La humedad, por la espesura de la selva, estimuló el sudor en su cuerpo, obligándola a dirigirse hacia un arroyo cuyas aguas la ayudaron a refrescarse.
En ese exhalar de alivio, los musgos y las plantas marcaban su camino. El crujir de las hojas esparcidas, la espesura del verde, estimularon su imaginación y le trajeron recuerdos de los cuentos ancestrales. El canto de los pájaros interrumpió el silencio.
Por esa zona de la selva, los lugareños suelen hablar de duendes y hadas. Victoria de pronto recordó las veces que su madre le contó sobre el Yasy Yateré, leyenda que en la zona se usaba como una forma de estimular el hábito de dormir la siesta. Intentó despejar ese pensamiento, movió su cuerpo a manera de temblor, una forma aprendida para expulsar la sensación de miedo. Una vez relajada, detuvo su atención sobre el borde del arroyo, para observar entre las ramas, unas páginas impresas. A cierta distancia se divisaba el resto del libro, con su tapa a medias, donde solo se podía leer parte del título: “…con lobos”.
Sentada en cuclillas, se acomodó mejor al borde del arroyo, con los dedos de los pies clavados en la tierra húmeda, modo de sostenerse para no caer de narices al agua que corría sobre las piedras gastadas por esas humedecidas caricias, sin soltar el material de lectura que se desplegaba en sus manos. De pronto comenzó a sonreír hasta estallar en carcajadas, con la sensación de haber encontrado el cofre con el tesoro más valioso que siempre había estado esperando. Esas sonoras risas se convirtieron en aullidos, gritos del alma acallados por décadas.
Envuelta con la fuerza de la naturaleza, sin percatarse del tiempo transcurrido, se sintió transportada entre las mágicas palabras escritas; tal vez en desuso para cualquier casual transeúnte; sin embargo para Victoria, que sentía su alma dolida, esas palabras la empujaron a estar consciente, alerta consigo misma.
Sintió que ese vacío causado por la fecha de caducidad de ser “el amor” para su esposo, se alejaba, evanesciéndose en el agua cristalina del arroyo, como si alguien acabase de sacar la coraza que impedía sentir que todo eso era parte de un ciclo que concluía, con otras posibilidades de encontrar el sentido de pertenencia.
El revoloteo de las aves posándose en los árboles que bordean el arroyo, abrieron sus alas destellando el sonido de su nombre, pronunciado por sus amigos en la convocatoria para unirse al almuerzo. Victoria, con una perezosa voz respondió al llamado, como una agotada exploradora sumergida en el buceo del sonido de su alma.
Al unirse al grupo como comensal, sintió la necesidad de callar la experiencia junto al arroyo, una manera de permanecer fiel a sí misma, como si protegiera tan magnífico tesoro.