La edad de los muertos

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Encabezado de

Cuan­do lle­ga la bri­sa ya es de maña­na. Ya ama­ne­ció y el alon­so se sacu­de el cuer­pe­ci­to marrón, agi­ta las alas sin mover­se del tron­co, sil­ba y aven­ta el plu­ma­je como si qui­sie­ra asus­tar a la maña­na recién naci­da, sal­ta de gajo en gajo mien­tras el case­río des­cuel­ga de lo alto el bri­llo man­so del sol, abre puer­tas y ven­ta­nas, salen las muje­res a barrer, los hom­bres se enca­mi­nan a las fae­nas.

Te habías que­da­do dor­mi­da en la mece­do­ra, vie­ja Rosa­rio Aya­la, bajo el ale­ro que daba al sur lleno de vien­tos áspe­ros que se zam­bu­llían en la tie­rra, daban vuel­tas y vuel­tas levan­tan­do pol­vo y des­pués des­apa­re­cían en el mato­rral. ¿Soña­bas, vie­ja Rosa­rio Aya­la? ¿Apa­gas­te la alcu­za? ¿Seguías con­tán­do­me aque­lla noche que nun­ca se te olvi­dó? Tu memo­ria es tenaz, mamá decía si la vie­ja Rosa­rio Aya­la no se acuer­da, es por­que nun­ca suce­dió, pero cuan­do te vi bajo el ale­ro, jun­to a esa cica­triz del revo­que des­cas­ca­ra­do en la pared, bajo las ramas arru­ga­das del catal­co, supe que entre­so­ña­bas de nue­vo esa noche per­di­da que siem­pre te encon­tra­ba en su camino; erra­ba la noche, la pesa­di­lla, y siem­pre ter­mi­na­ba hallán­do­te ensi­mis­ma­da, será que de tan­to pen­sar­la se te ha meti­do en la san­gre, en los hue­sos, en las car­nes tan entu­me­ci­das de estar­se quie­tas, a sol y a som­bras, quie­tas y enve­je­ci­das.

¿Me con­ta­ría de nue­vo esa his­to­ria, vie­ja Rosa­rio Aya­la?

Vinie­ron apa­re­cien­do, el pol­vo sobre la línea de la tie­rra se alza­ba a mon­to­nes, el pas­to seco retum­ban­do, hacien­do ese tucu­tún, tucu­tún que sabe hacer cuan­do las tro­pi­llas galo­pan sobre las gra­mi­llas, cua­ren­ta caba­llos con cua­ren­ta jine­tes, con cua­ren­ta tacua­ras ame­na­zan­do el cie­lo oscu­ro, iban a otro sitio, se les nota­ba en el modo de mirar sin ver todas las cosas.

¿Era en abril, vie­ja Rosa­rio?

Era ese tiem­po en el que las vacas mugen sor­do, cuan­do van a echar ter­ne­ros y se recues­tan con­tra los pos­tes del alam­bra­do, me acuer­do por­que la negra, esa vaqui­llo­na retin­ta que me había rega­la­do coma­dre Vicen­ta y des­pués se enfer­mó has­ta morir, no deja­ba de mugir con­tra el pos­te del potre­ro. Es un puro rui­do sin ganan­cias por­que ni leche tie­nen para dar. Ese tiem­po.

Cada tar­de íba­mos al cam­po­san­to. Le dije al cura Aure­lio: quie­ro saber si las velas que encien­do para Lucía le ser­vi­rán allá deba­jo de la tie­rra, don­de todo debe ser oscu­ro. Cuan­do dio el res­pon­so abrió un libro inmen­so con las tapas negras y yo mira­ba los ojos de San­ta María Dolo­ro­sa y me fija­ba en ese llan­to de madre, en esa angus­tia que no se movía de su sitio, en esos ojos de la san­ta, en la boca apre­ta­da, en el llan­to que bro­ta­ba sin caer, en todo eso sen­tía­mos el mis­mo dolor, yo por Lucía, la San­ta Dolo­ro­sa por las iniqui­da­des que le hicie­ron a su Hijo sien­do ino­cen­te como Lucía. En el fon­do, era el mis­mo dolor, pero cuan­do el cura Aure­lio abrió ese libro, me amar­gué. Las pala­bras de Dios siem­pre me asus­ta­ron, la vie­ja Rosa­rio Aya­la una sies­ta me dijo que Él no es como noso­tros, que no sabe sufrir ni el mal le roza los pies, que no cono­ce dolor y me apen­sio­nó, sen­tí lás­ti­ma de todos noso­tros que sabe­mos sufrir y apren­di­mos a pisar el dolor y a cami­nar sobre él por­que siem­pre está a la espe­ra de hacer­nos res­ba­lar y caer ren­di­dos a sus pies.

Hay que rezar con devo­ción, Remi­gia, me dijo el cura Aure­lio. Has­ta que los rue­gos sofo­quen los malos pen­sa­mien­tos, me dijo. Así están oran­do los ánge­les y mue­ven el cie­lo con su fe.

En ese libro negro que abre el cura Aure­lio está todo entre las pági­nas aja­das, está la mal­dad y está la bon­dad, Lucía que­ri­da, está el día en que nace­mos, el día en que la muer­te nos encuen­tra miran­do el cie­lo, está la edad de los muer­tos; pero el cura no deja que nadie lea el libro negro con la cruz de oro en la tapa.

Ese atar­de­cer, cuan­do encon­tra­ron a Lucía ella tenía los ojos abier­tos miran­do el cie­lo, ¿será que esta­ba miran­do a los ánge­les, enton­ces? ¿Será tan mala que has­ta des­pués de muer­ta siga miran­do a Dios? Cada noche, en vís­pe­ras, el suin­dá rasa­ba el cie­lo oscu­ro con el graz­ni­do espan­to­so, yo cerra­ba las ven­ta­nas por­que mamá decía que cuan­do entra en la casa ese gri­to del pája­ro, alguien se mue­re, es anun­cio de des­gra­cias, decía.

Mejor la peni­ten­cia, hija, decía el cura Aure­lio. Mejor sumir­se uno en sus aden­tros y pedir­le a Dios que nos ayu­de a sos­te­ner­nos en las horas difí­ci­les, sin la mano de Dios nos tam­ba­lea­mos y cae­mos. Y aba­jo está el dolor.

Ya sé eso, padre Aure­lio. Si cae­mos, nos reci­be el dolor.

La Vir­gen de los Dolo­res tie­ne una coro­na de pla­ta, de doce estre­lli­tas con pie­dras; entre las manos, la mayo­ra­la que ayu­da al cura en el tem­plo le pone un pañue­li­to de enca­jes y ese paño blan­co entre las ropas negras del luto se ha vuel­to ama­ri­llo, no sé por qué la mayo­ra­la no cam­bia la tela, con los man­te­les que cual­quie­ra daría de rega­lo para San­ta María sufrien­te, para ali­viar­le un minu­to de tan­to dolor que vie­ne arras­tran­do has­ta la cruz de su Hijo que está enfren­te.

¡Espan­te esa pesa­di­lla, vie­ja Rosa­rio!

Des­de el mar­co de la ven­ta­na los cua­ren­ta caba­llos se movían como uno solo, los cas­cos se levan­ta­ban y caían en el sue­lo al mis­mo tiem­po, entre gol­pe y gol­pe que­da­ba un silen­cio y me sal­ta­ban las venas del cue­llo, resal­ta­ba el pecho, ahí aden­tro, muy apre­ta­do, el cora­zón tam­bién hacía silen­cio cuan­do la tie­rra calla­ba.

Gas­par Barrios ni quie­re ni tie­ne rabia ni sabe lo que bus­ca. Pasa con el caba­llo al galo­pe ten­di­do, se des­en­tien­de de todo, ni salu­da ni hace ges­tos, sigue algún camino que da vuel­tas, nun­ca lle­ga don­de quie­re estar. Así es Gas­par Barrios, y Lucía lo seguía con los ojos, iba detrás, iba ade­lan­te, has­ta que se cru­za­ron y ella cayó en el dolor y él sigue su camino. Que­rer a Gas­par sig­ni­fi­ca que­rer a nada. Y con todo, la vie­ja Rosa­rio le había adi­vi­na­do:

No hagas caso a tu sen­ti­mien­to, no te con­vie­ne ese mucha­cho des­amo­ra­do, des­de que nació des­tro­za todo lo que tie­ne, que se vaya lejos con su caba­llo, que no sepa más el camino para vol­ver total que de este pue­blo es fácil per­der­se.

Y Lucía sue­ña que te sue­ña siem­pre con el mis­mo cari­ño que nun­ca tuvo, como rezan­do decía el nom­bre espe­ran­do que San Juan encen­die­ra las lum­bre­ras de su amor allá en el cie­lo, pero nada. Pasa­ba Gas­par y sola­men­te que­da­ba el pol­vo del galo­pe, siem­pre el ala del som­bre­ro cubrién­do­le el mie­do que se esca­pa­ba por los ojos.

A fuer­za de que­rer­te me negué a mí mis­ma, se fue cam­bian­do el tiem­po para mí, no con­ta­ba sino las horas de espe­rar, para ver­te pasar nada más, y otra vez la nue­va espe­ra y todo lo que venía siem­pre era espe­rar, esa era toda mi dicha des­de que te que­ría, decía sin hablar.

Aho­ra se que­dó muy quie­ta allá bajo la tie­rra, muda para siem­pre, y lo que dijo y lo que no dijo lo lle­vó con­si­go a las pro­fun­di­da­des. Decía que lo extra­ña­ba cuan­do los ojos se le iban en la leja­nía detrás de esa som­bra que siem­pre fue Gas­par, se iba siguién­do­lo des­de acá. Pobre Lucía, se fue lle­ván­do­se su sen­ti­mien­to que nun­ca valió nada para Gas­par.

Llue­ve en la inmen­si­dad del mun­do, el camino que lle­va lejos está borra­do, nos man­tie­ne ence­rra­dos en este pue­blo, espe­ran­do siem­pre. Me pare­ce que en la bru­ma de la dis­tan­cia, allá don­de la cerra­zón del cie­lo lle­na todo de oscu­ri­dad, pasa de nue­vo Gas­par en su caba­llo; la llu­via cae como si se des­mo­ro­na­ran pare­des blan­cas. Tan­to espe­rar para no saber si dolía más la ausen­cia o tener­lo cer­ca siem­pre de paso, como la llu­via que se hace opa­ca, no deja ver los ojos escu­rri­di­zos bajo las alas del som­bre­ro.

Duer­ma en paz, vie­ja Rosa­rio. Deje que sus mie­dos sigan de lar­go, que se ale­jen detrás de esa muche­dum­bre de agua de la llu­via que cae.

“Que­re­mos algu­na can­tim­plo­ra, algu­na comi­da, ya ve que nos per­si­guen, que las par­ti­das de la poli­cía nos vie­ne siguien­do, que ya se escu­chan los ladri­dos y son muchos, se nota por el tumul­to que hacen, no digan que nos vie­ron, digan que por aquí no pasó nadie, si alguno ve las pisa­das de los caba­llos dígan­le a los sar­gen­tos que es de una tro­pa de gana­do que cru­zó esta maña­na. Pero apú­re­se, ¿no ve que veni­mos per­se­gui­dos? Escu­che el pul­so de la caba­lla­da, ¿se da cuen­ta aho­ra? Esos piso­to­nes están a pun­to de reven­tar el pajo­nal, no quie­ra ver la matan­za enfren­te de su casa, no nos vamos a ren­dir a nadie, por eso le digo que si nos alcan­zan, habrá matan­za de las fie­ras, yo le diría coma­dre que nadie que­da­ría en pie y no es una fies­ta tener una dego­lli­na en sus patios, denos todo lo que ten­ga de comer, denos un poco de vino en la can­tim­plo­ra, cuan­do ven­ga la par­ti­da y pre­gun­te si vio a los gau­chos alza­dos, díga­les que nun­ca nos vio, que jamás nos vio, que a nin­guno nos vio, díga­les eso mama­ci­ta”

Duér­ma­se vie­ja Rosa­rio, des­can­se de una vez, tápe­se las rodi­llas con la man­ta, deje que la llu­via se lle­ve todo, el cura Aure­lio dice que la llu­via es la ben­di­ción de Dios. Habrá leí­do eso en el libro negro con la cruz de oro en la tapa, esa llu­via que cae con vio­len­cia lle­nan­do de relám­pa­gos y true­nos el pue­blo es lo úni­co que nos que­da para defen­der­nos del mal.

Capí­tu­lo de la nove­la “Enero: Los Perros de Dios,” publi­ca­da por la Edi­to­rial Ser­vi­li­bro de Asun­ción, Para­guay, en 2013.