Según Ernesto Laclau, “ya están lejos los tiempos en que la transparencia de los actores sociales, de los procesos de representación, incluso de las presuntas lógicas subyacentes al tejido social, podría ser aceptada de manera no problemática.” En consecuencia, pensar las “crisis” económicas argentinas como simples síntomas de una bipolaridad histórica sería caer en una literalidad simplista. Porque esto ya no va de partidos, sino de enfrentamientos hegemónicos que se juegan en el ring de un Olimpo muy alejado de las personas a pie de calle.
La actual crisis del libro no tiene inicio reciente. Si queremos poner un reparo histórico inaugural, lo colocaríamos el 24 de marzo de 1976, cuando fruto de la alianza entre la casta militar y cierto empresariado se produce un saqueo y demolición de la disidencia popular, la continuación de lo que ya venía desde 1955, ante el avance de la derecha política.
Este artículo se esfuerza por ceñirse a la crisis editorial y del libro, pero estos fenómenos no se dan aislados. El proceso cívico-militar arrasó con personas y con la cultura también. Se quemaron libros al mejor estilo nazi. Todo resultó un plan preconcebido de exterminio.
“El viernes en la librería, Marcelo Díaz me cuenta del allanamiento a Siglo XXI. Hombres de civil armados lo clausuran por orden de la Junta Militar. Los militares seguirán en esta línea. ¿Habrá que exiliarse? Hay gran atmósfera de incertidumbre y terror.”
— Ricardo Piglia: Diario de Emilio Renzi, tomo III.
Luego, aturdidos, tomamos una curva no prevista en el mapa de la historia argentina, derrapamos, y perdimos el rumbo ético. Tarde para lágrimas.
Aumento de la inflación, apertura importadora, economía bimonetaria, constante devaluación, encarecimiento del papel. Parece que estamos describiendo estos días aciagos, pero no, no, la misma situación se dio en aquellos años ’70. La crisis viene de lejos, y es aplastante intentar competir en un mercado cada vez más desregulado y orientado a la especulación financiera. El cuello de botella contemporáneo responde a una serie de factores políticos, culturales, y económicos que venían de arrastre, más otros que surgieron en estos años, como la merma presupuestaria, un diseño de programación cultural pegado con saliva, o — reiteramos — el alto valor del papel, que se paga como casi todos los insumos a valor dólar. Porque siempre que se quiso achicar al Estado en pos de incidir en el déficit fiscal como motor de todos los males del país (léase: empequeñecer presupuestos para cultura, libros, y relacionados) se perjudicó a la industria editorial, a pesar de algunas administraciones terapéuticas que se aplicaron al subsidiar actividades culturales.
La comercialización del libro, un proceso complejo
Los libros pensados para la escuela (llamémoslos “libros de texto”) representaban el 40% de la industria editorial. Ahora apenas alcanzan el 10%. Acá hay un dato duro e imposible de negar: desde 2019, la caída es del 70%. Así se vino abajo la edición. A pesar de esto, hay gente que habla de planes de lectura.
Para el mercado editorial un grupo de texto son los manuales, que son publicaciones que se piensan estrictamente para la enseñanza. Otra rama de ventas son los ejemplares narrativos, infantiles, o juveniles, que se toman como complementarios del proceso educativo. Ambos conforman un universo bastante separado de novelas, cuentos, y poesía, como entendemos todos. Los libros de texto vienen recomendados desde las escuelas y la promoción se da en el ámbito educativo. La otra clase de ejemplares mencionada posee una lógica diferente.
En este momento tan difícil, la proporción de libros de texto frente a los generales ha sido de un 10% en el mercado. En otros tiempos se estaba entre el 40% y el 60%. Esto informa Ramiro Villalba, director de AZ Editora y parte del grupo de educación de la Cámara Argentina del Libro.
La misma Cámara publicó un informe con los números de 2020: la producción pasó de 12,4 millones de ejemplares en 2019 a 8 millones en 2020. Y si se compara con 2016, el bajón es del 60%. Lo interesante y contradictorio — y hasta se podría decir esperanzador — es que se imprimieron más títulos con baja tirada. Si queremos comparar, para tener una idea, el precio de un texto escolar (tan fundamental, dado que la lectura comienza en la escuela y en la casa) con el de un helado (tan superfluo), nos encontraremos con que los precios de ambos son muy similares. Sin desmerecer al helado, que es rico, hay una diferencia fundamental: el helado se derrite; el libro no.
Pero el libro es un objeto que se logra al final de una larga cadena de eslabones, muchos de los cuales son frágiles. Desde el autor/a al lector/a pasa por correctores, ilustradores, diseñadores, etcétera, hasta la imprenta, donde no concluye su nacimiento, sino que continúa su parto con la publicidad, la distribución, y los puntos de venta. O sea que el libro nace fruto de un proceso, como los propios seres humanos, y pueden pasar meses hasta su gestación y su “legitimación” social, porque si otra persona, un o una lectora no lo abre y lo lee, todo ese esfuerzo, toda esa gestación, acabarán siendo inútiles.
En Misiones, por exponer sólo un factor de debilidad en esa cadena compleja, en esas postas que debe sortear un ejemplar, casi no existen librerías. La provincia tiene más de un millón de habitantes, y cuenta con no más de cinco librerías, lo que vendría a ser, más o menos, una para 240 mil habitantes. Y encima concentradas en Posadas y Oberá. ¿Cómo ofrecer libros? Se podrá mencionar a las bibliotecas públicas, es cierto, pero estas instituciones son subvencionadas y luchan a brazo partido por sobrevivir, víctimas de la lógica del mercado capitalista. Párrafo aparte merecen las abnegadas ferias del libro y la variante de venta en línea, que recién comienza a despegar.
Promediando el recientemente pasado año 2022 nuevamente (¡feliz año nuevo!) una intensa especulación en el mercado de divisas cae, como un piano desde una azotea, sobre la ya enclenque industria cultural del libro. Sorprendernos por el malestar que azota a quienes imprimen, editan, distribuyen, o leen libros quizás sea pecar de ingenuos. La literatura en formato tangible se encuentra en terapia intensiva desde hace ya tiempo. Hemos dialogado con protagonistas de esta dimensión fabril, a la vez simbólica, y por cuestiones de respeto a la privacidad omitiremos nombres, pero no ansiedades.
La crisis desde adentro
Más allá de incertidumbres y estoicismos, algunas variables tienen un correlato temporal. Una es, según nos planteó un librero líder en la región, la curva de demanda que conecta con el importe de los libros. A medida que el precio sea mayor, los consumidores de literatura optarán por comprar una menor cantidad anual de ejemplares. Este factor armoniza con la opinión de un importante gestor cultural, que predijo que las versiones digitales ganarán espacio. Y es lógico: el formato de libro electrónico llega cada vez con más fuerza. Las personas están accediendo más a ellos y, aunque la versión en papel tiene su cuota de nostalgia, de «olor a libro», la disyuntiva es de hierro: primero la compra en el supermercado, luego la salud y, si puedo, un libro. El autor Orlando van Bredam, oriundo de la provincia de Formosa, donde casi no existe mercado literario, supo comentar y asombrarse con la cantidad de veces que algunos textos suyos eran leídos cuando los compartía en Facebook, mientras sus libros impresos no obtenían una repercusión paralela.
Un destacado imprentero disparó munición gruesa cuando relató sus contingencias actuales. En una imprenta pyme trabajan, aproximadamente, entre quince y veinte personas, que deben cuidar día a día su privilegio de no ser desocupados. Pero el problema es transversal. Una titiritera inflación local y una crisis mundial de insumos y materia prima hacen muchas veces imposible planificar la producción con continuidad. Al mismo tiempo, una dinámica laboral que obliga a saber acomodarse cotidianamente para subsistir, teniendo en cuenta y anticipando jugadas externas a la planificación de negocio prevista por la empresa, crea un escenario aún más complejo. Pero esto no les sucede a los grandes oligopolios del rubro, pues ellos imponen las reglas de juego.
Actualmente, faltantes de insumos como papeles pesados (que tienen precios por las nubes), y una consiguiente falta de stock, hacen imprevisibles los precios para abastecerse y cumplir, sin constantes ajustes, los niveles de producción necesarios para no bajar la persiana. Por ejemplo: el papel ilustración es importado y el año pasado valía, aproximadamente, US$1,45 dólares el kilo. Hoy el kilo está a US$4, casi 3 veces más, a lo que tiene que agregarse el ajuste inflacionario del peso. Además, las papeleras piden pago contado anticipado a pie de camión, sin el cual se rehúsan a bajar la mercadería. Si no hay papel, no hay presupuesto. Y cuando se logra uno, la vigencia no supera los siete días. Debe también sumarse el problema de las máquinas de impresión, casi todas importadas, que exigen insumos y repuestos y que comienzan a ser difíciles de adquirir porque no se consiguen en los proveedores habituales.
Una esforzada editora asume que este es el “peor momento” que está atravesando su editorial desde que comenzaron a publicar hace diez años. Referentes de la cultura en el NEA nos dicen que esta situación nos afecta a todos y todas, que estamos ante una encrucijada clave, y que no se puede dejar que el mercado haga lo que quiera. Sin embargo, los argentinos no perdemos la esperanza (¿en qué?) y pensamos que siempre que llovió . . . paró. Pero esta vez el contexto mundial es recesivo. Los tsunamis no cesan de llegar: pandemia, guerras, y el asomo de un punto de inflexión histórico. Marvel y Netflix saldrán ganando, ¿sus películas postapocalípticas serán la catarsis Prozac para un mundo zombi?