Está bien… Pero antes, permítame contarle la historia de porqué los dragones se ganaron fama de terribles.
Mucho antes que el mundo tome la forma que hoy tiene: los polos estaban cubiertos de hielo, la cintura del planeta llena de zonas cálidas, los días duraban veinticuatro horas y los dragones eran seres pacíficos que llevaban su vida sin interferir con los humanos.
En aquellos tiempos, el solsticio de verano era símbolo del año nuevo y nuestros antiguos tatarabuelos, entre otras actividades, lo festejaban comiendo “Panesdulces”. Pero lo que hoy nadie sabe es que éstos pequeñitos eran originalmente salvajes. Sí, ¡y muy inteligentes! Por eso, semanas antes, una compañía se internaba en el bosque y los capturaba vivos, para luego hornearlos; previo relleno con frutas abrillantadas o pasas de uva, y servirlos frescos en las festividades. Esas expediciones duraron hasta que el hombre comenzó a domesticarlos, o al menos ellos creían estar haciéndolo. Pues en secreto los panesdulces pasaban de generación en generación, una cada vez más elaborada idea de venganza.
En el solsticio conocido como: “del Astro Novo”, pues una nueva estrella surcaba el cielo, los tatarabuelos festejaron como hacían desde antaño: brindaron, bailaron, bebieron y comieron panesdulces hasta caer rendidos de sueño.
Una vez dormidos los hombres, aquellos panesdulces escaparon, liberaron a otros, y ejecutaron con precisión su muy bien urdido plan: Usaron como bombas las frutas abrillantadas, incendiaron casas en respuesta a la condena de ser horneados cada año, con uvas venenosas mataron a los caballos y con cuchillos perforaron los barcos que se hundieron en el mar de aguas finamente gasificadas.
Fue muy tarde cuando los hombres despertaron, pues estaban enjaulados junto a sus familias y todo intento de defenderse fue en vano.
Pocos sobrevivientes, asediados y en retirada tomaron una decisión que devendría, sin saber, en gran tragedia.
Escaparon de la prisión marmolada, escalaron las empinadas cumbres del monte girasol, hacia el país del aceite donde incubaban sus huevos los dragones. Allí solicitaron ayuda en los nidos del óleo eterno.
Claro que los dragones no les prestaron atención al principio, pero tras sus hastiantes lamentos, accedieron a erradicar esos panesdulces del planeta. Fue cosa fácil ya que, con sus grandes bocas, se comieron algunos y quemaron otros a llamaradas, dejando sólo a una pequeña fracción en estado salvaje para que no se extinga tan sabrosa raza. El fin de la guerra se coronó con el brillo de la nueva estrella, ya no como un punto, sino del tamaño de un puño en el cielo.
En agradecimiento, los tatarabuelos se comprometieron a conseguir agua y alimento a los salvadores y sus descendientes.
Pacto que los reptiles tomaron por muchos años con indiferencia hasta que un día algún dragón probó una pizca de las carnes que traían los humanos. Otros lo imitaron, y con el tiempo, dejaron de cazar su desayuno; almuerzo hasta al final la cena. Fue así desplazada toda actividad de su agenda. Luego los huevos se rompieron y recién nacidos bebés dragones crecieron en un mundo donde minúsculos seres les proveían de agua y comida. A la par, los viejos dragones se volvieron demasiado haraganes para enseñar el arte de la cacería.
Pero los hombres sintieron el terrible peso de aquella promesa. Debían trabajar diez veces más para que sobrase algo de alimento. Muy pronto las casas cayeron a pedazos y en todo grupo humano se detuvo el progreso.
Lo peor llegó con una tercera generación de dragones, que solo conoció a unos padres y abuelos holgazanes, mantenidos por un grupo de pequeños seres. Y al carecer de necesidades buscaron en su tedio cada vez más violentas diversiones. Quemaron cabritos en las montañas, incendiaron pequeñas parcelas de bosque, derrumbaron alguna que otra cabaña, secaron ríos y atacaron por fin a ciudades y pueblos.
Los hombres, extrañados, duplicaron la cuota de alimentos, creyendo que el problema era ése. Pese a que su nivel de vida descendía aún más con ello. Pero los jóvenes lagartos desconocían el valor del sacrificio y continuaron sus mortales juegos sin importar las promesas de honor entre hombres y dragones. Así dieron inicio a una nueva guerra, en la que jamás fueron rivales de los hombres. Pues un solo dragón era capaz de incendiar toda una flota y después comerse una legión con caballos y todo.
Tan desequilibrado conflicto empujó al nacimiento de un grupo especial de soldados: La “Orden Matadragón”, que se dedicó a combatirlos en sus propios nidos, cortándoles la cabeza mientras dormían. Atacando de incógnito en la gran montaña girasol, incendiando el país del aceite, junto con los huevos. Hasta lograr extinguir toda dracónica descendencia. Y repeliendo los avances mientras otros seres humanos escapaban al exilio en los polos, con la incertidumbre de no saber de qué vivir en esos hielos eternos. Triste fecha que recordamos como: “el exilio del sol blanco”, pues era el tamaño que tenía la nueva estrella en el cielo.
Al final fue vencida la “Orden” y el último ‘Matadragón’ llevó la noticia del cercano contraataque reptil, previsto para la luna llena. La humanidad, en tanto, refugiada en cuevas, pescando y haciendo fuego al frotar piedras; no se conmovió. Solo juraron esperarlos tranquilos y enfrentarlos a la luz de la nueva estrella, o mejor dicho: aquel gran cometa, que ya cubría casi todo el horizonte.
La última noche de luna creciente, en los albores de la batalla final, una terrible sorpresa estrujó los cielos: luz cegadora, terremotos y olas gigantes los envolvieron La nueva estrella se acercó tanto que rozó el planeta y pasó de largo, inclinando el eje del globo para cambiar así toda condición climática y la manera de concebir el tiempo. Semanas después del cataclismo los pocos sobrevivientes abandonaron sus cavernas sintiendo que el mundo ya no era el mismo. Se movilizaron a zonas altas desde donde vieron nacer lagos y ríos. Apareció tierra donde creció vegetación espesa y los vientos se volvieron cálidos, aunque los días y las noches durarían, de allí en más, cada uno: 42 años.
Los dragones murieron congelados en el ecuador, y así fue como sus hijos, al romper con la alianza se ganaron reputación de peligrosos asesinos.
Pero de no expulsar a los hombres hacia los polos, ninguno habría sobrevivido. Aunque de vez en cuando algún dragón aparecía escupiendo fuego, se alimentaba y luego otra vez se perdía en el horizonte. Eran muy pocos, holgazanes, carentes de destreza para sobrevivir y con el tiempo también se extinguieron.
—¿Listo? Bien, ya tómese la pastillita, ¡Y déje de babear su chaleco por favor!