El empresario Gabriel Mogadiscio creía ser un buen hombre. Dotado de una astucia comercial envidiable, jamás tomó una decisión que no lo hiciera progresar en su estado pecuniario. Habitaba en un país tan próspero como sus empresas. Mientras sus negocios acumulaban riquezas, no dudaba en dar una parte de las mismas a cada una de las personas que colaboraban con él. Durante las noches dormía lleno de satisfacción en su vasta cama, con las extremidades relajadas y la nariz sonora.
Un día, al despuntar el alba, un hombre proveniente de un país lejano se acercó a su babilónica morada, reventó uno de los ventanales de su habitación con una piedra y habló a los gritos en un idioma que nadie entendía. Las fuerzas de seguridad que patrullaban la mansión lo prendieron. El detenido no lograba explicarse. Buscaron por todo el país pero no encontraron a ninguna persona capaz de comunicarse con él. Con gran amargura rompió en llanto. Mogadiscio, conmovido, le dio algo de dinero y ropas para que se fuera. Se alejó sin molestar, aunque continuó llorando mientras lo hacía.
Tiempo después, Mogadiscio fue despertado por dos piedrazos. Cuando llegó al salón principal de su mansión, los guardias habían reducido a dos sujetos que manejaban aquel inentendible lenguaje que habían escuchado de la boca del primero. Uno de ellos tenía la mejilla surcada por una única y gruesa lágrima que concentraba todo su dolor. El otro mantenía los ojos sobre sus mugrosos pies. Esta vez, Mogadiscio no se conmovió. Creyó conveniente y apropiado apoderarse de lo poco que tenían los extranjeros a modo de justa retribución por su inexplicable vandalismo. Los expulsó de su casa, siempre imposibilitado de dar o recibir justificaciones. Durmió esa noche con la tranquilidad de siempre.
A La mañana siguiente, una lluvia de piedras penetró por todos los ventanales. Los proyectiles no cesaban, los guardias estaban muertos en la sala principal y Mogadiscio esperaba su turno mientras su mansión comenzaba lentamente a transformarse en ruinas. Sin coraje para resistir semejante martirio, tomó un cuchillo y lo hundió en sus venas. Lentamente fue abrazado por un reconfortante hormigueo que lo depositó en un agradable sueño. Al día siguiente, despertó una vez más en su cama. Sorprendido, observó por la ventana y vio a sus hombres haciendo guardia. Respiró. Mientras abotonaba su camisa una piedra rompió los vidrios de su habitación.