La historia de su vida

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Des­de que cono­ció ese mági­co tex­to se qui­so meter den­tro de ese cuen­to que lo des­ve­la­ba: La his­to­ria de su vida.
Ami­gos y fami­lia­res no enten­dían por qué siem­pre que vol­vía de sus acti­vi­da­des de ruti­na, Tito iba corrien­do a la pie­za a bus­car ese peque­ño libro. Leía, se reía de los per­so­na­jes de la fan­tás­ti­ca narra­ción has­ta que ter­mi­na­ba las 32 pági­nas.

Su humor cam­bia­ba al cerrar la colo­ri­da tapa con los pro­ta­go­nis­tas, que a esa altu­ra ya eran par­te de su coti­dia­nei­dad. Cita­ba y enu­me­ra­ba situa­cio­nes del libro ante los veci­nos del barrio. No se enten­día, pero no que­ría otros tex­tos, sólo ese. Su madre había pro­ba­do com­pa­rar otros ejem­pla­res, sin embar­go Tito se abu­rría y vol­vía a leer La his­to­ria de su vida.

El cuen­to rela­ta­ba la his­to­ria de chi­cos de 9 y 11 años. Eran pibes de un barrio que­da­do en el tiem­po, sin adul­tos, ni relo­jes y don­de no ano­che­cía. Los pro­ta­go­nis­tas se diver­tían y pasa­ban inven­tan­do jue­gos don­de par­ti­ci­pa­ban todos. Las pirue­tas que hacían las letras era lo que más le apa­sio­na­ba y las rimas del diá­lo­go de sus ami­gos le daba extre­mo pla­cer.
“…Sin embar­go, ese día alguien apa­gó la luz y todos se fue­ron a escon­der has­ta el pró­xi­mo bri­llan­te día”, ter­mi­na­ba el cuen­to. El tris­te final, para él no era tál, era espe­ran­za­dor por­que sabía que era abier­to y le daba la posi­bi­li­dad de pen­sar algu­nos jue­gos para lle­var­los el día que le toque ser par­te de la his­to­ria.

Una maña­na no qui­so ir a la escue­la, pidió per­mi­so y se vol­vió a acos­tar apre­tan­do a su libro con­tra el pecho, se vol­vió a dor­mir. Sus padres fue­ron a sus res­pec­ti­vos tra­ba­jos.
Se levan­tó y vol­vió a con­cen­tra­se en su cuen­to favo­ri­to. Leyó pala­bra por pala­bra en voz alta refle­xio­nan­do ante cada coma y pun­tos. Cerra­ba los ojos, cada tan­to y con­ti­nua­ba con la lec­tu­ra sin equi­vo­car­se. Pare­cía un ritual. Cono­cía cada dia­lo­go, cada rin­cón don­de se escon­dían sus ami­gos de ese pue­blo ima­gi­na­rio.

Antes de lle­gar al final se empe­zó a sen­tir raro, su cuer­po empe­zó a per­der fuer­zas has­ta des­apa­re­cer. Des­apa­re­ció y nun­ca más nadie lo vol­vió a ver. Pero nadie se olvi­dó de él.
Su cuar­to que­dó cerra­do por años, la cama igual des­de la últi­ma vez que él mis­mo la arre­gló. Sus padres que lo bus­ca­ron has­ta el can­san­cio, sen­tían que Tito per­ma­ne­cía en su hogar, por eso deja­ron su libro pre­fe­ri­do sobre la mesa de la habi­ta­ción.
Pasa­ron dos gene­ra­cio­nes más de su fami­lia en esa casa, hubo cam­bio como en todo hogar, pero es ejem­plar nun­ca dejó de estar en la habi­ta­ción.

Se trans­for­mó en el mito. Los chi­cos de su barrio no leye­ron nun­ca el cuen­to por temor a des­apa­re­cer, tenían curio­si­dad, pero no valen­tía.

A seten­ta años del hecho que había con­mo­vi­do a toda la ciu­dad, los niños cuen­tan en las foga­tas noc­tur­nas que los ami­gos ima­gi­na­rios del fan­tás­ti­co rela­to lo trans­for­ma­ron en Tito uno de los per­so­na­jes más de La his­to­ria de su vida.