Hubo atardeceres, en los que Aimé caminaba lentamente unas cuadras desde su casa hasta la excavación donde se construiría un edificio. Y recordaba con nostalgia que allí estuvo la casona centenaria El Ángel, que llenaba la cuadra de historia, dónde entre otras actividades, funcionaba su taller literario.
Solitaria, con los ojos hundidos en la profundidad de la tierra socavada, recitaba fuerte algún que otro poema, que nadie escuchaba porque se perdía entre el ruido ensordecedor de las maquinarias…
Muchos de sus alumnos resultaron talentosos escritores. Otros asistían para palear la soledad o el tedio; pero a todos, siempre los alentaba a expresar sus secretos y emociones transformándolos en letras. Aunque ya no daba clases, aún se veía con su alumna Rina, también vecina antigua del barrio, que solía escribir cuentos fantásticos sobre tesoros enterrados. A Aimé le impresionaba su fecunda imaginación, aunque literariamente dejaban mucho que desear.
Si bien era una leyenda de los asentamientos de reducciones jesuíticas, durante mucho tiempo Rina sostuvo que en el terreno de esa casona, había un gran cofre con joyas y monedas de oro, custodiado por un espíritu que sólo se lo mostraría a alguien sin avaricia y puro de corazón. Alguien que realmente lo necesitara…
“Porque pa´ lo malos cristiano el tesoro se corre o se transforma en piedras. Y si el fantasma se le aparece pidiendo oración a cambio de mostrárselo, es que está listo pa desenterrar. Aquel elegido afortunao deberá mudarse a otro lugar sin decir onde, y siempre agradecer a quien dio ayuda pa descubrirlo…”. Aimé recordaba casi de memoria ese cuento de Rina escrito con lenguaje básico. Y la oración en guaraní que el abuelo le había pasado para poder encontrar el tesoro.
Cada tanto lo leía; especialmente cuando se animaba a abrir recuerdos guardados dentro de una carpeta de “cuentos muy fantásticos”, que descansaba en su desordenado escritorio, junto con otras creaciones esperando ser revisadas.
Su fiel alumna Rina…Hacía tiempo le había prometido una visita literaria, ya que a pesar de su limitación, siempre quería escribir mejor los relatos de tesoros y espíritus.
En uno de esos anocheceres de verano en el que calor impedía estar dentro de las casas, Aimé se quedó más tiempo frente a la excavación mirando descansar las enormes garras metálicas, cada vez más adentro del suelo rojo y pedregoso. El sereno que ya la conocía como la pobre escritora “desvariada”, la saludó sin darle mucha atención.
Ya estaba por marcharse cuando percibió una luminosidad detrás del único árbol que había quedado en pié… y le pareció ver a alguien haciéndole señas. Repentinamente le vino a la memoria la oración guaraní del cuento de Rina... Parecía como si ella se la estuviera dictando una y otra vez.
Avanzada la noche, al sereno, curiosamente soñoliento, no le sorprendió ver a Aimé hablando sola y juntando piedras en la excavación, que con mucho cuidado iba poniendo en una bolsa. Pensó en ayudarla, para que se fuera rápido, pero no se podía mover del cansancio…
Nunca más se supo de la pobre profesora de literatura. Pero sí de Rina, quien había cambiado notablemente; se la veía feliz, bien vestida y siempre con hojas escritas y libros en la mano. Muchos le preguntaban si seguía en contacto con Aimé, su antigua profesora del taller. Entonces ella inventaba otro cuento fantástico:
-Ah! Sí…nos comunicamos siempre. Le va muy bien a Aimé. Es que ella ganó un premio importante en un concurso por su libro Cuentos muy fantásticos. Se lo publicaron…sí… muchos libro lleva vendido, ¿vio?... y anda por ahí… recorriendo Europa. Ahora yo le ayudo… le mando mis textos porque vamos a publicar un libro junto ¡Y cada tanto me envía algún regalo de por ahí…!-