Desinspiración

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Afue­ra llue­ve. Ya pre­pa­ró la polen­ta con que­so. Ya la comió. Van dos vasos de vino. Colón. Mer­lot. Sobre la mesa, un man­tel ver­de, unas lla­ves, el vaso, la bote­lla, unas pocas mone­das des­pa­rra­ma­das, pape­li­llos, un palo­san­to a medio que­mar, el cua­dro des­col­ga­do de Hora­cio Qui­ro­ga (y su mira­da de hijo de puta). La hoja en blan­co. Es hora de empe­zar a decir el docu­men­to de Word en blan­co. Las rodi­llas inquie­tas, las manos expec­tan­tes. La sole­dad, rotun­da. Es hora de empe­zar a decir. Pero no hay ideas. No hay pala­bra ni situa­ción ni his­to­ria. La inten­ción de escri­bir se dilu­ye. Sopla el vien­to, caen las pal­tas, hace frío. Todo argu­men­to pare­ce incon­sis­ten­te. Nada en la nada. Todo el ritual en vano, fal­so, for­za­do: no hay nada que escri­bir. Es un infierno, que se pue­de ter­mi­nar si apa­ga esa compu­tado­ra y sim­ple­men­te se dedi­ca a ter­mi­nar el vino has­ta que el sue­ño. Hojea libros, des­po­ja­do has­ta de la ver­güen­za de robar. Se sir­ve otro vaso. Nin­gún per­so­na­je al ace­cho. Su pen­sar como una calle vacía, des­pro­vis­ta de toda acción, de todo movi­mien­to. La memo­ria seca, deva­lua­da. Ya ni siquie­ra fuma. Dejó por mie­do a morir. No hay músi­ca ni recuer­do que ali­men­te una espe­ran­za de crea­ción lite­ra­ria. Las rodi­llas tiem­blan más, los dedos iner­tes, el soni­do del motor de la hela­de­ra tala­drán­do­le el cere­bro. Está a pun­to de des­en­chu­far­la. Se sir­ve más vino. Nin­gún ras­tro de ins­pi­ra­ción. No exis­te. Se resig­na: no va a poder escri­bir nada. Es peor, mucho peor, que la impo­ten­cia sexual. Podría salir a cami­nar bajo la llu­via. Pero no se enga­ña, eso no cam­bia­ría las cosas. Solo le que­da la carre­ra por lle­gar al final de la hoja, como sea. Tan­tas cosas vio, tan­tas vivió, tan­tas le con­ta­ron, tan­tas leyó, pero aho­ra no sir­ven de nada. Son solo cosas, intras­cen­den­tes y abu­rri­das. Hay tan­tas cosas más impor­tan­te y valio­sas que escri­bir, ¿para qué mier­da se obse­sio­na y las­ti­ma con esa inten­ción de pala­brear? ¿A quién le pue­de impor­tar una his­to­ria? ¿para qué sir­ve un poe­ma? ¿y un cuen­to? Todo cuan­to pue­da hacer­se es más útil. Apu­ra otro vaso, deses­pe­ra. Nada suce­de. El cemen­te­rio de la ima­gi­na­ción.
Todo es en vano. Indi­gen­cia de gra­cia e ins­tin­to. Mise­ria de pala­bras. Un río seco. No pue­de, ni debe escri­bir nada. No alcan­za con que­rer. En con­se­cuen­cia, aban­do­na. El con­sue­lo, insig­ni­fi­can­te, es que la hoja está lle­na (a tama­ño de fuen­te 12 e inter­li­nea­do 1,5) y que toda­vía hay vino. Afue­ra llue­ve. Eso ya lo dijo. Eso todos lo saben.