calza cada uno, y cuánto es debido a la cultura atroz en que nadamos tratando de sacar afuera la cabeza.
Me voy quedando sin bebida. Sigo observando el espectáculo exterior.
Al cabo de una hora, o menos, las personas que circulan son de otra calaña. Ya no se ven tantas camisas blancas ni uniformes. Los que deambulan ahora son de menor edad y se les alumbra la cara por el celular encendido, al cual le hablan a pocos centímetros. Semejan maniquíes que huyeron de vidrieras, sin saber su destino. De muchos cuelgan cables de sus bolsillos o de sus orejas. Viven porque el aire es gratis y el corazón tiene automatismo. No se dan cuenta que para caminar doblan las rodillas, los brazos se balancean armoniosamente, el cuerpo se desplaza hacia delante y los pies reciben el peso de manera alternada. O que comer, por ejemplo, no es trozar un alimento, ponérselo en la boca, masticar y deglutir, y que el bolo vaya pasando las oscuras instancias del tubo intestinal, como si fuera un embuche que hay que practicar cada ocho horas.
Cuando me parece que hay que irse, irse, salir a cualquier lado pero fugarse a otra sección de la ciudad, se produce un accidente en la esquina: un autobús pasa en amarillo-rojo y choca a un caminante. Yo lo vi perfectamente: el colectivero, en vez de frenar, aceleró y se llevó puesto a una persona en medio de la senda peatonal, a un metro del cordón de la vereda. Gran alboroto, se junta gente, se escucha una sirena cada vez más fuerte. No lo veo al accidentado rodeado de curiosos. Estará herido o muerto.
Continúo sentado en la mesita. No puedo pagar la cuenta, el mozo, incluso los parroquianos, han salido a mirar.