El coche avanzaba por la carretera que une la ciudad de Apóstoles con Posadas, Capital de la provincia de Misiones. Al volante del mismo se encontraba quien hoy escribe estas líneas. Era las dos de la madrugada y el cielo encapotado anunciaba una próxima tormenta.
Había partido desde Apóstoles media hora antes y avanzaba a ritmo moderado, tratando de no superar los ochenta kilómetros por hora, ya que, el horario impropio y la jornada del día que finalizara, dejaban sus huellas sobre mi organismo.
El mes de septiembre del año 1985 se encontraba promediando y, ante la oscuridad del entorno, sólo quebrada por la luz de los relámpagos, se podía presentir el bello paisaje que nos ofrece la naturaleza en esa zona de transición entre el campo fértil a la izquierda y la cadena de sierras cubiertas de selvática vegetación que se levantaban a mi derecha. Los lapachos, florecidos desde el mes de julio, daban paso a otras especies que florecían en primavera, época en que las lluvias misioneras arrecian con violencia durante un corto período para dar paso luego, en un tiempo infinitesimal, a un cielo radiante y límpido. Lluvia que, como una bendición, atempera el ambiente ya de por sí cálido de nuestra tierra aún en primavera.
El cielo comenzó a desgranarse en inmensas gotas que golpeaban violentamente contra el parabrisas de mi auto ni bien había transpuesto el cruce de “San José”, lugar donde la Gendarmería nacional, aún en esas horas, ejercía una discreta vigilancia sobre el tráfico de vehículos y personas.
No había avanzado más de dos mil metros del punto referido, cuando, luego de una serie de pendientes y contrapendientes del camino, observé que, sin ninguna protección contra la lluvia, una mujer cuya edad no pude establecer desde el volante, me hizo señales de que me detuviera. Mientras frenaba el auto, traté de divisar algún vehículo descompuesto que estuviese en las inmediaciones, pensando que la mujer habría tenido un percance con su automóvil. Pero no. Estaba sola y no portaba ningún equipaje que no fuese un pequeño bolso de mano.
Una vez instalada en el asiento destinado al acompañante, procedió a presentarse y a explicar su situación. Me manifestó que se llamaba María (tenía entre treinta y cinco y cuarenta años) y que era propietaria de una chacra donde vivía junto a su esposo. Que debía viajar a la ciudad de Posadas donde su marido estaba internado en un conocido sanatorio debido a una operación quirúrgica nada grave. Que en la tarde de ese día había venido desde la ciudad hasta su hogar para poner en condiciones ciertas cosas de la casa y de la chacra y que se le había hecho tarde. Que no queriendo quedarse a dormir sola en la casa procedió a salir hasta la ruta a solicitar que alguien la lleve a la ciudad o, en su defecto, caminar hasta el cruce donde pediría a los hombres de la Gendarmería que le permitieran permanecer allí hasta que cruzara el primer colectivo rumbo a la ciudad.
El tramo realizado desde que la mujer subiera al auto hasta que la dejé frente al sanatorio donde se recuperaba su esposo demandó aproximadamente media hora de marcha, bajo una lluvia que sólo se atenuó cuando ya ingresábamos a la ciudad...
Con esta introducción se podría preparar al lector para escuchar un caso asombroso, de aparecidos o fantasmas que perturban a la gente por la noche en medio de rutas desoladas.
Pero no. Nada raro ni sobrenatural tiene este relato, salvo el sedimento de una conversación mantenida durante el viaje con esta buena mujer que vivía en medio de la naturaleza y que amaba a su hábitat de la misma manera que amaba a su esposo.
No importa ahora profundizar en los detalles de nuestra charla. Eso sí. Le conté de mi esposa, de mis hijas, de mi casa, de las plantas del jardín y “del amor” que sentía por los pájaros, amor que se materializaba en dos inmensas jaulas donde “mis pajaritos” prisioneros gozaban de todas las comodidades y de la seguridad de la alimentación diaria sin más esfuerzo que el de alegramos con su canto.
Hoy, sólo quiero recatar la última frase con que se despidió la mujer después de las palabras de agradecimiento de rigor:
- Señor, me dijo, si usted quiere tener pájaros, no compre una jaula, plante árboles, nada más.
Nunca más la vi. Ella no supo quién era yo y yo tengo muy pocos antecedentes de su identidad y de los pormenores de su vida.
No obstante, veinte años después de aquel suceso, en mi casa aún quedan las huellas que dejan las palabras cuando no son sembradas en el vacío: dos grandes y antiguas jaulas, pintadas de todos los colores de la primavera, con sus puertas abiertas, dan cabida en su interior a innumerables plantas y flores que dan vida a nuestra casa.
Junto a ellas, desde las ramas de un inmenso árbol de casi veinte años de antigüedad, decenas de pájaros de todas las especies, en absoluta libertad, alegran nuestro patio con su presencia y dan más brillo a nuestras vidas con sus interminables gorjeos.
Y yo les puedo asegurar:
“No existe en el mundo mejor canto que el que se emite en libertad”.