* Artículo escrito por Vandendorp Alberto Rafael
El neurótico ordinario y el escritor sublime
La neurosis es un mal menor: no en relación a la salud
sino en relación a ese imposible del que hablaba Bataille
(<>, etcétera)…”
Roland Barthés
En el año de 1927 la ciudad de Francfort había instituido el premio Goethe, que sería concedido anualmente a una personalidad destacada de la cultura, cuya influencia creadora sea digna del homenaje tributado a la memoria de Goethe. Los tres primeros beneficiarios de este premio habían sido; un poeta llamado Stefan George, un médico misionero y músico de nombre Schweitzar Albert y un filósofo llamado Leopold Ziegler.
A propuesta de Alfons Paquet, conocido hombre de letras y secretario del concejo de administración que regenteaba ese fondo, se había resuelto otorgar a Sigmund Freud el premio correspondiente al año de 1930. La consigna propuesta por el secretario del concejo era entregar el premio y pedir que el beneficiario dirija unas palabras elogiosas al gran hombre de las letras y el ingenio.
Freud había recibido la noticia para Julio de ese año con gran sorpresa y no menor agrado, pero alegó que por problemas de salud, que lo aquejaban mucho, no podría ir a recibir personalmente el premio, pero que sin embargo redactaría un escrito que sería leído en la casa Goethe por su hija Anna Freud.
Algunos fragmentos que se destacan de su alocución decían lo siguiente:
“… Todos los que veneramos a Goethe aceptamos sin mayores protestas los empeños de los biógrafos por conocer su vida a partir de los informes y documentos existentes. Pero, ¿qué nos proporcionan esas biografías? Ni siquiera la mejor y más completa de ellas responde las dos preguntas que parecen las únicas dignas de interés. No esclarecería el enigma de las maravillosas dotes que hacen al artista, y no podría ayudarnos a aprehender mejor el valor y el efecto de sus obras. No obstante, es indudable que una biografía tal satisface en nosotros una intensa necesidad…”.
Por otra parte decía: “… ¿Qué justificación tiene semejante necesidad de conocer las
circunstancias de la vida de un hombre cuando sus obras han pasado a ser tan significativas
para nosotros? Suele decirse que es el afán de obtener también una aproximación humana.
Admitámoslo; es entonces la necesidad de conseguir vínculos afectivos con tales hombres,
integrarlos en la serie de padres, maestros, modelos que hemos conocido o cuya influencia ya
hemos experimentado, con la expectativa de que su personalidad resultará tan grandiosa y
digna de admiración como las obras que de ellos poseemos...”.
“… Cuando el psicoanálisis se pone al servicio de la biografía tiene, desde luego, el derecho de no ser tratado con mayor dureza que ella. Puede proporcionar muchas informaciones que por otra vía no se conseguirían, y mostrar así nuevos nexos en la obra maestra del tejedor que entrama las disposiciones pulsionales, las vivencias y las obras de un artista…”.
Como se puede apreciar en su alocución en la casa Goethe, las relaciones entre la literatura y el psicoanálisis nunca incomodaron a Freud, quien como se aprecia no hizo más que insistir en el valor positivo que el psicoanálisis podría traer al entendimiento de lo artístico y del grande hombre.
Más allá del enorme campo de investigación psicológico abierto por el psicoanálisis en su larga historia, quizás este entrecruzamiento con la literatura sea uno de los mayores aportes del psicoanálisis al conocimiento de la cultura y del genio universal.
Muchos grandes críticos de literatura argentinos, no necesariamente psicoanalistas, han ensayado en éste último siglo la perspectiva y los conceptos psicoanalíticos en sus agudas lecturas críticas de literatos nacionales, tanto de sus obras como de sus escritores, en la que han podido articular puntos de vista interesantísimos entre la obra y la vida del grande hombre de letras. Un ejemplo es la lectura de R. Piglia a Borges, Noé Jitrick y Quiroga.
En la historia del Psicoanálisis es conocido el estudio sobre Leonardo Da Vinci, quien fue objeto de la pluma de Freud, uno de los más grandes inventores y artistas renacentista que haya conocido la humanidad, al cual Freud admiraba profundamente. Freud también se ocupó, en su época, de un célebre caso de Psicosis autobiográfica, de un importante juez de la suprema corte Alemana de finales del siglo XIX, el conocido caso del doctor Paul Schreber.
¿Cómo es posible analizar y conceptualizar sobre la psicosis sin haber conocido, ni tratado al paciente propiamente dicho? La respuesta está en que para el método de Freud es indistinto, porque el inconsciente se asemeja a la lectura de un texto que hay que descifrar, donde el autor está implícito en el texto mismo. Sin embargo cabe aclarar que no es idéntico un psicoanálisis aplicado que la lectura psicoanalítica de un texto escrito.
Dice German García en su último libro las derivas analíticas del siglo que Freud, a parte de un prestigioso médico, fue un gran lector de literatura clásica, sus gustos giraban por autores tales como Cervantes, Shakespeare, Goethe, Flaubert, entre otros. Las lecturas juveniles del viejo Freud le sirvieron para abordar el gusto de su época, que llegaba a su consultorio transversalmente; el romanticismo y la exacerbación de las pasiones del amor; sin embargo la respuesta de Freud al romanticismo no fue con más romanticismo, se opuso a éste y logró así penetrar en los resortes del gusto de su época; lo que le permitió posteriormente también analizar críticamente la figura del héroe, el eros adolescente y sus consecuencias prácticas.
“Aparte de los autores nombrados, Freud era lector de Sófocles, Milton, Ibsen, Balzac, Kipling, Thackeray, Thomas Mann. Más literatura que filosofía, más poesía que lógica. Alguna vez habló contra “la oscura mistificación Hegeliana”. Ese era Freud, el que propuso su aparato psíquico como sustituto del tiempo y el especio de las coordenadas de Kant…” Pag. 78 – Germán García- las derivas analíticas del siglo.
Hay entonces en Freud un movimiento interesantísimo entre literatura y filosofía, guiados por un espíritu cientificista, inspirado en Darwin, según Harold Bloom, señala García. El psicoanálisis no se reduce a una hermenéutica como lo hizo C. G. Jung porque encuentra en la filosofía crítica su límite (ética) y no es una filosofía más porque encuentra un sustento pragmático y empírico en la ciencia, aunque tampoco sea puramente una ciencia porque sus más sólidos fundamentos son a‑conceptuales, por lo que no se deja estandarizar.
Volviendo a la relación entre el psicoanálisis y la literatura y sin ir tan lejos, uno de los conceptos más conocidos de Freud fue el Complejo de Edipo, un mito antiguo escrito por el gran poeta griego Sófocles donde narra la tragedia del Rey Edipo, quien mató a su padre y se casó con su madre, sin saberlo. El conocimiento y la lectura de Edipo de Sófocles, en su juventud, le permitió a Freud articular la neurosis ordinaria con la tragedia, una temática literaria de la antigua cultura griega. De allí que se puede pensar a la neurosis como un gran drama individual, una suerte de tragedia existencial.
Hay en Freud una articulación interesantísima del mundo antiguo (Los poetas griegos) con la modernidad (Kant- Schopenhauer- Fichte) y la literatura romántica. Y ya más acá está F. Nietzsche, cuyas huellas se pesquisan en el pensamiento de J. Lacan y de muchos de sus contemporáneos franceses.
Pero lo que nos interesa aquí a fin de cuentas, no es historizar, es más bien el asunto del escriba sublime en tanto sujeto del deseo, y sus procesos creativos; es decir: ¿cómo opera la creación artística en el hombre y su relación con la neurosis y el deseo?
Freud desarrolló un concepto clave he importantísimo, como una salida no patológica al conflicto pulsional, que llamó la sublimación; la sublimación es así un destino de lo pulsional. La sublimación es lo más alto a lo que puede aspirar el deseo humano como objeto, y con éste también el surgimiento del hombre como objeto; objeto místico y de contemplación para la cultura. La sublimación está en relación con el concepto de belleza, de lo bello como destino.
La sublimación como se puede apreciar es un concepto amplio pero hete aquí que lo que nos importa es la sublimación literaria; una de las forma de producción humana más excelsas que existen. El aporte del psicoanálisis nos permitirá además conocer las estrechísimas relaciones existentes entre la creación literaria y lo que llamamos la realidad humana. ¿Se puede seguir afirmando a la altura de nuestro tiempo que existe aún un evidente distanciamiento entre “la realidad humana” y nuestras más refinadas y encumbradas obras escritas?, ¿Qué distancia hay entre “la realidad” y el goce como “única realidad”?, ¿No es claro el evidente empuje al goce como realidad imperativa para el sujeto de hoy, una invitación y habilitación a alucinar lo que a uno se le venga en ganas?
Hay una novela muy breve y fabulosa de J. Cortázar “La continuidad de los parques” donde trata éste asunto del goce alucinado como absoluto. En la novela de Cortázar, es tanto el placer que experimenta el sujeto, (está leyendo una novela en su sillón), por el texto que tiene en manos, que pareciera confundirse con los personajes y vivir la trama en carne propia; lo experimenta, lo encarna de tal modo que se borra esa delgada línea entre principio de realidad y goce (alucinación), entendido como ese placer absoluto y auto-erótico que inunda y sustrae al sujeto en su totalidad.
Para Freud había una diferencia entre la realidad psíquica y la realidad propiamente dicha, esa escisión es Kantiana. La realidad propiamente
dicha en Freud no es una entidad concreta, ‑no se puede conocer la cosa en sí, decía Kant- la realidad es sin embargo un principio lógico que funciona como exigencia exterior para el sujeto, como sí el sujeto debiere compensar y medir su manera de ver y sentir las cosas, con la cosa en tanto tal, ya que la cosa en sí no se percibe en tanto tal, sino como retorno de algo que desequilibra la homeostática realidad psíquica. El principio de realidad es ese límite que hace que nuestras ideas a priori “brillantes en nuestra cabeza”, a la hora de concretarlas no parezcan tan brillantes, es más, hasta parecen ingenuas, tontas e irrealizables.
Pasando en limpio, tanto Freud como Kant piensan que no se puede desfigurar la realidad a diestra y siniestra por el sujeto, y creer plácidamente lo que le conviene a uno creer, eso sólo no dura más que un poco y además tiene consecuencias terribles, sin embargo no se puede escapar del todo tampoco, al hecho de que se cometan ciertas desfiguraciones respecto de la cosa en sí, de allí que se hace crucial afilar el pensamiento crítico, pero crítico con uno mismo.
El escritor sublime en cambio transgrede el principio de realidad, que si tuviese voz le diría, haciendo un poco la parodia, algo así: “tu idea es una quimera, no es real y por lo tanto no es posible, etc. etc.” el escritor sublime en suma desafía el límite del principio de realidad.
El filósofo Argentino Thomas Abraham en su libro “Deseo de revolución” lleva a cabo una fuerte crítica al espíritu que marcó a su tiempo, políticos y pensadores de su generación en el cual se incluye. Abraham plantea básicamente que durante el siglo XX una generación de jóvenes había llegado a creer tan fuertemente en un tipo de realidad ideal, de dimensiones globales — el comunismo- que fue inevitable alguna distorsión respecto al principio de realidad, el cual se habría sorteado digamos, transformando ese hueco en un deseo absoluto, en una voluntad de poder.
Quizás haya sido el imperioso deseo de cambio de una generación respecto a la anterior, (sus padres) la que impulsó el movimiento súbito del espíritu de esa generación que encontró en Marx los significantes que necesitaba para comenzar la tan ansiada metamorfosis de sus espíritus, siendo paradójicamente más importante la necesidad de cambio y oposición generacional que la lectura crítica del propio Marx. No por nada la arrogancia y el deseo de prestigio y reconocimiento individual de los líderes e intelectuales marxistas tiñeron las revoluciones de narcisismo y cinismo, lo que lo llevaron a su fracaso.
Claramente aquí tenemos un caso estrechísimo de relaciones carnales entre literatura y realidad, pero ya no en la literatura fantástica sino en el contexto de la ciencia social. En síntesis, lo que aquí se quiere señalar es que cualquier formato particular de ver el mundo –teoría macro social — puede finalmente imponerse como realidad propiamente dicha para los pueblos. Ésta se vuelve imperiosa, aunque no necesaria, en ciertos espíritus por lo que termina realizándose, aunque no sin síntomas; aquí hablando de la visión Marxista del mundo; y según señala Abraham ésta visión finalmente imperó al menos en la mitad del planeta. Imperó como deseo, más su realización concreta fue parcial.
Pero toda actitud humana que utilice las fuerzas de la voluntad por sobre el principio de realidad no podrá sostenerse sin grandes e importantes costos sintomáticos. El síntoma es el retorno de lo que queda por fuera de la realidad psíquica del sujeto. El sujeto Freudiano está en conflicto constante con su realidad y el síntoma es entonces un arreglo de compromiso entre instancias.
La teoría Marxista tanto como la Freudiana coinciden en que son ciencias conjeturales, aunque respecto a sus destinos se bifurquen; a diferencia de Marx, Freud protegió su invento-descubrimiento, el psicoanálisis, del dispositivo de la universidad, que según Lacan, es el caldo de cultivo más poderoso de idealismo, de dogmatismo y de ausencia de crítica. Entonces ¿Qué cosa puede resultar de la combinatoria de una concepción ambiciosa y conjetural y una institución a‑crítica, promotora prestigio y de poder?...
Para finalizar con este asunto y retomar las relaciones entre la literatura y “la realidad humana”, en un grandioso cuento de Jorge L. Borges, que no era justamente comunista, publicado en la revista Sur del año 1940 “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” el autor ya nos advertía sobre los efectos de la ficción sobre la realidad. Se recomienda su lectura.
A fin de cuentas lo que aquí es menester plantear, es después de todo: ¿Qué es un neurótico? Porque ya no caben dudas de que si queremos establecer una relación posible entre literatura y psicoanálisis, éste sólo será posible por medio de lo que se entiende por neurosis.
Dijimos ya que la neurosis es una estructura, un marco por donde se constituye y desplaza el deseo y su sujeto. Para el lingüista Roland Barthés ya no hay distancia entre lo que él llama el texto y la neurosis, en tanto que uno, como el otro, pueden ser leídos e interpretados; en ambos existe una relación gramatical entre un sujeto y un predicado. En el placer del texto dice Barthés, en alusión a la razón que impulsa a la escritura literaria del goce: “Loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico”. Los textos a los que él llama textos de placer-goce, son aquellos que son escritos desde la neurosis, son textos coquetos dice, que logran hacer evocar la dimensión del goce en el lector, es decir, ese movimiento dialéctico entre la dimensión de la pérdida y del reencuentro.
Bien, dejemos atrás por un momento a Barthés. Desde la experiencia clínica tanto como de la experiencia subjetiva uno podría decir que a priori, un neurótico es alguien que no sabe con certeza quién es para el deseo del otro; ese saber fluctúa, para éste su identidad puede vacilar cada tanto. Y por cierto, no está mal que eso le pace de vez en cuando, pues de lo contrario sería un alienado. El paranoico es aquel que se rige, digámoslo así, por el principio de identidad de Parménides; antiguo sabio griego que decía que las cosas no cambian, sino que permanecen inmutables y que son nuestros juicios los que nos engañan dándonos la sensación del cambio, son éstos juicios los que cambian y nos dan una impresión falsa del cambio; finalmente gracias a Platón triunfó ésta filosofía sobre la de Heráclito, que fue retomada por el padre moderno del racionalismo, René Descartes. No por nada decía Lacan, medio en broma, medio en serio, que el reverso de la ciencia lleva en sí un deseo paranoico, ya que lo que impulsa el deseo de ésta es desconfiar de lo más próximo que se le presenta, ir más allá de la realidad de sus sentidos; digamos que la ciencia sospecha que la realidad no es así como se nos la presenta, y que en su sociedad con la técnica encontró su hegemonía, desarrollando mecanismos cada vez más complejos de deducción e inducción, haciendo caer el velo del sujeto. Allí también, de forma más modesta, está implicado el espíritu del psicoanálisis, en tanto Freud se consideraba parte del proyecto de la ilustración.
La neurosis se diferencia de la psicosis por su relación con el principio de realidad, que la psicosis excluye de raíz. La neurosis se parece más a algo como un tornado; una tormenta, de esas que vemos en los documentales americanos, que cuanto más advertimos que se adentra el protagonista para conocer de qué está hecho esa fuerza incontenible, se da cuanta, que dentro no hay nada; “nada concreto” más que pedazos heterogéneos, fuerzas contrariadas, provenientes de muchas partes diversas, dando vueltas y vueltas en círculo; ese adentro es caótico aunque su forma externa sea bastante seductora y homogénea.
La neurosis es similar en tanto que allí dentro no hay nada parecido a un principio único de identidad o función dominante que haga las veces de punto rector en solitario, para el sujeto; ese adentro está, como decía Lacan, fragmentado.
El antiguo debate intelectual y filosófico moderno entre sí, para el hombre, predominaba la cultura o la naturaleza, se remonta claramente a muchos años antes de la emergencia del psicoanálisis, quien recogió el guante; para algunos hombres el ser humano es predominantemente un ser espiritual y social, mientras que para otros lo social es efecto de complejos mecanismos biológicos evolutivos. Freud hereda de algún modo este debate y lo resuelve con una mirada compleja y articulada del sujeto, planteando la “solución” al problema como un conflicto dinámico entre ésta fuerzas rectoras heterogéneas y antagónicas. Freud planteaba que el deseo (que es un producto de la interacción con el otro) se apuntalaba sobre la necesidad biológica de nuestro organismo, y que su realización y especificidad consistía paradójicamente en pervertir el circuito natural. El deseo que describe el psicoanálisis por definición es perverso.
Para Lacan el sujeto del inconsciente es algo así como un collage surrealista, o bien, podríamos decir, una unidad heterogénea. Lo heterogéneo como adjetivo en la frase niega lo que allí se afirma, lo unitario como esa noción que sugiere un todo sólido. Si hay algo que no es sólido es la identidad del sujeto; charlen un rato si no me creen con un adolescente por ejemplo y verán. Sin embargo lo que le da a uno la sensación de que no se disolverá del todo es nuestra estructura biológica envolvente, es decir, lo que somos como gestal para el otro. A eso Lacan llamó estadio del espejo, instancia lógica con que se consigue encubrir nuestro caótico mundo interior a partir de la imagen de unidad y totalidad virtual que recibimos del otro exterior, en una relación de espejo afectivo, es decir en un juego de miradas cómplices con el otro. Sin esa complicidad que en un inicio es la mirada de la madre no podríamos comenzar a unificarnos, al menos virtualmente; lo contrario sería la dispersión, viviríamos condenados a una suerte de guerra civil interior.
Para lo especular (cuya referencia es la etología) las primeras percepciones son ejes estructurantes para el individuo. Remitirse a los aportes del Nobel Konrad Lorenz sobre el comportamiento de los gansos.
Esa nebulosa surrealista que es la neurosis es después de todo la forma que tiene el hombre de lidiar con el mundo y su complejidad; como dice George Bataille sobre la neurosis: »la temerosa aprehensión de un fondo imposible».
La neurosis es ya, la interpretación del mundo, en la que él, en tanto sujeto, está sujetado, más o menos ordenado y ocupando un lugar en una estructura abierta; en la medida que esa estructura tenga la forma de un lenguaje (un código) él estará obligado a hacerse representar por signos, emblemas, etc. pero no todo es lenguaje, también cumplirá un papel para el deseo, que por definición es lo que queda fuera del código, lo que no está legislado, lo que aparece no sin cierta sorpresa, como el goce en una novela de placer. Digamos que la neurosis es una novela cuyo final está por verse, no se ha dicho todo aún.
En la clínica se trata de indagar sobre las múltiples y variadas relaciones del sujeto con su deseo; si goza de su deseo, si se culpa y no desea, si se castiga en forma de pago por su goce, si evade el deseo, si lo ignora, si lo aplaza, si lo idealiza tanto que se vuelve inalcanzable, si lo rechaza de raíz, si lo negocia, etc. El goce es otro término importante en la clínica y se usa para oponerlo al deseo como concepto, el goce puede aparecer sujetado a lo simbólico, como en el placer del lector con una novela, o bien, de-sujetado de lo simbólico; en éste último se trata siempre de un tipo de satisfacción mortuoria, lamentable, penosa, como las patologías adictivas posmodernas; en cambio el deseo como destino siempre es más seductor porque está en relación a Eros; es decir al amor, al don, a la belleza, a la felicidad, etc.
También hay que decir que ese mundo al que viene a alojarse el sujeto no es más que preparatorio y plenamente revocable; como sea eso tiene un valor funcional, sin eso no hay nada.
¿Somos conscientes y responsables plenamente de ésta construcción propedéutica que nos cobija o nos condena? Ciertamente no; ni conscientes, ni responsables, aunque su estela esté allí queriendo determinarnos sin que esto le importe mucho. La lucha por la de-sujeción de ese mundo –del que no tenemos más que recuerdos encubridores- comienza cuando empezamos a cuestionarlo y a entender algunas cosas; se trata de tomar cartas en el asunto sobre, al menos, lo que sí se puede re-direccionar del curso, que de lo contrario, seguirá inconscientemente nuestra vida. Habitualmente la adolescencia parece ser el periodo natural más proclive a éste despertar del deseo, avivado por algún conflicto particular y ayudado por una revolución biológica que experimenta el cuerpo ‑la pubertad – que busca una nueva forma y una nueva representación identitaria.
Siempre es posible reconstruir el mito de la infancia mediante cierto ejercicio de arqueología; e intentar tomar las riendas de lo que se quiere decir o escribir, siempre en miras a la postre. Lo que intento decir es que nuestra historia no comienza con nuestra singular neurosis, sino que inicia con la neurosis de nuestros padres, y más allá de ellos, nuestros antepasados más arcaicos, quienes proyectando un mundo virtual, nos legaron las bases simbólicas para nuestro advenimiento concreto como individuo, para nuestra posibilidad o no de realizarnos como sujetos del deseo; ya en ese mundo proyectado están los significantes con que hemos de ser vestidos; esos significantes son nuestras primeras prendas, nuestros primeros ropajes.
También es cierto que no todos tienen grandes antepasados, la modernidad cambió un poco las reglas del juego simbólico, algunos niños de nuestro tiempo no tienen ni siquiera padres, mucho menos abuelos, menos aún historias que escuchar; son huérfanos en un doble sentido, simbólico y real; sin caricias y sin palabras que los nombren que luego serán hijos, posiblemente maltratados por alguna institución del Estado. Tener historia no siempre significa cargar una mochila pesada del pasado, también significa solución, recursos, posibilidades de ser, etc.
Pero cuando un neurótico se siente acongojado y apesadumbrado con su historia particular, el psicoanalista lo invita a desvestirse de aquellos primeros cobertores; quizás allí radique el pudor y la sensualidad de la situación analítica que retorna luego desfigurado en los juegos eróticos de la transferencia. La situación analítica requiere entonces que el sujeto se “desnude”.
Recuerdo una vez una paciente muy ingeniosa que había logrado, tras una sucesión interesante de sueños nocturnos, una metáfora brillante de su metamorfosis en análisis; solía ser una mujer frustrada y por demás dolida, tanto en el amor como en el trabajo, al margen de ello, acostumbraba diseñarse, como pasatiempo, su propia ropa; era algo que hacía hace tiempo pero a lo que no le daba mayor interés, en suma, le gustaba diseñar vestidos, pero decía que nunca se los ponía, que no les iban a quedar, por eso los guardaba en el placar, insatisfecha soñaba después que otra mujer, sin rostro, y que no era ella, se ponía esos vestidos, ella deseaba ponerse esos vestidos pero no podía hacerlo, un día tras cierto cambio subjetivo en análisis soñó por fin que la del vestido era ella. Había por fin dejado de ser “ella misma” ‑la del rostro frustrado y dolido- y habíase animado a “ser esa otra mujer”, la “sin rostro”, con la que al principio se oponía. Su cambio consistió en perder la fijeza de su identidad primera, de aquella “mujer del rostro frustrado”, por una cara nueva, “sin rostro” (sin identidad clara) sin determinación, pero deseable, coqueta, bonita, etc.
Es decir que para identificarse con el deseo su neurosis tuvo que perder cierta omnipotencia narcisista que le hacía sentirse “justificadamente” ofendida y dolida con el pasado y que por lo tanto impedía verse deseable hacia un futuro más fecundo. Como verán, el problema de la neurosis no es la neurosis en sí, sino cuando la neurosis se estanca y se cristaliza, se queda sin movimiento, retomando nuevamente la metáfora del tornado, el problema está cuando el tornado comienza a ceder en intensidad y se vuelve una tormenta común y corriente. El deseo es para la neurosis lo que la tormenta para el tornado.
Aquí es donde empalma la literatura con lo que venimos diciendo. La literatura como destino sólo es posible si se preserva la tensión entre el deseo y el goce más allá de todo anhelo de equilibrio emocional o psicológico, al que apunta el otro lado de la neurosis ordinaria; ese duradero y arcaico instinto de supervivencia, que muchas veces le fue útil a la especie, pero que para la vida que llevamos hoy parece estar en desuso. De imperar el instinto de supervivencia, nos volveríamos sujetos más conservadores, pero esa es hoy una palabra denostada y deplorada por el imperativo desarrollista y progresivo de la revolución Francesa. Ya es tiempo en que comencemos a resignificar lo que a la postre debamos entender por conservadores, pues de lo contrario la explotación excesiva del progreso que se hace de la naturaleza en la actualidad nos llevará a un colapso mundial.
Pero más allá de ese reflejo de supervivencia, hay algo mortífero en la neurosis ordinaria, que tiene que ver con cierta búsqueda del “equilibrio” en un falso espejismo de placer, que no lleva a otra parte más que a una fijación de la realidad, una simplificación de la realidad, facilitada y sostenida en las fórmulas y las certezas más comunes y corrientes que circulan por la lengua, como esa máxima que profiere que el placer es igual a la felicidad, que el atajo será mejor que el camino largo, que el éxito es ganar sin esforzarse, y también en esa maliciosa búsqueda del prestigio y el reconocimiento, sólo por el poder y el beneficio social que este conlleva. El sujeto que persigue estos nuevos espejismos de la época lucha a muerte por conseguirlo, pero cuando lo obtenga sentirá que el costo fue injustificado, por lo que no podrá gozar de lo que finalmente consiguió, tanto así que será menester destruirlo; el síntoma es perderlo todo, despilfarrarlo, etc. pero después están los otros, los que ni siquiera entran en este juego perverso, que es para algunos pocos; éstos lo miran por T.V.
Simplificar la neurosis es una estrategia astuta para neutralizar el deseo, allí se esconde el goce alienante del placer narcisista. Algunos sujetos expresan con cierta ironía ese sentimiento de que el mundo es sin dudas un paraíso, pero del que ellos están excluidos injustificadamente, y que por esa razón tienen reconocido y justificado no hacer nada más que ver cómo los otros gozan de ese “paraíso”, y obvias razones no pueden más que odiarlos por su felicidad. Lo que esconde radicalmente la envidia es el odio por la felicidad del otro. Léase “Los pequeños propietarios” del escritor Argentino Roberto Artl.
Una vez una paciente que habiéndose sentido “engañada” desde siempre por un padre “mujeriego” decía y profesaba culto, en secreto, a una frase bien corriente y popular »todos los hombre son iguales, no valen la pena…» y así “contentada” en la frustración de su máxima iba por la pasarela amorosa de la vida despotricando contra el amor y contra las mujeres “verdaderamente amadas”; con sus amantes hacía hasta lo imposible para confirmar su regla; como se dice en la jerga analítica, los castraba a todos por igual.
Ese es el atajo del neurótico ordinario, mientras que el neurótico sublime asume por el contrario una posición singular, amparado en la fuerza de un deseo portentoso que lo exige, como contrapeso, a no condescender con una neurosis corriente; el escritor sublime está empujado por un deseo extraordinario, sólo éste descomunal deseo puede ascender a la dignidad de objeto artístico.
Un escritor de placer/goce no es justamente alguien “equilibrado”, del que se pueda decir que tenga su neurosis “resulta” o cosa por el estilo, muy contrariamente, los grandes escritores clásicos siempre han estado más o menos perturbados por sus circunstancias vitales, perseguidos por sus ideas delirantes o sus deseos sexuales transgresivos, sus sensaciones o sentimientos, etc. Todo esto que lo atraviesa y lo excede lo empuja hacia la angustia, pero de esta misma encrucijada hallará la fuente misma del empuje vital más poderoso, lo que lo llevará o no, hacia las letras, la pintura, la música, o el suicidio, etc.
La neurosis y su complejidad es entonces para el escritor su gran fuente de inspiración, allí en el meollo de su neurosis habita ese deseo fuertísimo que excede la razón, que lo obliga a tener que inventar artilugios que están más allá de la realidad, que doblegan el lenguaje si es necesario. Si un escritor de literatura se dedicara solamente a describir la realidad sería más bien un cronista; lo que no quita que no existan cronistas con un fuerte empuje a la literatura, a lo erótico, les recomiendo sino el discurso de recepción de la Academia Argentina de Letras de Jorge Fernández Díaz “el articulismo, género crucial del pensamiento y la literatura”. Donde desarrolla esta tesis. Pero rápidamente hablando lo que caracteriza a un escritor es su capacidad de escribir, mientras que en cuanto a la de un literato se tata de su capacidad de inventar historias, simples o intrincadas, pero fundamentalmente, capacidad de modificar la realidad al servicio de una idea, de un sentir, de una sensación, de una conjetura, de un recuerdo, etc. Esto le permite escaparse de su propio mundo durante un lapso de tiempo suficiente para que surja otra nueva pulsación que lo lleve aún más lejos.
Y si bien la “finalización” de un trabajo, como podría ser una publicación, un libro, etc. le daría al escritor, convencionalmente, cierto “equilibrio” en tanto satisfacción conseguida por la concreción, éste no podría ser nunca, más que algo ilusorio, ya que para el aquí y ahora de un escritor lo publicado ya es viejo, y siempre será viejo a la luz de eso nuevo que se está gestando en su espíritu.
El escritor entonces es alguien que necesita proyectar algo que está más allá del circuito de la comunicación y que por lo tanto excede a la figura del emisor y el receptor, inclusive el mensaje que allí se transmite por el canal del texto, adquiere múltiples sentidos. El escritor sabe o lo intuye, que ese impulso proviene de otra fuente muy distinta a la de la lógica convencional de hacerse entender por el código, ese impulso de expresión diré que proviene del cuerpo, de ese cuerpo de la experiencia que es indomeñable. Para Barthés no podría ser nunca la comunicación con el lector lo que caracterice al texto del placer, ya que éste va más allá del buen entendimiento; se busca contrariamente, pervertir todo sentido común y tomar al lector por sorpresa, hacerlo saltar de su placido sillón con un súbito efecto de perplejidad; hacerlo salir de su fascinación/alienación con su propia interpretación.
Entonces un escritor sublime no es alguien que busque como se dice, comunicarse con su público lector, éste muchas veces es consecuencia secundaria de su talento, de su erotismo. Los que conocieron y hablan de Macedonio Fernández (uno de los referentes claves de Borges) cuentan que era alguien destinado a las letras pero que no deseaba en absoluto publicar. La literatura y el afán por la publicación son cosa muy nueva; éste novedoso fenómeno moderno promueve una nueva figura en el mundillo literario, el escritor comercial. Entonces el escritor comercial a diferencia del escritor de goce es aquel que busca una comunicación plácida con sus lectores, una suerte de complicidad autoerótica.
En cuanto a la literatura como recurso artístico y como forma de lidiar con la neurosis ordinaria le brinda al escriba la impunidad necesaria para su fechoría; exceso del lenguaje del que no goza el científico por ejemplo, quien como sabemos tiene ciertas reglas y parámetros que no puede pervertir. La literatura de goce en cambio es una perversión del discurso, una subversión del orden establecido por la lengua, y por esa fuerza de la neurosis ordinaria ya descrita, el texto de goce es una crítica a la moral convencional, una provocación estética, etc. El escriba sublime cuando lo consigue eleva su objeto a otro nivel, a un nivel superior, más allá de cualquier neurosis ordinaria, inclusive más allá de cualquier crítica censora; lo sublime es inimputable.
Como verán aquí radica un punto de encuentro y desencuentro entre el neurótico ordinario y el escritor sublime y es la relación de ambos con lo erótico, lo estético y lo moral. Freud notaba que sus neuróticos se avergonzaban de sus propias fantasías y que por eso estaban reprimidas, decía que eran consideradas demasiado retorcidas para la neurosis de la época, que era la neurosis victoriana, el puritanismo británico; que exaltaba la virtud del pudor y el trabajo por sobre el interés de lo erótico y lo artístico, y en suma por esa misma razón ocultaban sus más íntimas fantasías, etc. La diferencia entre el escritor sublime y el neurótico ordinario radica en que uno se avergüenza de sus fantasmas y los reprime, vive su goce en secreto y con un sinfín de requerimientos por el pudor social que esto conllevaría, mientras que el escritor contrariamente goza a los gritos lo que el neurótico silencia; la diferencia radica en que el síntoma de uno es ordinario mientras que el síntoma del otro está tan refinado y trabajado que se vuelve un objeto de arte, un objeto bello. La sutiliza del escritor aquí es clave porque es lo que le permite sortear la censura y producir el encuentro con el deseo en lo prohibido. El escritor sublime no teme exponer su goce al público, confía digámoslo así, en su técnica de camuflaje, técnica que le permite el lenguaje, para disfrazar su neurosis.
Un escriba de goce es aquel que sabe cómo hacer para no caer en un mero y banal exhibicionismo pornográfico. No se alcanza con sólo escribir pornografía para ser un texto erótico. En los tiempos donde abunda la pornografía eso ya es corriente.
En tiempos previos a la dictadura militar Argentina el escritor Germán García escribía una novela llamada “Nanina” que supo producir algunas que otras controversias en el mundillo literario de Buenos Aires, por su fuerte impronta sexual, más explícita de lo habitual, que cayó en manos de la censura militar y fue prohibida su lectura y su reproducción y fue así que finalmente Nanina se convirtió con el regreso de la democracia en un texto de goce. Es decir que un texto de goce no es una mera quimera individual producto de una imaginación aislada y brillante, sino que también entran en juego, las circunstancias, la historia, la política, etc. El texto del placer/goce no escapa a los escenarios de la cultura y los movimientos de su época, (neurosis de época) de los cuales se nutre transgrediéndolos.
El psicoanálisis muestra entonces que en toda neurosis se revela la estructura de una novela. El neurótico en transferencia despliega su novela en el diván. El psicoanálisis acompaña al neurótico, digamos, bajo un convenio mutuo, en un nudo de producción inédito, donde el paciente es quien paga por su propio trabajo y el analista es quien cobra por verlo trabajar; pero que más allá del chiste, que tiene algo de verdadero, el análisis invita al sujeto a re-escribir su propio síntoma novelado, ya que el síntoma psíquico es el producto de la neurosis. El análisis ayuda a formalizar eso que está fragmentado y a encontrar al sujeto extraviado, escondido en su propia nebulosa.
El diván, puede servirnos de trampolín para re-escribir o empezar a trazar las coordenadas de nuestra singular Byografía; es una propuesta distinta a la que ofrece la religión que nos da el perdón y el castigo, la medicina que excluye la singularidad por el número o las ideologías que prometen ideales y esconden la lucha por el puro prestigio. Pero quien tiene la suerte y las dotes para la sublimación no necesitará forzosamente pasar por un diván, se las arreglará o no por su cuenta.
Un buen ejemplo de la vinculación de un análisis con la escritura es el libro de Cielo Latini “Abzurdah”; el testimonio novelado de una anorexia nerviosa. Como menciona en el libro Cielo, previo a su publicación hizo muchas terapias hasta llegar a un psicoanalista, que le sirvió para entender algunas cosas que eran considerables; pudo finalmente “reencontrarse” con esa pulsión creativa latente que la caracterizaba; su curación finalizó cuando logró asociar y sistematizar su historia de vida (tormenta) con su pulsión escritora. Hasta antes de este auspicioso encuentro, su pulsión creativa estaba al servicio de establecer cómo destruir su mundo, toda una ingeniería fabulosa semiológicamente al servicio de la auto-punición.
En definitiva la literatura como recurso vía lenguaje, puede ser el empalme de una conexión con aquella necesidad erótica fundamental del sujeto. La literatura permite la experiencia de la falta y del reencuentro, ésta que es la condición erótica más fuerte del deseo. El juego literario crea la sensación de un vacío productivo que proyecta la ilusión de ese resto funcional que es, aquello que queda por decir, lo que no se ha dicho aún, lo imposible de traducirlo todo en palabras, etc. sólo ese espejismo que se estructura como falta motiva la escritura a seguir escribiéndose.