Los segundos pasan desapercibidos
en la caja redonda de su sonrisa.
Los minutos, sin embargo, se acumulan
en horas de hartazgo mientras escucha,
intentando volver al tiempo sin tenerlo.
Se dice que se dijeron, “adiós”, sin saberlo. Se dice que se dijeron, entre manos bailarinas, “un recuerdo me llama cuando sale la luna”.
El sol, atorrante, tórrido y torvo, silbó su aliento caliente sobre esas manos aún húmedas y las secó desojando cada dedo, cada uña, transformando en polvo amarillento, al verano.
Los dos amantes no pudieron, siquiera, correrse un instante.
El fuego los abrasó sin soltarlos, quedando fuera del espacio-tiempo, flotando en el éter… hasta que un niño los vió, a través del rayo filtrado por la ventana azul de su cuarto.
Ya no vivían allí.
Solo sus voces se escuchaban de vez en cuando, interpretadas por el oído distraído de algún joven enamorado.
El niño, ‑sin embargo‑, dibujó sobre el vidrio ayudado por el rayo, una secuencia perfecta de dos cuerpos anudados dando vueltas y vueltas al compás del vals lejano.
Quiso contarle a su madre el hallazgo, pero el mensaje quedó trunco, entre las ollas en la cocina y la novela de la tarde.
Insistieron, con otro baile sobre el vidrio, aprovechando los últimos rayos del ocaso. Esta vez el tango les prestó su coreografía y el lápiz negro desde la mano del niño copió en la hoja blanca las dos espigas bailando. Esta vez sí, los ojos de la madre se abrieron enormes, agigantando el asombro. No pudo explicarlo y por eso lo llevó al médico.
Porque desde que murió su padre, en aquél extraño accidente, el niño de ojos pardos y renegridos cabellos, solo se expresaba con el arte del dibujo y después de la lluvia, mostrando lo que el sol le contaba a través del vidrio de su ventana.