“-¡Abuelita, qué dientes tan grandes tienes!
-¡Son para comerte mejor!”
La Caperucita Roja
Caminaba yo un día por el bosque –bajo la intensa luz de la mañana- husmeando la basta extensión de mi territorio, en busca de algún aroma que me interesara. Usábamos frecuentemente esa zona, pues ofrecía buenas posibilidades de comida y se veía, casi siempre, libre de molestos felinos.
Era la época de las flores y el comienzo de los días cálidos, en que los olores se confunden por doquier, haciendo las delicias del olfato a cada momento. Elegí, con gula, el mejor de los rastros, ensimismándome de tal modo en la persecución que, sin darme cuenta, abandoné a los de mi grupo. No se cuánto tiempo habré caminado con el hocico pegado al suelo, cuando la sorpresiva aparición me dejó estupefacto; clavado en el piso.
Rápidamente pude entender que se trataba de un humano pequeño, lo que me tranquilizó, pues suelen ser inofensivos. Las pocas veces que me he encontrado con uno de ellos, se me acercaron amigablemente o huyeron, pero nunca me atacaron. Por lo que sé de ellos, esta era una hembra y llevaba la cabeza y el resto del cuerpo cubierto con algo de un vivo color, similar al de la sangre. Estábamos tan próximos el uno del otro que ella también se sorprendió; y cuando ya había decidido volver sobre mis pasos, la oí emitir unos sonidos, mirándome como si tratar de comunicarse. La observé, curioso, preparado a huir apenas viera un signo de agresión, pero lo que hizo fue algo totalmente inesperado: dejó caer algo delante de mí. Olfateé desconfiado y el intenso aroma a carne de cerdo me saturó la nariz. Entonces el rechinar del estómago como consecuencia me recordó que estaba aún en ayunas.
Se me hizo agua la boca y tras lamerme los labios me adelanté hacia el sabroso bocado, sin quitar los ojos de la humana, que retrocedió unos pasos, animándome a engullir la carne. Pero la porción fue tan pequeña que solamente logró aumentar mis ansias.
Al levantar la vista observé otro pedazo de carne entre ella y yo. Con menos dudas avancé y también me lo comí. Y al acabar vi otro y luego otro. La humana se mantenía siempre lejos, mientras yo devoraba carne tras carne, hasta que luego de un largo rato de andar así, se metió a una guarida de humanos.
Me senté, mirando el lugar por donde desapareciera la pequeña, esperando a que regresara con sus entregas, pero no lo hizo. Al cabo de un tiempo, sin embargo, vi a otro humano, también hembra, pero adulta. Felizmente lo que hizo fue arrojar desde adentro un nuevo trozo de carne; pero había quedado tan cerca de la guarida que esperé a que desapareciera para ir a buscarlo.
Nunca antes había conseguido comida de esa manera, tan apetitosa y viendo humanos.
Cuando hube acabado y lamido el suelo con el último resto de sangre que quedaba, vi un nuevo trozo, esta vez mucho más grande, pero dentro de la guarida. Olfateé con dudas, mas al no sentir peligro, entré. Cuando clavé los dientes en el manjar un fuerte ruido detrás me sobresaltó. Giré y ya no estaba el orificio por donde había entrado. Busqué entonces en cada rincón de la guarida una vía de escape, sin poder hallarla. Perdí el apetito y comencé a aullar, arañando las paredes, intentando escapar, pero fue inútil. No obstante continué buscando –cada vez más desesperado- hasta que repentinamente se hizo un orificio, por donde apareció otro humano, grande, macho, con uno de esos elementos que usan para echar árboles en el bosque. Me observó un instante y luego –antes de que pudiera esquivarlo- me asestó un golpe tan fuerte que perdí el conocimiento.
Supongo que me creyó muerto. Cuando recuperé el conocimiento me encontraba sobre algo duro y plano, a cierta altura del suelo. La humana grande ponía dentro de algo del cual salía humo, unas plantas que las he visto crecer cerca de sus guaridas, mientras el humano macho y la pequeña avanzaban hacia mí.
Cuando vi el elemento en su mano, se me erizó el lomo de miedo. Me incorporé, sin más y antes de que me atrapara nuevamente di el salto más largo que recuerdo haber hecho en mi vida, pasando limpiamente por un agujero que había en un costado de la guarida. Una vez en libertad corrí con todas las fuerzas de mis patas, hasta llegar a mi territorio, en donde conté lo sucedido a mis compañeros, mientras una hembra lamía la sangre que aún brotaba de mi aturdida cabeza.
Los lobos aquel día aprendimos una importante lección. Lástima no poder contar esta historia a todo el mundo, para poder advertirlos.