A Casimiro no le agradaba para nada el viento norte.
Había estado tomando mate, en el galpón de las herramientas, ritual de todos los amaneceres. Allí tenía un trípode de hierro con un gancho que se ubicaba sobre el fogón ‚del mismo pendía la ennegrecida pava de hierro .En ese ranchito con techo de paja ‚guardaba utensilios , armas , elementos de trabajo, semillas ‚algunas ropas de faena ‚una mesa , un banco de madera y un baúl que presumiblemente había llegado de Europa, allí almacenaban papeles , fotos y muchas prendas de vestir para usarlas en días de lluvia o de frio.
Antes del amanecer ya se dirigía hacia el yerbal. Le gustaba recorrerlo por la mañana, bien temprano, observaba cada detalle del mismo, conocía cada rincón de la plantación y las características de cada una de las plantas de yerba, que ocupaban doce hectáreas de su chacra. Casimiro llegó hasta el tacurú donde acostumbraba sentarse para liar un cigarro, sacaba el paquete de tabaco picado y el cuadernillo de hojas de papel especiales para armar los cigarrillos. Miró a su alrededor , las plantas de María –mole estaban florecidas, recordó que Pintiñho Dos Santos ‚su peón, un brasilero viejito, que vivió hasta su muerte con ellos, las llamaba “flor das almas” y recomendaba cortarlas o arrancarlas porque eran tóxicas para las vacas o terneros. Alzó más los ojos hacia la loma .Ese sitio querido donde quedaban aun algunas plantas viejas de naranjo, un elevado eucaliptus, dos plantas de paltas y algunas palmeras. Sólo eso quedaba de la casa de sus padres, feliz refugio de su niñez. Algunos ladrillos esparcidos, el brocal del pozo de agua, la pileta para lavar ropa, el horno de ladrillos completaba ese paisaje prolijo y recordado de sus años de niño. La alta y delgada figura de su padre, luciendo permanentemente su sombrero negro de paño, haciendo las cosas siempre con premura. Su madre, con ese gesto tan peculiar, secándose las manos en la pollera negra, el pañuelo del mismo color y cubriendo sus cabellos rubios.
Tan absorto estaba en sus evocaciones que tardó en sorprenderse y reaccionar ante lo que lo que sucedía a sus pies. La fría piel de la serpiente le rozó el talón descalzo, acostumbraba andar así con las alpargatas desde niño, como unas chancletas, sin calzarlas del todo. Pegó un grito y movió presuroso el pie, la yarará se le enredó en la extremidad y en ella descargó su veneno, en dos pequeñas marquitas que rápidamente se tornaron azules con un hilillo de sangre. Sintió el canto de los teros y corrió descalzo hacia las casas, llamando a su mujer a los gritos-Me picó una víbora, Rosa!-mierda, me picó una yarará...! Su mujer corrió hasta la casa del carnicero Sánchez, su vecino, para pedir ayuda y que los llevara al Hospital de Apóstoles, en su vieja camioneta.
Asustado Casimiro se recostó en el catre a la sombra de los paraísos. Le pareció ver a su madre muerta, con el pañuelo y pollera negra, sonriéndole sentada a sus pies en el camastro de lona, acariciándole la pierna lastimada, mientras le hablaba en ucraniano y rezaba con un rosario entrelazado en sus manos. Fue su última visión que recuerdó.En el Hospital del pueblo, le aplicaron el suero antiofídico.
Ya en su casa el enfermo veía que su pierna se había hinchado considerablemente, manchas violáceas y ampollas con sangre aparecieron en seguida, mientras que por la fiebre Casimiro hablaba en ucraniano, nombrando a sus familiares ya difuntos.
A la tardecita la salud del el enfermo empeoraba, postrado en la cama matrimonial envuelto en convulsiones, rodeado por familiares y vecinos consternados, aguardaba el desenlace final. Entones a alguien se le ocurrió traer a Doña Marica, la Preta, como identificaban a la vieja curandera.
La mujer, una anciana que hablaba en portuñol, primero le dio de beber un vaso de agua, luego, le comenzó a frotar el hinchado pie, cubriéndole con el humo de su cigarro de hojas de tabaco, mientras oraba en portugués y se santiguaba permanentemente. Sacó de su boca algo que estaba masticando y con ese bolo frotó la parte lastimada. Estuvo así casi media hora, hasta que pidió una vela encendida y con ella, rezando dio varias vueltas entorno a la cama. Dejó el cirio encendido en una mesita de luz y salió de la habitación. Como una media docena de perros la rodearon y saltaban a su lado. La vieja sin permitir que le agradecieran se marchó. No había pasado el portón cuando Casimiro se sentó en la cama y empezó a hablar con su esposa, pidiendo comida y vino.