Hoy sonó el reloj, empezó el año lectivo y con él la danza de las cosas. Ahí me veo nuevamente, en esos gestos estereotipados que fui construyendo de a poco, a medida que descubría el camino más corto entre el inicio del movimiento y su objetivo final. Allí estoy entonces, cerrando la canilla del baño y ya buscando la toalla. Guardando algo en la alacena con una mano y con la otra mano buscando en la heladera. Llevando los zapatos al dormitorio y trayendo la taza que allí quedó. Ahí estoy otra vez, entrampada en esa red sutil que es una casa y sus cosas.
A veces pienso cómo se vería toda la escena, si mediante alguna operación mágica, o alguna lente especial, se me borrara del plano. Si omitiéramos el elemento humano.
Por la mañana se verían platos y tazas saliendo de las alacenas, llenándose de líquidos, mientras ‑nunca la quietud en torno a la pava que se calienta- algún resto de la cena va encontrado su lugar: estante, heladera, basurero. Se vería a la yerba ‑uno de los pocos elementos domésticos que puede presumir de tener “su” lugar — entrar y salir de su estacionamiento.
Y al mediodía, la estrecha cocina sería un revuelo…
Cada mañana, los dos o tres cosméticos que uso a diario danzarían, orgullosos, ante la envidiosa mirada de sus compañeros de cómoda. Tal vez, al pasar, susurren: “otra vez será” o “ella ya no se pinta con esos colores”.
Más tarde pequeñas montañas de ropa irían en procesión hasta el fondo, entrando por estricto turno y categoría al lavarropas.
En el living se verían papeles y más papeles, saliendo y entrando a mi cartera, metiéndose tercamente en bibliotequitas, estantes y mesadas. Papeles que nunca terminan de encontrar su lugar definitivo, aunque a veces duerman años en el cajón de mi mesa de luz, o filtrados entre recetas de cocina. Papeles extendiéndose en la mesa, formando pilas con títulos mutantes: “acá van los certificados; acá va el trabajo pendiente, acá va…”. La pila más grande siempre la de los recuerdos…
La silla que está cerca de la cama se llenaría de ropa femenina, esa que requiere tan cuidadosa clasificación y que ‑por eso mismo- a veces escapa a todas las categorías.
Y durante todo el día habría un desfile de cosas a lo largo de la casa. Útiles escolares, ropa de niño, ropa de niña, revistas, libros, comida, platos, bolsas de dudosa definición, que amenazan con volver ante cualquier descuido: Ropa para dar, libros para devolver, papeles para tirar…
Quizás las hojas del patio se amontonen solas en pilas que van a parar a bolsas, se clasifiquen las botellas y se corten las malas hierbas.
Las teclas de la computadora se oprimirían para poner claves, contraseñas, y dar luz a ideas buenas, regulares y del todo malas, junto con aburridas listas.
Alguna que otra vez a la semana se vería el show de los hilos: un costurero que se ordena, esperando que alguien le asigne una tarea digna… unas agujas de crochet que salen a pasear, indecisas. Con el invierno las dos agujas llegarán puntuales a estacionarse al costado del sillón… Aunque no siempre tengan motivo para danzar. Pero allí estarían.
La noche llegaría, con su ritual de basuras en la calle, plantas regadas, puertas y cerrojos. Apagar aquí, prender allá. Los cepillos de dientes danzarían su impaciente ska nocturno y mis cremas de noche se encargarían del vals.
Finalmente las sábanas se desplegarían y arrugarían caprichosamente, mientras un libro se balanceara, hasta que la luz se apague. FIN.