Estuve en las escaleras, las mismas que ella recorrió en la noche ensangrentada, la noche última en la que el espanto disolvió sus gestos y los privó para siempre de inocencia, para castigo irremediable de los que no estuvimos allí y para sombra entre sosiegos inmerecidos de los que con su presencia maldijeron ese instante atroz.
El lugar es ahora intrascendente. Peregrinos de la estupidez recorren las calles y por suerte no saben, porque así solo unos pocos compartimos el ritual inexistente que alguna piedad mezquina borrará también un día, mientras marchemos al desencuentro tan temido donde ella tampoco estará.
En la explanada dos amigos se sacan una foto con la cámara en automático. Uno se hace el tullido, imitando a un pobre vagabundo que pide limosna, el otro sonríe con algún esfuerzo.
Dos policías cuidan ahora de una normalidad sin altibajos. Unos chicos se empecinan en tratar de ser malos y una madre grita como si lo hubieran logrado, pero no hay rencor en la plaza. Un tipo con cara de desprecio trata de vender cartillas con horóscopos y una chica de piernas hermosas, que no lo mira, como aprendió, se aleja y él la sigue, sumando miseria a su desdén. Una pareja se besa al sol cerca del lugar donde la sombra avanza hacia el muro de la iglesia, el mismo contra el cual Juan, que la vio correr, casi se desangró.
Con los años he olvidado casi todo y lo que recuerdo no es digno de confianza. Sé que no reía con frecuencia, que se empeñaba en lo que nunca supo que eran sueños, que prometió convencida cosas que no tuvieron tiempo de ser más que promesas y que nunca sabremos si hubieran sido algo más, que no era de inocencia diáfana pero no fue culpable de nada sustancial.
Con los años insistir en la estupidez de su muerte se ha vuelto innecesario. Pasó ya tanto tiempo que aún si hubiera tenido un sentido, ya podría haberlo perdido. Pero a veces todavía me desespero tratando de concebir que para tantos otros nada de eso importa. Nunca tuvo, que yo sepa, acceso a cielo alguno, ese que evocan aquellos que vislumbran espacios para un dios.
Me sorprendí mirando en la plaza si había algún chico que pudiera haber sido suyo. Nadie usa ahora esas polleras escocesas y las mujeres que continuaron viviendo ya no corren a saltitos, ni saltan al cuello con tanto afán. Todo en la espera es anacrónico.
No debiera haber ido. Allí tampoco estoy. Su bufanda beige vuelve en la noche y, sin dejarme verla, me envuelve sin fin en nubes de rencor. Quiero llorar otra vez para mojar esos dedos que no toleran verme así. Me esfuerzo en rozarlos con mis labios hasta que el disparo, también invisible, atora una y otra vez la vida al amanecer.
Originalmente publicado en NEACONATUS.