Del terror a los dragones

2
140

Está bien… Pero antes, per­mí­ta­me con­tar­le la his­to­ria de por­qué los dra­go­nes se gana­ron fama de terri­bles.

Mucho antes que el mun­do tome la for­ma que hoy tie­ne: los polos esta­ban cubier­tos de hie­lo, la cin­tu­ra del pla­ne­ta lle­na de zonas cáli­das, los días dura­ban vein­ti­cua­tro horas y los dra­go­nes eran seres pací­fi­cos que lle­va­ban su vida sin inter­fe­rir con los huma­nos.

En aque­llos tiem­pos, el sols­ti­cio de verano era sím­bo­lo del año nue­vo y nues­tros anti­guos tata­ra­bue­los, entre otras acti­vi­da­des, lo fes­te­ja­ban comien­do “Panes­dul­ces”. Pero lo que hoy nadie sabe es que éstos peque­ñi­tos eran ori­gi­nal­men­te sal­va­jes. Sí, ¡y muy inte­li­gen­tes! Por eso, sema­nas antes, una com­pa­ñía se inter­na­ba en el bos­que y los cap­tu­ra­ba vivos, para lue­go hor­near­los; pre­vio relleno con fru­tas abri­llan­ta­das o pasas de uva, y ser­vir­los fres­cos en las fes­ti­vi­da­des. Esas expe­di­cio­nes dura­ron has­ta que el hom­bre comen­zó a domes­ti­car­los, o al menos ellos creían estar hacién­do­lo. Pues en secre­to los panes­dul­ces pasa­ban de gene­ra­ción en gene­ra­ción, una cada vez más ela­bo­ra­da idea de ven­gan­za.

En el sols­ti­cio cono­ci­do como: “del Astro Novo”, pues una nue­va estre­lla sur­ca­ba el cie­lo, los tata­ra­bue­los fes­te­ja­ron como hacían des­de anta­ño: brin­da­ron, bai­la­ron, bebie­ron y  comie­ron panes­dul­ces has­ta caer ren­di­dos de sue­ño.

Una vez dor­mi­dos los hom­bres, aque­llos panes­dul­ces esca­pa­ron, libe­ra­ron a otros, y eje­cu­ta­ron con pre­ci­sión su muy bien urdi­do plan: Usa­ron como bom­bas las fru­tas abri­llan­ta­das, incen­dia­ron casas en res­pues­ta a la con­de­na de ser hor­nea­dos cada año, con uvas vene­no­sas mata­ron a los caba­llos y con cuchi­llos per­fo­ra­ron los bar­cos que se hun­die­ron en el mar de aguas fina­men­te gasi­fi­ca­das.

Fue muy tar­de cuan­do los hom­bres des­per­ta­ron, pues esta­ban enjau­la­dos jun­to a sus fami­lias y todo inten­to de defen­der­se fue en vano.

Pocos sobre­vi­vien­tes, ase­dia­dos y en reti­ra­da toma­ron una deci­sión que deven­dría, sin saber, en gran tra­ge­dia.

Esca­pa­ron de la pri­sión mar­mo­la­da, esca­la­ron las empi­na­das cum­bres del mon­te gira­sol, hacia el país del acei­te don­de incu­ba­ban sus hue­vos los dra­go­nes. Allí soli­ci­ta­ron ayu­da en los nidos del óleo eterno.

Cla­ro que los dra­go­nes no les pres­ta­ron aten­ción al prin­ci­pio, pero tras sus has­tian­tes lamen­tos, acce­die­ron a erra­di­car esos panes­dul­ces del pla­ne­ta. Fue cosa fácil ya que, con sus gran­des bocas, se comie­ron algu­nos y que­ma­ron otros a lla­ma­ra­das, dejan­do sólo a una peque­ña frac­ción en esta­do sal­va­je para que no se extin­ga tan sabro­sa raza. El fin de la gue­rra se coro­nó con el bri­llo de la nue­va estre­lla, ya no como un pun­to, sino del tama­ño de un puño en el cie­lo.

En agra­de­ci­mien­to, los tata­ra­bue­los se com­pro­me­tie­ron a con­se­guir agua y ali­men­to a los sal­va­do­res y sus des­cen­dien­tes.

Pac­to que los rep­ti­les toma­ron por muchos años con indi­fe­ren­cia has­ta que un día algún dra­gón pro­bó una piz­ca de las car­nes que traían los huma­nos. Otros lo imi­ta­ron, y con el tiem­po, deja­ron de cazar su desa­yuno; almuer­zo has­ta al final la cena. Fue así des­pla­za­da toda acti­vi­dad de su agen­da. Lue­go los hue­vos se rom­pie­ron y recién naci­dos bebés dra­go­nes cre­cie­ron en un mun­do don­de minúscu­los seres les pro­veían de agua y comi­da. A la par, los vie­jos dra­go­nes se vol­vie­ron dema­sia­do hara­ga­nes para ense­ñar el arte de la cace­ría.

Pero los hom­bres sin­tie­ron el terri­ble peso de aque­lla pro­me­sa. Debían tra­ba­jar diez veces más para que sobra­se algo de ali­men­to. Muy pron­to las casas caye­ron a peda­zos y en todo gru­po humano se detu­vo el pro­gre­so.

Lo peor lle­gó con una ter­ce­ra gene­ra­ción de dra­go­nes, que solo cono­ció a unos padres y abue­los hol­ga­za­nes, man­te­ni­dos por un gru­po de peque­ños seres. Y al care­cer de nece­si­da­des bus­ca­ron en su tedio cada vez más vio­len­tas diver­sio­nes. Que­ma­ron cabri­tos en las mon­ta­ñas, incen­dia­ron peque­ñas par­ce­las de bos­que, derrum­ba­ron algu­na que otra caba­ña, seca­ron ríos y ata­ca­ron por fin a ciu­da­des y pue­blos.

Los hom­bres, extra­ña­dos, dupli­ca­ron la cuo­ta de ali­men­tos, cre­yen­do que el pro­ble­ma era ése. Pese a que su nivel de vida des­cen­día aún más con ello. Pero los jóve­nes lagar­tos des­co­no­cían el valor del sacri­fi­cio y con­ti­nua­ron sus mor­ta­les jue­gos sin impor­tar las pro­me­sas de honor entre hom­bres y dra­go­nes. Así die­ron ini­cio a una nue­va gue­rra, en la que jamás fue­ron riva­les de los hom­bres. Pues un solo dra­gón era capaz de incen­diar toda una flo­ta y des­pués comer­se una legión con caba­llos y todo.

Tan des­equi­li­bra­do con­flic­to empu­jó al naci­mien­to de un gru­po espe­cial de sol­da­dos: La “Orden Mata­dra­gón”, que se dedi­có a com­ba­tir­los en sus pro­pios nidos, cor­tán­do­les la cabe­za mien­tras dor­mían. Ata­can­do de incóg­ni­to en la gran mon­ta­ña gira­sol, incen­dian­do el país del acei­te, jun­to con los hue­vos. Has­ta lograr extin­guir toda dra­có­ni­ca des­cen­den­cia. Y repe­lien­do los avan­ces mien­tras otros seres huma­nos esca­pa­ban al exi­lio en los polos, con la incer­ti­dum­bre de no saber de qué vivir en esos hie­los eter­nos. Tris­te fecha que recor­da­mos como: “el exi­lio del sol blan­co”, pues era el tama­ño que tenía la nue­va estre­lla en el cie­lo.

Al final fue ven­ci­da la “Orden” y el últi­mo ‘Mata­dra­gón’ lle­vó la noti­cia del cer­cano  con­tra­ata­que rep­til, pre­vis­to para la luna lle­na. La huma­ni­dad, en tan­to, refu­gia­da en cue­vas, pes­can­do y hacien­do fue­go al fro­tar pie­dras; no se con­mo­vió. Solo jura­ron espe­rar­los tran­qui­los y enfren­tar­los a la luz de la nue­va estre­lla, o mejor dicho: aquel gran come­ta, que ya cubría casi todo el hori­zon­te.

La últi­ma noche de luna cre­cien­te, en los albo­res de la bata­lla final, una terri­ble sor­pre­sa estru­jó los cie­los: luz cega­do­ra, terre­mo­tos y olas gigan­tes los envol­vie­ron La nue­va estre­lla se acer­có tan­to que rozó el pla­ne­ta y pasó de lar­go, incli­nan­do el eje del glo­bo para cam­biar así toda con­di­ción cli­má­ti­ca y la mane­ra de con­ce­bir el tiem­po. Sema­nas des­pués del cata­clis­mo los pocos sobre­vi­vien­tes aban­do­na­ron sus caver­nas sin­tien­do que el mun­do ya no era el mis­mo. Se movi­li­za­ron a zonas altas des­de don­de vie­ron nacer lagos y ríos. Apa­re­ció tie­rra don­de cre­ció vege­ta­ción espe­sa y los vien­tos se vol­vie­ron cáli­dos, aun­que los días y las noches dura­rían, de allí en más, cada uno: 42 años.

Los dra­go­nes murie­ron con­ge­la­dos en el ecua­dor, y así fue como sus hijos, al rom­per con la alian­za se gana­ron repu­tación de peli­gro­sos ase­si­nos.

Pero de no expul­sar a los hom­bres hacia los polos, nin­guno habría sobre­vi­vi­do. Aun­que de vez en cuan­do algún dra­gón apa­re­cía escu­pien­do fue­go, se ali­men­ta­ba y lue­go otra vez se per­día en el hori­zon­te. Eran muy pocos, hol­ga­za­nes, caren­tes de des­tre­za para sobre­vi­vir y con el tiem­po tam­bién se extin­guie­ron.

—¿Lis­to? Bien, ya tóme­se la pas­ti­lli­ta, ¡Y déje de babear su cha­le­co por favor!

Artículo anteriorLa confesión
Artículo siguienteLa ventana y los zombis
Nació en 1986, en la Ciudad de Jardín América, Mnes. Se muda a Posadas, Mnes en el 2004 donde se recibe de Enfermero en la Universidad Nacional de Misiones (2007). En 2011 integra el poemario "4 Corazones" junto a Laura Kachorroski, y en 2012 es seleccionado en el certamen de cuento y poesía de Editorial Dunken para formar parte del libro: "Selección de las Provincias". En 2013 edita "La Cueva del Lagarto" junto a Laura Kachorroski. Además de la literatura sus intereses abarcan la divulgación científica y la música. Actualmente trabaja para una multinacional como Técnico en Hemodiálisis y Plasmaféresis.