Por la época en que Edgar Allan Poe comenzaba a publicar sus cuentos en los Estados Unidos, y en Argentina se establecía, en torno a la librería de Marcos Sastre, un grupo que podríamos designar como la Generación del 37 (Esteban Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mármol y otros), en Gran Bretaña se creaba (1838) el primer estereoscopio (Charles Wheatstone) que consistía en un aparatito que tenía imágenes estáticas, a las que había que mirar con unos anteojos especiales.
La ilusión de pozo de una lámina era producida por dos representaciones de la misma, ligeramente cambiadas, que ingresan a los ojos de modo simultáneo y que el cerebro, digamos, que las mezclaba, las unificaba. Los ojos realizan este fenómeno de manera natural, hay que aclararlo. El artificio de aquel entonces era que usaba cuatro pequeños espejos para transformar un retrato de 2‑D en tridimensional.
Si escarbamos un poco en la historia notamos que ya artistas de la Baja Edad Media, como Giotto, comenzaron a pintar creando sensación espacial. Luego, Fra Angelico y Masaccio, en la primera parte del 1400, van perfeccionando la técnica, para superar la perspectiva jerárquica o teológica de las obras donde se colocaba a íconos de la iglesia agrandados en primer plano, y a los actores complementarios más pequeños, porque eran secundarios, en los lugares posteriores. Fueron Brunelleschi, con sus esquemas y bocetos y, en la plástica, Piero della Francesca, en el Quattrocento (siglo XV) los que inventaron la perspectiva cónica, o sea el punto de fuga, que simula oquedad y efectos de reducción. Es decir, desarrollaron la ilusión óptica de hondura en una superficie chata. Los objetos lejanos aparecían proporcionalmente más diminutos, y eran pintados más tenues y difusos, con menor contraste.
Como observamos la creación del mundo virtual visual no es reciente. Lo que es nuevo es la perfección de la vieja idea usando sistemas o formatos digitales.
En este punto, quiero precisar algunas nociones.
Está bien decir “reunión virtual” cuando nos juntamos, a través de las computadoras, por Skype. La expresión “tienda virtual” también está bien. Hay programas para jugar, incluso con estímulos visuales, auditivos y táctiles que conforman una realidad virtual (porque no existen, son una artimaña). Lo mismo son virtuales los programas de los arquitectos, inmobiliarias o agencias de viaje, cuando nos hacen visitar casas, hoteles, playas, etc., sin movernos de sus estudios u oficinas; o los paseos con Street View. Podemos, asimismo, ser dueños de una mascota virtual, tener sexo virtual, y hasta ingresar a una biblioteca virtual.
Ahora, si uno consigue un libro en algún sitio web (lo “baja” y lo lee), eso no es virtual. Tampoco es virtual la amistad por medio de una computadora o celular. Los amigos de FB son reales, aunque estén lejos y no cumplan los requisitos clásicos de aprecio, compañerismo y conocimiento mutuo. Las horas que pasamos frente a la pantalla tampoco son virtuales, ni las comunicaciones, los E‑mail, por ejemplo. Es decir, que no todo lo digital es virtual. Un fenómeno puede ser electrónico, pero no por eso será virtual.
Pero ¿qué entendemos por virtual?
Las figuras de los pintores del Renacimiento que aparecen chiquitas y perdidas en los cuadros, y las baldosas de sus pinturas que se van empequeñeciendo cuanto más “atrás” están, no son reales, fueron dibujadas así para crear fantasía de profundidad.
Cuando nos sentamos frente a una consola, o nos colocamos esas gafas enormes, un Skyway o una Playstation VR que traen audio, o los cascos, guantes y sillones ultramodernos de realidad virtual, vemos y sentimos, casi, lo mismo. Porque el concepto está en el mismo camino, aunque varíe la tecnología. Juzgamos que lo aparente parece concreto, físico. Poseemos la sensación de estar inmersos en un mundo diferente. Quizás podríamos sintetizar que lo virtual se opone a lo real, a lo efectivo, a lo verdadero y práctico. Virtual vendría a ser lo ilusorio o fantástico.
Con estos mismos términos podemos aproximarnos a lo que es literatura. Porque, qué hace un cuento o una novela, sino relatar un mundo ficcional. Por lo tanto podemos decir que lo virtual no es una experiencia para gozar o sufrir, solamente, en una película de 3‑D en el Centro del Conocimiento o donde fuere, sino –además- en un libro.
Hay un personaje de Cortázar que ingresa en una galería de Buenos Aires en una época determinada y sale del edificio por la otra punta en París, y en otro tiempo. O sea, Cortázar creó una transportación imaginada. Al embargarnos con su prosa, los lectores nos prestamos al vislumbre apócrifo del autor.
Pero ¿qué hace la virtualidad (digital)? La virtualidad establece una nueva relación entre la abscisa del tiempo y la ordenada del espacio, superando las barreras de la cronología y configurando un nuevo territorio. Igual que la literatura. Igual que la literatura, también, elimina la frontera existente entre realidad e irrealidad. Bueno, más que eliminar los límites, los difumina. Quizás el deseable requisito (pero no imprescindible) en los libros, sea la verosimilitud. Pero no es obligatorio.
Porque si vamos a enfrentarnos a las coordenadas cartesianas de la calaña del tiempo y el espacio, que forman un solo y terrible enemigo, tendremos que solicitar ayuda; algo más que cascos HMD, joystick Xbox 360 y monitores de retina. Necesitaremos de algo más complejo y bello que nos permita transmutar lo salvaje (una de las caras de nuestro Jano) en un sentido dulce y tierno, solidario, trascendente. Vamos a necesitar, quiero decir, de una especie de religión. La literatura podría considerarse como una religión, cuyos dioses sean la libertad y el amor. Religión que inaugure una esperanza, genere la posibilidad de otra existencia (incluso simultánea a esta), o nos dé chances de descubrir –páginas mediante- la propia identidad.
Y cuya liturgia sea la lectura y la escritura.
Entonces no habría salvación posible sin el credo literario. Ese que nos introduce y nos rescata de doloridas realidades de carne y hueso, y de fantasmales virtualidades etéreas o ideales. Todas entreveradas por arte y parte de la magia de las palabras.
Tomada así la fe, en los libros online o de papel, exigiría a sus feligreses una adoración absoluta. Pero no debiera interesar el sustento, sino el misterio de un evangelio que querrá constituirse, como decía un escritor, en un país sin Estado, en un universo con infinitos centros, soles y galaxias, más allá de Sociedades, Academias, cátedras, críticos, editoriales, premios o reconocimiento de pares expertos, o de legos, adherentes y simpatizantes.
Esa convicción de los fieles (y la observancia de no traicionarse, requisito ineludible para ingresar a la grey) sería la única posibilidad de ser felices.
[Artículo escrito por Alberto Sretter]