Abejas

0
61

Sacó un núme­ro y se dis­pu­so a espe­rar pacien­te­men­te. De acuer­do con la pan­ta­lla indi­ca­do­ra fal­ta­ba un buen rato para que apa­re­cie­ra el suyo. Poco impor­ta­ba. Ésta iba a ser una de las pocas veces en que matar el tiem­po esta­ría jus­ti­fi­ca­do.
En la sala de espe­ra del Ban­co Nación de Puer­to Igua­zú ya no cabía nadie. Las buta­cas total­men­te ocu­pa­das y él así como unas cuan­tas per­so­nas más se ubi­ca­ban para­das como podían, hacién­do­se un lugar entre el gen­tío.
Al cabo de un rato com­ple­tó el estu­dio de todas las caras cir­cun­dan­tes. Una manía que tenía des­de joven le hacía dar a cada ros­tro una pro­fe­sión, una angus­tia o dicha por él inven­ta­da. Así que la lle­ga­da de un per­so­na­je que lucía un gorro con vise­ra, pan­ta­lo­nes anchos a la mane­ra de bom­ba­chas cam­pes­tres y cal­za­do con sen­ci­llas zapa­ti­llas, cap­tó de inme­dia­to su aten­ción.
Como atraí­do por un imán, el recién lle­ga­do se acer­có has­ta don­de esta­ba Julio. Salu­dó afec­tuo­sa­men­te a una seño­ra muy mayor y des­de lejos a un par de cono­ci­dos. Con la natu­ra­li­dad que tie­nen algu­nas per­so­nas para enta­blar diá­lo­gos con des­co­no­ci­dos, al lle­gar a su lado, bus­can­do aco­mo­dar­se entre toda esa aglo­me­ra­ción de gen­te, lo salu­dó con una incli­na­ción de cabe­za para lue­go excla­mar:
-¡Pero qué bar­ba­ri­dad! ¡Ni que fué­ra­mos abe­jas que esta­mos por enjam­brar!
Julio se son­rió pen­san­do ¿será ver­dad que los api­cul­to­res, al igual que las abe­jas nos reco­no­ce­mos por el olfa­to? Como una cla­ra indi­ca­ción al diá­lo­go comen­tó.
‑Peor aún, es como si se hubie­ra caí­do una col­me­na – y, con una son­ri­sa en los labios, miran­do a los ojos a su oca­sio­nal acom­pa­ñan­te agre­gó-Espe­ro que no estén bra­vas. ¿Tra­jo el tra­je de api­cul­tor usted?
-¡Já! ¡No me diga que es api­cul­tor! Mucho gus­to – dijo exten­dien­do una mano fibro­sa y endu­re­ci­da por las tareas rura­les-mi nom­bre es Juan Espó­si­to. Un pla­cer.
‑Julio Legui­za­món, un gus­to Juan- retri­bu­yó pen­san­do que des­de que empe­zó su esta­día, era la pri­me­ra vez que estre­cha­ba la mano de alguien.
El salu­do fue inte­rrum­pi­do por un cla­mor que se exten­dió de inme­dia­to.
-¿Qué ha pasa­do? – pre­gun­tó Julio.
‑Se cayó el sis­te­ma – con­tes­tó Juan.
-¡Qué maca­na! Y qué raro en un ban­co. Es algo poco común, ¿ver­dad?
‑No tan­to ami­go – dijo con fas­ti­dio Juan, para a con­ti­nua­ción pre­gun­tar — ¿Usted no es de acá, no?
‑Sí y no. Soy naci­do en Igua­zú, pero hace más de trein­ta años que no ven­go.
‑Trein­ta años es una vida y mire qué mane­ra de reci­bir­lo tie­ne su pue­blo.
La mayo­ría de la gen­te se dis­pu­so a espe­rar, más aún de lo pre­vis­to, a que el san­to sis­te­ma aco­mo­da­ra por sí solo las compu­tado­ras del ban­co o alguno apre­ta­ra los enig­má­ti­cos boto­nes que lo pusie­ra en mar­cha. Pero igual unos cuan­tos dolien­tes clien­tes, urgi­dos por otros trá­mi­tes comen­za­ron a reti­rar­se, des­con­ges­tio­nan­do la sala.
Como un vere­dic­to inape­la­ble del des­tino, Juan y Julio se sen­ta­ron en un par de sillas veci­nas recién des­ocu­pa­das y con gus­to retor­na­ron la trun­ca char­la.
-¿Dón­de tie­ne las col­me­nas, Julio?
‑No ten­go, aun­que supe tener unas cuan­tas. Hace ya tiem­po, más de diez años atrás. Igual, ese es un amor que no se olvi­da.
‑Eso es ver­dad. Y… ¿qué le pasó? ¿Por qué dejó?
‑Tenía el apia­rio con un socio. Via­jó y me dejó solo. Para col­mo, las des­cui­dé un poco y me las roba­ron.
-¿Se las roba­ron? ¡No me diga! ¿Y dón­de fue eso?
‑En Luján, Pro­vin­cia de Bue­nos Aires.
-¡Qué lás­ti­ma! ¿Y usted se des­en­can­tó y le cos­tó empe­zar de nue­vo, no?
‑Algo así, fue­ron dos años para reci­bir­me de Peri­to api­cul­tor y unos cuan­tos pesos tira­dos a la basu­ra.
-¿Usted es Peri­to api­cul­tor? ¡Já! Mire­mé a mí. Cuan­do empe­cé, yo sólo sabía que las abe­jas, a dife­ren­cia de las vacas, son un poco más chi­cas y vue­lan. De a poco y con muchos tro­pie­zos, me fui hacien­do.
Otra vez un mur­mu­llo que se agi­gan­ta­ba en sono­ri­dad a medi­da que se expan­día les cor­tó la con­ver­sa­ción. El sis­te­ma había vuel­to a ope­rar. Y aún cuan­do no se ter­mi­na­ba de silen­ciar los ecos del pri­me­ro, cre­ció otro más fuer­te toda­vía pues se vol­vió a des­co­nec­tar.
Des­pués de cru­zar­se una mira­da de estu­por entre los oca­sio­na­les ami­gos, la invi­ta­ción de Juan sur­gió de una mane­ra espon­tá­nea, como si supie­ra de ante­mano la acep­ta­ción de la mis­ma.
‑Julio ¿Qué le pare­ce si espe­ra­mos toman­do una cer­ve­za? Digo, ya que el ban­co lo reci­be tan mal al vol­ver a su tie­rra. Si no, va a pen­sar que no lo que­re­mos.
-¡Cómo no! Siem­pre y cuan­do me deje que lo invi­te yo.
‑Vamos a hacer una cosa. Yo pago la pri­me­ra y usted lo hace con la segun­da. Total, acá se ve que hay para un rato lar­go de espe­ra. Y recuer­de siem­pre “a los incon­ve­nien­tes debe­mos con­ver­tir­los en opor­tu­ni­da­des” Así decía mi padre. Lás­ti­ma que a sus dichos, sólo de vie­jo les hago caso.
Salie­ron del ban­co bajan­do con pres­te­za la empi­na­da esca­le­ra de su entra­da, reco­rrie­ron pocos metros por Vic­to­ria Agui­rre has­ta Bon­pland, lue­go por ésta una cua­dra más has­ta lle­gar a la zona de bares y cer­ve­ce­rías que per­ma­ne­cían siem­pre abier­tas a la inago­ta­ble sed de los turis­tas.
Encon­tra­ron una mesa vacía, lejos del bulli­cio de la calle y con­ti­nua­ron con la char­la que cre­cía en inte­rés y cor­dia­li­dad a medi­da que más se cono­cían.
El modo de ser fran­co y des­inhi­bi­do de Juan fue empu­jan­do a las som­bras las reser­vas del carác­ter de Julio.
Sólo al final de la segun­da cer­ve­za vol­vie­ron al ban­co a ver qué pasa­ba.
-¡Já! ¡Te dije! – Excla­mó Juan en un tuteo que el alcohol y la cama­ra­de­ría habían impues­to, al ver mucha gen­te menos que cuan­do se fue­ron – Aho­ra, en un rato nos vamos.
Sobre el filo del medio­día y des­pués de ter­mi­nar sus trá­mi­tes ban­ca­rios, deci­di­dos a cum­plir con lo acor­da­do cer­ve­za de por medio, subie­ron a la camio­ne­ta de Juan para ir a comer a su casa, situa­da en el barrio San Caye­tano que se des­plie­ga sobre las ori­llas para­di­sía­cas del lago Urugua‑í, a unos pocos kiló­me­tros del cen­tro de Igua­zú.
Julio, con ganas de sabo­rear una autén­ti­ca comi­da case­ra ela­bo­ra­da con pro­duc­tos natu­ra­les de la cha­cra y Juan, deseo­so de que un exper­to le die­ra una mira­da a su apia­rio.
Por la tar­de, des­pués de la sies­ta, revi­sa­rían las col­me­nas ya con el jugo­so pago por ade­lan­ta­do de los man­ja­res de Ana, la mujer de Juan, que éste no se can­só de ala­bar en cuan­to a su capa­ci­dad para pre­pa­rar las mejo­res deli­cias gas­tro­nó­mi­cas, tal vez, como un incen­ti­vo para que las ganas que tenía Julio de ver las col­me­nas, no deca­ye­ra.
Juan no min­tió. La comi­da sen­ci­lla, sabro­sa y abun­dan­te, acom­pa­ña­da sobria­men­te por un solo par de cer­ve­zas, con un pos­tre de man­gos recién cor­ta­dos de la plan­ta, hizo que Julio se sin­tie­ra recon­for­ta­do con la vida.
La sobre­me­sa lo encon­tró hablan­do con sol­tu­ra de sus deseos de asen­tar su vida a los cua­ren­ta años, recién cum­pli­dos, en Igua­zú.
Sus recuer­dos de niño, que con­tras­ta­ban con la reali­dad actual de una ciu­dad cam­bia­da por el auge del turis­mo, vol­vie­ron con fuer­za al estar en esa cha­cra, en una casa de ambien­tes gran­des, altos y som­bríos y tam­bién es ese para­je que no lle­ga­ba a ser pue­blo, con la quie­tud de sus calles y el salu­do de todos al cru­zar­se.
Así, su pasa­do de direc­tor de una com­pa­ñía de Bue­nos Aires, tan­to como el infor­tu­nio de la pér­di­da de su espo­sa, que lo dejó en una viu­dez sin hijos y sin espe­ran­za hacía meses atrás, flu­ye­ron de mane­ra espon­tá­nea con­ta­gia­do por el calor de ese hogar.

-Mirá Julio, si lo que bus­cas es paz y tran­qui­li­dad y no tenés pro­ble­mas de pla­ta, es decir, que no es obli­ga­to­rio que tra­ba­jés yá, te con­vie­ne asen­tar­te por acá. Igua­zú se ha con­ver­ti­do en la pesa­di­lla de cual­quier ciu­dad que cre­ce de gol­pe. El trá­fi­co es infer­nal y sólo de vez en cuan­do ves pasar a un cono­ci­do. Cuan­do sos joven te atrae el rui­do, a medi­da que pasan los años, la tran­qui­li­dad. Vos me dejas­te entre­ver que tenés medios eco­nó­mi­cos, enton­ces, com­pra­te una cha­cra. En la zona, hay varias en ven­ta. Pone­mos, si que­rés, un apia­rio a medias. Vos me ense­ñás con las abe­jas y yo te expli­co cómo plan­tar árbo­les. Para el que no tie­ne apu­ro, la made­ra siem­pre será un buen nego­cio. A más, Igua­zú está a un paso. Ya vis­te, en vein­te minu­tos lle­ga­mos.
‑Me gus­ta la idea. Habrá que pen­sar­la. Por aho­ra, sólo me tien­ta la hama­ca que tie­nen exten­di­da en la gale­ría.
-¡Já! Ya te dije. Acá vas a dor­mir como cuan­do eras chi­co. Pone­te cómo­do nomás. Ana todos los días bal­dea la gale­ría con citro­ne­la, para correr al bicha­je, ¿vis­te? Aho­ra vos dirás a qué hora pode­mos ins­pec­cio­nar a las col­me­nas.
— Mejor a la tar­de­ci­ta. Así pode­mos cali­brar si están bien pobla­das.
‑Julio – inter­vino Ana –a mí siem­pre me encan­ta­ron las abe­jas. He vis­to un par de docu­men­ta­les por la tele, pero igual ten­go muchas pre­gun­tas para hacer­le. Como pasó que una vez me pica­ron varias, les ten­go temor y al mis­mo tiem­po, me fas­ci­nan.
‑El mun­do de las abe­jas es abso­lu­ta­men­te fas­ci­nan­te Ana. ¿Sabía usted que la rei­na que es enor­me com­pa­ra­da con sus her­ma­nas, nace de un hue­vo común?
‑Cuén­te­me, Julio.
‑Para criar una rei­na, las abe­jas crean una cel­da espe­cial, mucho más gran­de que las otras y, una vez depo­si­ta­do un hue­vo, dejan el ali­men­to para que crez­ca la lar­va. Ese ali­men­to es la famo­sa jalea real. Al cabo de 15 días, nace la rei­na y su pri­me­ra tarea es matar a la rei­na vie­ja, pues no pue­de haber dos rei­nas en una col­me­na. A los pocos días de nacer, rea­li­za su vue­lo nup­cial. Sale de la col­me­na para que los zán­ga­nos pue­dan copu­lar con ella en vue­lo. Gene­ral­men­te varios lo hacen y cuan­to más lo hagan, más pro­lí­fi­ca se vuel­ve la rei­na. Pien­se que al poco tiem­po, si es épo­ca de cre­ci­mien­to, la rei­na pone tan­tos hue­vos como el equi­va­len­te de su peso en ape­nas un día.
-¿Qué pasa con los zán­ga­nos des­pués? – Pre­gun­tó ávi­da­men­te Ana.
‑Des­pués de copu­lar, mue­ren. Pero sólo son una ínfi­ma mino­ría de los que pue­blan un apia­rio. Duran­te la pri­ma­ve­ra y el verano ellos cir­cu­lan libre­men­te y entran en cual­quier col­me­na a comer, sien­do que nun­ca tra­ba­jan. ¿Ha vis­to que en la entra­da o sea en la pique­ra, hay siem­pre varias abe­jas? Esas son las por­te­ras. Cuan­do va a entrar una abe­ja, en déci­mas de segun­do la hue­len. Si tie­ne el olor que impreg­na la fero­mo­na de la rei­na a todos los habi­tan­tes de esa col­me­na, pasa. Si no, la pelean y la obli­gan a ale­jar­se. Excep­to que la col­me­na esté muy débil por sufrir algu­na enfer­me­dad o por­que tie­nen una rei­na muy vie­ja o inser­vi­ble. Tam­bién pasa algo curio­so con las col­me­nas débi­les, que siem­pre me ha lla­ma­do la aten­ción. Cuan­do las llu­vias son muy fuer­tes y hacen esca­sear el polen o por cual­quier otro moti­vo esca­sea la comi­da, algu­nas abe­jas que, bien vale decir­lo, es un ser tan extra­or­di­na­ria­men­te tra­ba­ja­dor, que ni bien nace, empie­za a lim­piar las cel­das vacías y cuan­do com­pren­de que lle­ga el final de su exis­ten­cia, gene­ral­men­te sale de la col­me­na para morir sola y no dar tra­ba­jo a sus her­ma­nas para sacar­la de la col­me­na, pues bien, ese mis­mo ser, entra a robar miel en esas col­me­nas que, como le dije, están débi­les. Y fíje­se qué lla­ma­ti­vo. Cuan­do una abe­ja roba varias veces, se vuel­ve ladro­na y siem­pre anda ron­dan­do otras col­me­nas, dejan­do de bus­car en las flo­res el néc­tar o el polen. Cual­quier seme­jan­za con los huma­nos ¿le pare­ce a usted sim­ple coin­ci­den­cia?
-¡Ay! Julio, horas esta­ría escu­chán­do­lo.
‑Bueno, obte­ner más infor­ma­ción, le va a salir, por lo menos, otra comi­da como ésta.
-¡Já! Mirá si esta­rá jodi­da la cosa, que el por­te­ño va a tra­ba­jar por la comi­da- alcan­zó a decir Juan
‑Poné con el sala­rio, la sies­ta en la hama­ca. Sino, no hay arre­glo- dijo entre las risas de todos Julio.

No pasa­ron muchos meses para que Julio se ins­ta­la­ra como un vecino más del barrio San Caye­tano, aun­que su tra­to cor­dial siem­pre deja­ra lagu­nas de cono­ci­mien­to de su pasa­do. Con­ta­ba con natu­ra­li­dad de sus tiem­pos de niño y de sus tra­ba­jos como direc­tor de un par de impor­tan­tes empre­sas de impor­ta­ción y expor­ta­ción, pero por ejem­plo, nadie sabía por qué, cómo y cuán­do que­dó viu­do. No hubo tam­po­co ni pre­gun­tas indis­cre­tas que rom­pie­ran ese silen­cio ni espon­tá­neos recuer­dos de su matri­mo­nio, por lo que todo el mun­do pen­sa­ba que tenía recuer­dos ingra­tos de esa par­te de su vida.
De la mano de Juan se fue acre­cen­tan­do su círcu­lo de amis­ta­des, sobre todo con hom­bres rela­cio­na­dos con el tra­ba­jo. En cam­bio Ana, con apres­tos de sutil Celes­ti­na, no per­día oca­sión de pre­sen­tar­le a muje­res con el cla­ro fin de que encon­tra­ra una com­pa­ñe­ra. El men­sa­je bíbli­co “no es bueno que el hom­bre esté solo” tenía en ella el man­da­to inex­cu­sa­ble de una bue­na vida.
Julio deja­ba hacer a uno y otra, pero los conos gri­ses de su vida, que­da­ban en las enig­má­ti­cas penum­bras que, por lo vis­to, no pen­sa­ba ilu­mi­nar.
La infa­ti­ga­ble per­se­ve­ran­cia de Ana per­mi­tió que cono­cie­ra a Lau­ra, la maes­tra de la escue­la que fun­cio­na­ba en el barrio que, aun­que man­te­nía un casi noviaz­go, bas­tan­te frío, exclu­si­va­men­te por cul­pa atri­bui­da a ella, con un ofi­cial de poli­cía des­ti­na­do en la regio­nal quin­ta, de Puer­to Igua­zú, las veces que Julio y Lau­ra se bus­ca­ban y encon­tra­ban, eran mucho más de lo que la vida coti­dia­na suge­ría.
El poli­cía novio, esta­ba ata­do a su carre­ra en Puer­to Igua­zú. Ella, a su pues­to de docen­te tra­ba­jo­sa­men­te ges­tio­na­do, cómo­da a pesar de las con­tra­rie­da­des, como toda maes­tra que ama pro­fun­da­men­te la docen­cia, lle­ván­do­la, no como si fue­ra una car­ga, sino como una ben­di­ción.
El final del dis­tan­te noviaz­go tenía como lógi­ca con­se­cuen­cia, fecha pron­ta de cum­plir­se y Julio sólo fue el deto­nan­te de una situa­ción que, por incom­pa­ti­bi­li­dad de carac­te­res así como de for­ma­ción e ideas, se hacía impo­si­ble.
El amor que sen­tía el poli­cía aumen­ta­ba al rit­mo de las nega­ti­vas de Lau­ra y no hacía más que exas­pe­rar situa­cio­nes sin solu­ción. Bus­ca­ba, como todo hom­bre des­pe­cha­do, la razón en otro hom­bre que le vinie­ra a dispu­tar su lugar. Has­ta la apa­ri­ción de Julio no lo encon­tró. Des­pués de cono­cer­lo, su ren­cor tuvo nom­bre y ape­lli­do: Julio Legui­za­món.
Su inna­to olfa­to pro­fe­sio­nal de poli­cía que le hacía no con­fiar en nin­gu­na empre­sa o per­so­na que no tuvie­se una cla­ra expli­ca­ción de sus bie­nes o su pasa­do lo puso a Julio en la mira de sus inves­ti­ga­cio­nes.
¿Así que el por­te­ño tenía pla­ta? ¿Y cómo la había hecho? ¿Así que es viu­do? ¿Y cómo murió la mujer? Pre­gun­tas que ni tan siquie­ra Juan o Ana, que eran quie­nes más lo cono­cían, ni nadie pudo res­pon­der y que aci­ca­tea­ron su febril ima­gi­na­ción de macho des­de­ña­do.
Acos­tum­bra­do por sus tareas a que la gen­te con un pasa­do tur­bio, encon­tra­ra en la men­ti­ra su pasa­por­te para no tener pro­ble­mas y vivir cómo­do y feliz, se pro­pu­so con pacien­cia y denue­do, ave­ri­guar todo de la vida del por­te­ño que, aun­que sabía que era naci­do en esta tie­rra, ese cali­fi­ca­ti­vo enca­ja­ba de mara­vi­llas para su ren­cor mal dige­ri­do.

-¡Te lo dije! ¿No? Ese tipo por el que me dejas­te, siem­pre lo vi raro, como escon­dien­do cosas. Aho­ra ¿Qué me con­tás? Así que es viu­do. Y él, ¿te con­tó que estu­vo inves­ti­ga­do por el “supues­to” sui­ci­dio de su mujer? ¿Que nadie pudo expli­car cómo una mujer feliz, de pron­to, se enve­ne­na? ¿Qué él negó saber de las anda­das de su mujer que le metía los cuer­nos con un ami­go y que pos­te­rio­res inves­ti­ga­cio­nes acla­ra­ron en for­ma feha­cien­te que min­tió? ¡Él supo todo el tiem­po que era un cor­nu­do! No pudie­ron pro­bar­le nada, pero casi, casi, que pisa el pali­to. ¡Ah! Si yo hubie­ra inves­ti­ga­do, a mí no se me esca­pa ese pes­ca­do. Pero cla­ro, habrá pues­to pla­ta y tapa­do evi­den­cias. Ahí lo tenés a tu moci­to. Tan fino, tan ele­gan­te y tan ase­sino.
La dia­tri­ba fue dicha con vio­len­cia y con saña. El uni­for­me poli­cial le daba al heri­do ex novio, la fuer­za ins­ti­tu­cio­nal de su denun­cia y que­ja.
Lau­ra pasó del escep­ti­cis­mo a la con­go­ja y, lue­go de pedir­le que la deja­ra sola, al llan­to incon­so­la­ble jun­to con el encie­rro en su dor­mi­to­rio, que la dejó com­ple­ta­men­te aba­ti­da.
Jus­to ese sába­do había ama­ne­ci­do jubi­lo­so. Julio le pro­pu­so la noche ante­rior casar­se o jun­tar­se, nomás, como ella qui­sie­ra, ya que si el des­tino lo tra­jo de vuel­ta a esta tie­rra, esta­ba segu­ro, lo hizo con el pro­pó­si­to de encon­trar­la y hacer­la feliz.
Las horas empe­za­ron a pasar en un des­aso­sie­go bru­tal. Habían que­da­do en encon­trar­se con Julio para comer, como lo venían hacien­do todos los sába­dos en lo de Ana. Y, jus­to ahí, pla­nea­ron la noche ante­rior, dar­le la noti­cia que la puso tan feliz, cau­sa­do­ra de un gra­to insom­nio ya que ni dor­mir pudo, por­que el sue­ño es una evi­den­te pér­di­da de tiem­po cuan­do la feli­ci­dad nos embar­ga y el día ten­dría que tener cin­cuen­ta horas para que que­pa toda la dicha que sen­ti­mos en él.
Cer­ca del medio­día, lla­mó a Ana pidién­do­le que fue­ra a su casa. Que ella no podía ir. Que cuan­do lle­ga­ra le expli­ca­ría.
Al rato caye­ron los dos, Juan y Ana, preo­cu­pa­dos por el tono de la comu­ni­ca­ción.
Otra vez el llan­to impa­ra­ble hizo que las infor­ma­cio­nes de las malas nue­vas se alar­ga­ran has­ta poder enten­der­las.
Cuan­do todo pare­ció cal­mar­se, lle­gó Julio.
Los tres lo reci­bie­ron con un mudo repro­che que pug­na­ba por salir en impro­pe­rios.
Solo Juan encon­tró la cal­ma para decir:
‑El ex novio de Lau­ra nos ha deja­do doli­dos y per­ple­jos. Ha dicho con lujos y deta­lles que estu­vis­te inves­ti­ga­do y has­ta pre­so por fal­so tes­ti­mo­nio y sos­pe­cho­so de ser el ase­sino de tu fina­da mujer. Deci­me Julio, ¿alguno de noso­tros tres mere­cía este opro­bio y esta pena?
Julio ama­gó con irse y esca­par de una situa­ción que lo supe­ra­ba. Pero dio mar­cha atrás. Ya había esca­pa­do de Bue­nos Aires. No lo vol­ve­ría a hacer. Así, comen­zó a hablar en un susu­rro ape­nas, que al poco rato se con­vir­tió en voz esten­tó­rea, con­tan­do la par­te de su vida veda­da a otros y olvi­da­da por él.
‑Es ver­dad que ocul­té – dijo- pero nun­ca les men­tí.
-¿Y el ocul­ta­mien­to no es una for­ma de men­tir?- aco­tó Lau­ra.
‑Pue­de ser, pero, ¿es aca­so una his­to­ria así, fácil de con­tar? Por supues­to que no soy el ase­sino. Mi mujer se sui­ci­dó, segu­ra­men­te lle­va­da por la cul­pa. Y yo me dedi­qué a huir lle­va­do por la deses­pe­ra­ción.
‑Pero la jus­ti­cia encon­tró que men­tis­te, Julio-dijo Juan.
¡Ah, sí! ¿Y vos, qué te pare­ce que podía hacer? Esta­ba ena­mo­ra­do. La que­ría de ver­dad. ¿Te pare­ce fácil decir “me aguan­ta­ba los cuer­nos por­que no que­ría per­der­la?” En una situa­ción así, es men­ti­ra que la poli­cía y los jue­ces pien­san que sos ino­cen­te has­ta que se demues­tre lo con­tra­rio. ¡No! Yo era des­de el vamos cul­pa­ble. Por­que había men­ti­do al decir que no cono­cía su amo­río. Ése es mi pasa­do y ésa es mi ver­dad. Lo que tam­bién ten­go que con­fe­sar es que si me sal­vé de que­dar pre­so fue por­que ten­go pla­ta y pude poner como defen­sor a un abo­ga­do muy bueno y muy caro. Si hubie­ra sido un pobre pela­ga­tos, me la daban por la cabe­za. Eso sí es cier­to. Pero todo lo que dijo tu ex, Lau­ra, es men­ti­ra. Su odio es por per­der­te. No me inves­ti­gó el pasa­do para saber la ver­dad, sino para des­truir­me con calum­nias. Ésa es la ver­dad. Fija­te cómo habrá sido mi pro­ble­ma que, aun­que estén nues­tros ami­gos pre­sen­tes, pue­do decir algo que vos bien sabés. Nun­ca lle­gué a apre­miar­te con deseos sexua­les. Lo nues­tro ha sido puro, por­que al ver tu tra­ba­jo con los chi­cos, tu idea­lis­mo al for­jar per­so­nas de bien, la entre­ga sin clau­di­ca­cio­nes en una obra incom­pren­di­da por quie­nes debe­rían pagar­te un suel­do mucho más alto y que vos con­si­de­res un pre­mio exce­si­vo cuan­do un hom­bre ya for­ma­do vie­ne y te salu­da recor­dan­do con cari­ño cuan­to amor le entre­gas­te cuan­do fuis­te su maes­tra. Yo venía con heri­das muy pro­fun­das y sólo vos me has hecho, con tu dul­zu­ra, creer de nue­vo en el amor y en las muje­res. Te debo eso y mucho más que no pue­do expre­sar en pala­bras por­que no las encuen­tro. Por eso te pro­pu­se que nos casá­ra­mos. Por­que creo que sos la per­so­na sin­ce­ra con la cual qui­sie­ra pasar el res­to de mis días.
En el silen­cio que siguió, Juan, más que nadie, tal vez por ser hom­bre y haber enca­rri­la­do una vida disi­pa­da gra­cias al cari­ño y la cons­tan­cia de Ana, lo com­pren­día cabal­men­te y en su mira­da y ges­tos indu­cía a las dos muje­res que com­pren­die­ran y per­do­na­ran.
Ana, acos­tum­bra­da al men­sa­je de ges­tos de su mari­do se acer­có a Julio y tomán­do­le de un bra­zo le dijo.
‑Cál­me­se… y vos tam­bién Lau­ra… Creo que debe­mos dejar­los solos, para que hablen todo lo que tie­nen para decir­se.
Sin decir más, se enca­mi­nó hacia la puer­ta segui­da de Juan, quien al pasar al lado de Julio, posó sus mana­zas en los hom­bros de Julio y sin una pala­bra, sólo con un apre­tón, le tras­mi­tió a éste su afec­to y con­si­de­ra­ción.
Ese sába­do sobró la comi­da en casa de Ana, mucho más que otras veces, pues los novios no apa­re­cie­ron sino has­ta la tar­de y por sepa­ra­do. Sólo para salu­dar y agra­de­cer la ayu­da pres­ta­da, dejan­do la ilu­sión en los ami­gos que nada esta­ba defi­ni­ti­va­men­te per­di­do y que la espe­ran­za de arre­glar lo que pare­cía roto, per­ma­ne­cía con vida.

Al cabo de un par de meses la boda esta­ba a horas de con­cre­tar­se, con pas­tor apa­la­bra­do y fies­ta ya en la cul­mi­na­ción de sus últi­mos deta­lles, pues los trá­mi­tes por el civil, los habían rea­li­za­do días atrás. Y no sólo era la fies­ta de los novios, sino de todo el barrio San Caye­tano aso­cia­do al fes­te­jo.
Fue enton­ces que Lau­ra encon­tró el momen­to pro­pi­cio para hablar con Julio de algo que había empe­za­do a ator­men­tar­la y que con el correr de los días, al acer­car­se la boda, fue cre­cien­do en volu­men e inten­si­dad.
Al lle­gar Julio has­ta la casa de Lau­ra lle­van­do un reca­do, inme­dia­ta­men­te al tras­po­ner la puer­ta, empu­ja­do dul­ce­men­te por ella, se sen­tó en uno de los dos sillo­nes de su dimi­nu­ta sala.
‑Ten­go algo para decir­te, amor y, si no lo hago aho­ra, creo que nun­ca voy a encon­trar el valor para decír­te­lo. Vos, hace un tiem­po, te sin­ce­ras­te y me abris­te el cora­zón. Yo voy a hacer lo mis­mo. Por­que la ver­dad siem­pre nos ilu­mi­na al poder cono­cer­nos más pro­fun­da­men­te. Lo que quie­ro que sepas es que cuan­do salía con mi ex, aun­que nun­ca estu­ve ena­mo­ra­da de él, una vez, enten­de­me, sólo una vez, man­tu­vi­mos rela­cio­nes. Con tan­ta mala suer­te que que­dé emba­ra­za­da. No qui­se tener ese chi­co que no había sido con­ce­bi­do por amor, sino sólo por des­cui­do y por cabe­za hue­ca. Se lo dije a él, no para ver que pen­sa­ba, eso ya lo intuía, sino para comu­ni­car­le una deci­sión irre­vo­ca­ble que me cos­tó noches de amar­gos insom­nios. Se opu­so con tena­ci­dad, pero no me con­ven­ció. Si antes de eso las cosas no anda­ban bien, des­pués, ima­gi­na­te. Que­ría que lo supie­ras por mí y estoy dis­pues­ta a pagar el pre­cio que ten­ga que pagar por mi error. Aun­que éste sea el de per­der­te. Por­que creo que nues­tra rela­ción deber estar lle­na de ver­da­des y lejos de cual­quier sos­pe­cha.
Se aca­ba­ron las pala­bras dejan­do paso a un silen­cio más espe­so que el calor que cal­dea­ba la tar­de.
Ella, pri­me­ro espe­ró anhe­lan­te. Des­pués, ante el mutis­mo de Julio, cerró los ojos espe­ran­do lo peor.
Cuan­do Julio habló, lo hizo sose­gan­do los demo­nios que atra­ve­sa­ban su espí­ri­tu.
-¿No ten­drías que habér­me­lo dicho antes?
.Sí, pero al igual que a vos te pasó, nun­ca hay un momen­to ideal para decir­lo. Lo hace­mos en el peor, rogan­do que nos com­pren­dan.
Julio se levan­tó len­ta­men­te, se acer­có a Lau­ra que per­ma­ne­cía sen­ta­da, le dio un beso en la fren­te y sere­na, casi fría­men­te, le dijo.
‑Nada ha cam­bia­do. Me voy. Ten­go pilas de cosas por hacer y vos tam­bién. Cam­biá la cara. Es un casa­mien­to, no un velo­rio.

Al lle­gar a su casa, que a par­tir del día siguien­te sería la casa de los dos, bus­có fre­né­ti­ca­men­te, como un poseí­do, sabien­do que por ahí esta­ba, guar­da­do en algún lugar que aho­ra no podía recor­dar, como si sufrie­ra un tran­ce de amne­sia, hacién­do­le redo­blar sus esfuer­zos por encon­trar­lo. Rom­pió algu­nas cajas y un par de enva­ses vacíos en su deses­pe­ra­ción, has­ta que por fin lo pudo hallar. No era una bote­lla gran­de, más bien peque­ña. La puso entre sus dedos índi­ce y pul­gar agi­tán­do­la, miran­do a con­tra­luz el con­te­ni­do del espe­so y oscu­ro líqui­do que ocu­pa­ba la mitad del enva­se. Recién aho­ra com­pren­día esa extra­ña y peli­gro­sa pul­sión de guar­dar lo que le sobró. Como si siem­pre hubie­ra sabi­do que, en algún momen­to, le haría fal­ta.
Antes de dejar­lo de vuel­ta en su sitio alcan­zó a mur­mu­rar.
‑Menos mal que usé la mitad. Con esto que que­da, debe alcan­zar. Las muje­res, son todas igua­les.