Emilio Castro era así nomás. nunca tuvo lo que se dice “perfil de héroe”, ni pretendía tener. Es más: de chico, en esas refriegas de barrio, frecuentes durante algún “picado” de potrero, “recibía” más de lo que “repartía”.
Ya en la escuela secundaria siguió siendo más o menos el mismo pero, habían quedado atrás juegos y entretenimientos de la infancia. Fue sin darse cuenta, dejando el potrero por el parque y los paseos al atardecer en compañía de Celia, hermana de su compañero de colegio, Arturo Orensanz.
Hasta aquí todo bien, normal, digamos. Pero vayamos al asunto. Sucedió en la estación Retiro, luego de la salida del colegio, cuando Emilio y Arturo llegaron corriendo, ya sobre la hora de salida del tren, y con tanta mala suerte para aquél, ya que al resbalar sobre algo, fue a caer quedando medio cuerpo bajo el vagón, cuando se encendía la luz verde.
Habrá durado no más de cuatr segundos la escena. Súbitamente Castro reaccionó, arrojando sus útiles en perfecto desparramo por el andén, de un salto estuvo junto a su amigo, resueltamente le tomó de las axilas y le alzó por el aire en magno esfuerzo, impensable para alguien de físico escuálido, tal cual era Emilio en aquéllos años. Atodo ésto, el guarda encargado de la formación, cuando vió aquéllo, demoró en dar la orden de salida del convoy, tiempo aprovechado por el joven héroe para juntar libros y carpetas, y abordar el tren junto a su amigo. El rostro de ambos era más blanco que el blanco de sus hojas Canson...
-De ésto, ni una palabra a tu vieja ni a nadie, ¿entendés? ¡a nadie!- dijo, luego de un silencio que se dió como para repensar semejante momento vivido. Podía aprovechar su acto de arrojo ante la situación puesta a su alce por la Providencia misma, y atraer definitivamente a la indecisa y un tanto “agrandada” Celia. Pero no.
Prefería dejar así las cosas. Estaba más preocupado por asuntos que de le afligían, como ser sus estudios, en medio del hostil transcurrir en su casa, con un padre borracho y golpeador...
‑Y a mi vieja, menos que menos, ¿sabés?
Su compañero no podía articular palabra. El “julepe” por lo sucedido, más la firmeza en los bdichos de Emilio, su expresión... Nunca le había visto así.
-Perdoname, no sé... Por favor , no lo tomes a mal, pero...No entiendo, siempre te gano en la “pulseada”...
¿De dónde sacaste tanta fuerza como para sacarme debajo del tren de ésa manera? me alzaste en el aire...
-Leí una revista que compra mi padrino, en una sección que se llama “Ciencia y Técnica” que, según dice un Nobel de Medicina, no me acuerdo quién, ante una situación imprevista, de peligro inminenete, el organismo de uno segrega una sustancia que aumenta la fuerza muscular. No sé... O a lo mejor me acordé de tu hermana...
Y rieron, rieron con ése cristalino eco de juvenil canto a la vida, propio de su edad, celebrando ésa vida recién recuperada por un héroe cotidiano y anónimo, como quiere permanecer Emilio Castro, quien nunca tuvo lo que se dice “perfil de héroe”, ni pretendía tener... Emilio Castro era así nomás.