El niño autista

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Los segun­dos pasan des­aper­ci­bi­dos
en la caja redon­da de su son­ri­sa.
Los minu­tos, sin embar­go, se acu­mu­lan
en horas de har­taz­go mien­tras escu­cha,
inten­tan­do vol­ver al tiem­po sin tener­lo.


Se dice que se dije­ron, “adiós”, sin saber­lo. Se dice que se dije­ron, entre manos bai­la­ri­nas, “un recuer­do me lla­ma cuan­do sale la luna”.

El sol, ato­rran­te, tórri­do y tor­vo, sil­bó su alien­to calien­te sobre esas manos aún húme­das y las secó desojan­do cada dedo, cada uña, trans­for­man­do en pol­vo ama­ri­llen­to, al verano.

Los dos aman­tes no pudie­ron, siquie­ra, correr­se un ins­tan­te.

El fue­go los abra­só sin sol­tar­los, que­dan­do fue­ra del espa­cio-tiem­po, flo­tan­do en el éter… has­ta que un niño los vió, a tra­vés del rayo fil­tra­do por la ven­ta­na azul de su cuar­to.

Ya no vivían allí.

Solo sus voces se escu­cha­ban de vez en cuan­do, inter­pre­ta­das por el oído dis­traí­do de algún joven ena­mo­ra­do.

El niño, ‑sin embargo‑, dibu­jó sobre el vidrio ayu­da­do por el rayo, una secuen­cia per­fec­ta de dos cuer­pos anu­da­dos dan­do vuel­tas y vuel­tas al com­pás del vals lejano.

Qui­so con­tar­le a su madre el hallaz­go, pero el men­sa­je que­dó trun­co, entre las ollas en la coci­na y la nove­la de la tar­de.

Insis­tie­ron, con otro bai­le sobre el vidrio, apro­ve­chan­do los últi­mos rayos del oca­so. Esta vez el tan­go les pres­tó su coreo­gra­fía y el lápiz negro des­de la mano del niño copió en la hoja blan­ca las dos espi­gas bai­lan­do. Esta vez sí, los ojos de la madre se abrie­ron enor­mes, agi­gan­tan­do el asom­bro. No pudo expli­car­lo y por eso lo lle­vó al médi­co.

Por­que des­de que murió su padre, en aquél extra­ño acci­den­te, el niño de ojos par­dos y rene­gri­dos cabe­llos, solo se expre­sa­ba con el arte del dibu­jo y des­pués de la llu­via, mos­tran­do lo que el sol le con­ta­ba a tra­vés del vidrio de su ven­ta­na.

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Docente y militante social nacida entrerriana, reconoce que fuera ungida con la vida en Santa Ana cuando sus padres, maestra ella y gendarme él decidieron tener un hijo. Está convencida, que lo agreste del paisaje de entonces -hace más de 60 años- se adentró en su sangre para “decir” personajes, historias, imaginerías. Los años en Filosofía y Letras de la UNBA posibilitaron sus palabras encadenadas en textos que, bueno, ha decidido iniciar su exposición ahora, cuando transitando la tercera edad –dice- la experiencia es un capital acumulado que le exige soltarlo, para poder tirar la mochila a tiempo y poder volar, insolente, a conocer más del universo. Técnicamente no ha publicado jamás. No ha ganado ningún premio. Solo algún reconocimiento por haber participado en concursos viejos. Vive, por ahora, en Candelaria, proponiendo, desde el Centro Lombricultor a la Lombricutura como una manera de ser amigable con el ambiente. Escribe, como una forma de liberar las tempestades - propias de todos los seres humanos – que ella fue anotando en casi cincuenta desordenados cuadernos.