Otro cuento fantástico

3
65

Hubo atar­de­ce­res, en los que Aimé cami­na­ba len­ta­men­te unas cua­dras des­de su casa has­ta la exca­va­ción don­de se cons­trui­ría un edi­fi­cio. Y recor­da­ba con nos­tal­gia que allí estu­vo la caso­na cen­te­na­ria El Ángel, que lle­na­ba la cua­dra de his­to­ria, dón­de entre otras acti­vi­da­des, fun­cio­na­ba su taller lite­ra­rio.

Soli­ta­ria, con los ojos hun­di­dos en la pro­fun­di­dad de la tie­rra soca­va­da, reci­ta­ba fuer­te algún que otro poe­ma, que nadie escu­cha­ba por­que se per­día entre el rui­do ensor­de­ce­dor de las maqui­na­rias…

Muchos de sus alum­nos resul­ta­ron talen­to­sos escri­to­res. Otros asis­tían para palear la sole­dad o el tedio; pero a todos, siem­pre los alen­ta­ba a expre­sar sus secre­tos y emo­cio­nes trans­for­mán­do­los en letras. Aun­que ya no daba cla­ses, aún se veía con su alum­na Rina, tam­bién veci­na anti­gua del barrio, que solía escri­bir cuen­tos fan­tás­ti­cos sobre teso­ros ente­rra­dos. A Aimé le impre­sio­na­ba su fecun­da ima­gi­na­ción, aun­que lite­ra­ria­men­te deja­ban mucho que desear.

Si bien era una leyen­da de los asen­ta­mien­tos de reduc­cio­nes jesuí­ti­cas, duran­te mucho tiem­po Rina sos­tu­vo que en el terreno de esa caso­na, había un gran cofre con joyas y mone­das de oro, cus­to­dia­do por un espí­ri­tu que sólo se lo mos­tra­ría a alguien sin ava­ri­cia y puro de cora­zón. Alguien que real­men­te lo nece­si­ta­ra…

Por­que pa´ lo malos cris­tiano el teso­ro se corre o se trans­for­ma en pie­dras. Y si el fan­tas­ma se le apa­re­ce pidien­do ora­ción a cam­bio de mos­trár­se­lo, es que está lis­to pa des­en­te­rrar. Aquel ele­gi­do afor­tu­nao debe­rá mudar­se a otro lugar sin decir onde, y siem­pre agra­de­cer a quien dio ayu­da pa des­cu­brir­lo…”. Aimé recor­da­ba casi de memo­ria ese cuen­to de Rina escri­to con len­gua­je bási­co. Y la ora­ción en gua­ra­ní que el abue­lo le había pasa­do para poder encon­trar el teso­ro.

Cada tan­to lo leía; espe­cial­men­te cuan­do se ani­ma­ba a abrir recuer­dos guar­da­dos den­tro de una car­pe­ta de “cuen­tos muy fan­tás­ti­cos”, que des­can­sa­ba en su des­or­de­na­do escri­to­rio, jun­to con otras crea­cio­nes espe­ran­do ser revi­sa­das.

Su fiel alum­na Rina…Hacía tiem­po le había pro­me­ti­do una visi­ta lite­ra­ria, ya que a pesar de su limi­ta­ción, siem­pre que­ría escri­bir mejor los rela­tos de teso­ros y espí­ri­tus.

En uno de esos ano­che­ce­res de verano en el que calor impe­día estar den­tro de las casas, Aimé se que­dó más tiem­po fren­te a la exca­va­ción miran­do des­can­sar las enor­mes garras metá­li­cas, cada vez más aden­tro del sue­lo rojo y pedre­go­so. El sereno que ya la cono­cía como la pobre escri­to­ra “des­va­ria­da”, la salu­dó sin dar­le mucha aten­ción.

Ya esta­ba por mar­char­se cuan­do per­ci­bió una lumi­no­si­dad detrás del úni­co árbol que había que­da­do en pié… y le pare­ció ver a alguien hacién­do­le señas. Repen­ti­na­men­te le vino a la memo­ria la ora­ción gua­ra­ní del cuen­to de Rina... Pare­cía como si ella se la estu­vie­ra dic­tan­do una y otra vez.

Avan­za­da la noche, al sereno, curio­sa­men­te soño­lien­to, no le sor­pren­dió ver a Aimé hablan­do sola y jun­tan­do pie­dras en la exca­va­ción, que con mucho cui­da­do iba ponien­do en una bol­sa. Pen­só en ayu­dar­la, para que se fue­ra rápi­do, pero no se podía mover del can­san­cio…

Nun­ca más se supo de la pobre pro­fe­so­ra de lite­ra­tu­ra. Pero sí de Rina, quien había cam­bia­do nota­ble­men­te; se la veía feliz, bien ves­ti­da y siem­pre con hojas escri­tas y libros en la mano. Muchos le pre­gun­ta­ban si seguía en con­tac­to con Aimé, su anti­gua pro­fe­so­ra del taller. Enton­ces ella inven­ta­ba otro cuen­to fan­tás­ti­co:

-Ah! Sí…nos comu­ni­ca­mos siem­pre. Le va muy bien a Aimé. Es que ella ganó un pre­mio impor­tan­te en un con­cur­so por su libro Cuen­tos muy fan­tás­ti­cos. Se lo publicaron…sí… muchos libro lle­va ven­di­do, ¿vio?... y anda por ahí… reco­rrien­do Euro­pa. Aho­ra yo le ayu­do… le man­do mis tex­tos por­que vamos a publi­car un libro jun­to ¡Y cada tan­to me envía algún rega­lo de por ahí…!-