El Eusebio sentía que la vida se iba en la medida en que el agua se le iba metiendo en el cuerpo. Sus pulmones, querían aferrarse a la última gota de aire, pero el agua se lo impedía. Se ahogaba, era inevitable, la vida se le iba a borbotones sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Ya nadie podía salvarlo en aquella oscura de noche. Estaba solo y se resignaba a su destino final. El Paraná, su amado río, se había convertido en una trampa mortal para él. Pensó en sus gurises. En el Omarcito de seis meses, el más chiquito de los seis. Mientras se hundía sintió como su rostro se contraía en un pucherito, no iba a estar más a su lado y sintió una puntada en el pecho, porque tomó conciencia de que no lo vería más. Lo extrañaría, pero su hermano mayor, el Alejandro de diez, lo cuidaría. Todos estos pensamientos cruzaban por su mente, mientras su cuerpo se hundía en las aguas oscuras del Paraná.
Cuando Eusebio Aguirre, de 48 años, y profesión canoero, con seis hijos que mantener, comenzó ese viaje no imaginó que unas horas después estaría ahí a metros de la costa hundiéndose inexorablemente en las aguas del río embravecido.
Hijo de pescadores, nació en la orilla del Paraná, cerca de la laguna San José, en la ciudad de Posadas. Desde chico aprendió varios oficios para sobrevivir. Fue pescador, albañil, mariscador, siempre buscando el “mango” para mantener a su familia dignamente.
Su mujer Eleonora, una morocha cuarentona, que nació en el barrio a pocas cuadras de su casa, trabajo siempre a su lado. Fue empleada doméstica, lavandera, planchadora, vendedora de chipa, y de cosméticos. Después comenzó a ahorrar, porque quería vender ropa y ser su propia patrona
Pasado un tiempo, cuando tuvo suficiente, comenzó su negocio comprando ropa en Encarnación para venderla en Posadas a sus vecinas y a las maestras de la escuela donde iban sus hijos. Convertida en “pasera” aprendió las mañas del negocio, a “cruzar el puente” para evitar los controles y peleándole a los de la Aduana, cuando querían secuestrarle su mercadería.
Relocalizados por la represa Yacyretá, los Aguirre, pudieron tener una casita de material, “donde no entrara agua” que el Eusebio la fue agrandando construyendo piecitas para que entre toda la gurisada. En una, acomodó a las cuatro guainas Raquel de nueve, Olinda de ocho, Magali de siete y Patricia de seis y en la otra, a los dos varones. Cerca de su pieza pusieron la cunita, que doña Alejandra, la maestra de Magali, les había conseguido. El Omarcito ya tenía hasta colchón con frazadita y todo. Así pasaban sus días. Eusebio fue mejorando, con la plata que ganaba con las changas, la canoa que había comprado en Paraguay y con esa plata pudo ponerle un motorcito. Un “jumpita” de diez caballos. Ahora iba a poder hacer los cruces del río, más rápido. Ya soñaba con poder tener una lancha de pasajeros, pero no se ilusionaba porque sabía que para cumplir ese sueño, tardaría un poco más.
Los viajes aumentaban en Semana Santa, o para las fiestas, y esa noche, la del 31de diciembre, una familia de paraguayos le pagó para que los cruce después del brindis al Paraguay donde vivían. Y así lo hizo.
Esa noche, cuando regresaba, el jumpita comenzó a fallarle. “Si me deja, le meto pala y listo” se dijo. Veía los relámpagos en el horizonte, del lado argentino, y trataba de alcanzar rápidamente la costa. “Lo único que falta es que me agarre la tormenta” se decía, y trataba de apurar al motorcito que cada vez fallaba más, tosiendo y deteniéndose de a ratos, “encima el río está crecido, que sal que tengo!” se decía.
Haciendo su último esfuerzo, el motorcito se detuvo y todo quedó en silencio en medio del río. El viento y los relámpagos, casi encima de su cabeza, lo sacaron del shock y comenzó a remar frenéticamente antes de que la tormenta lo alcanzara. A medida que remaba iba sintiendo como el viento era cada vez más fuerte, y después de un rato, gruesas gotas de agua comenzaron a pegarle en la cara.
¡Qué sal, carajo, qué sal!- Se decía mientras le ponía más fuerza a la remada “ voy a tener que llegar al canal, aunque me tire más abajo tengo que llegar antes de que la tormenta me agarre” – gritaba
Las tormentas en el río, comienzan con un viento suave, dicen los entendidos y van aumentando su velocidad y rápidamente pueden hundir cualquier embarcación en cuestión de segundos. El resto lo hacen las grandes olas que se levantan, lo que dificulta enormemente la navegación. Eusebio sabía esto mejor que nadie y buscaba desesperadamente llegar a la costa. Pero estaba solo y el cansancio comenzaba a menguar sus fuerzas.
Al escuchar la lluvia, Eleonora comenzó a rezar. Pensó en su marido y saltó de la cama. Fue a ver a sus hijos. Todos dormían, mientras las gotas repicaban en el techo de zinc.
‑Cuidámelo, madrecita- rogó de rodillas ante la imagen de la virgen de Itatí.
Angustiada por la preocupación sollozaba mientras en sus manos apretaba el rosario con olor a rosas. Ella como mujer de río, sabía lo peligrosas que son estas tormentas, cuando uno está en el río arriba de un bote como el del Eusebio.
‑Confío en vos, virgencita! No dejes que le pase nada.
En el río, Eusebio miró al cielo, las estrellas ya no se veían, y eso era una mala señal, porque no era un chaparrón de verano, como quiso mentirse para tranquilizarse. Lentamente iba dándose cuenta de que a pesar de su habilidad para remar, la embarcación ya no le respondía. Las olas eran cada vez más altas y la corriente más fuerte. La luz de un relámpago iluminó sus brazos y pudo ver sus venas hinchadas por el esfuerzo. Sentía en su pecho cómo el corazón estaba a punto de explotarle por el esfuerzo. Le faltaba el aire, y las piernas comenzaron a acalambrársele a causa del esfuerzo que hacía con los remos, tratando de controlar la embarcación. “Si pudiera llegar al canal” pensaba, pero la corriente era muy fuerte y no podía poner el bote en el sentido correcto para aprovechar la corriente.
De pronto el viento cambió de frente y Eusebio se vio enfrentado a un muro de agua y viento que por poco lo arroja del bote, haciéndole perder un remo. La situación se le complicaba cada vez más. Pensó en arrojarse a las aguas, pero no divisaba la costa así que decidió seguir aguantando la tormenta, aunque sabía que tenía muy pocas probabilidades de que su bote no se hundiera.
Después de rezar un rato, Eleonora decidió llamar a Prefectura, para avisar que su marido estaba perdido en el río. Tendría que explicar que no tenía permiso para hacer el pase que hizo con los paraguayos, pero prefería verlo preso que en el fondo del río. Y después de dudar hizo la llamada desde su celular.
En el río, el viento era cada vez más fuerte, a Eusebio ya no le quedaban fuerzas. Pensó en sus gurises, pensó en la Eleonora, y presintiendo lo inevitable dijo:
Diosito cuídame la gurisada si no salgo de esta, y consolámela a la Eleonora.
No alcanzó a terminar la oración. Una gran ola levantó la popa del bote, cubriéndolo totalmente, mientras el motor antes de hundirse le golpeaba la cabeza antes de perderse en las profundidades del río. Eusebio cayó pesadamente al agua atontado por el fuerte golpe; trató de mantenerse a flote, pero fue imposible.
Comenzó a hundirse rápidamente. Los relámpagos que iluminaban el agua lo dejaron ver al bote, que flotaba sobre su cabeza, mientras su cuerpo atontado, se hundía rápidamente. Sus manos no le respondían. Estaba cansado, mientras el agua le iba entrando por los pulmones y el aire se le iba del cuerpo.
Con el último aliento de vida, casi inconsciente sintió dos brazos fuertes que lo tiraban hacia arriba, hacia la superficie. Al borde de la muerte sentía como alguien lo arrastraba a la vida. No lo podía creer, pero se dejo llevar. Cuando salió a flote, la lluvia seguía cayendo y el viento había amainado, y las gotas le picaban como piedras en su cabeza.
Apenas pudo darse cuenta de que un joven hacia esfuerzos para al bote que flotaba tranquilamente sobre las olas.
‑Agárrese fuerte, vamos don Eusebio, que usted puede! – le gritaba su salvador.
Como un autómata sacó fuerzas de su interior para hacer lo que el extraño le decía. En la oscuridad quería saber quién era, pero no podía identificarlo. Un relámpago lo iluminó: era un chico, un gurisito que se mantenía flotando a su lado. Sosteniéndolo, acompañándolo ahí. Eusebio sentía que lo miraba, como controlándolo, mientras lo ayudaba a flotar.
Se sintió reconfortado por ese guri joven y fuerte, que lo acompañaba en medio de la tormenta. Lo miró para ver si lo reconocía, de pronto a la luz de otro relámpago pudo ver sus cabellos negros, y un rostro muy joven, tendría unos catorce o quince años, según calculó. No podía entender cómo siendo tan chiquito tenía tanta fuerza para mantenerlo firme sobre el bote, evitando que se cayera a las aguas nuevamente. Y así se mantuvo a sus lados, todo el tiempo mientras él se recuperaba, evitando que el sueño lo venciera.
‑Aguante que ya viene la ayuda Eusebio, aguante! – le gritaba en medio del ensordecedor ruido que provocaban los truenos.
— Piense en el Omarcito – le decía, le gritaba, arrancándolo del sopor que le provocaba el frio viento de la noche, mientras él hacia el supremo esfuerzo por mover sus piernas acalambradas.
Así transcurrieron varias horas; la tormenta comenzó a calmarse hasta convertirse en una suave brisa mientras la lluvia se transformaba en llovizna. Ya amanecía. El cielo se iba limpiando por efecto del viento y el horizonte comenzó a limpiarse de nubes. Y así como comenzó, la lluvia fue dando paso al sol que aparecía por el horizonte. Las olas fueron calmando su furia hasta que el río se “planchó” convirtiéndose en un suave remanso de agua que corría. El cielo azul prometía un día caluroso, hasta que el sol ilumino todo.
De pronto se encontró flotando a la deriva, aferrado a su bote, solo. El gurí había desaparecido.
Después de unas horas, alcanzó a oír el motor de una embarcación: era la lancha de la prefectura. Al verla comenzó a llorar, sin vergüenza. Su alegría no tenía límites, se había salvado. Podría volver a ver a sus gurises, y a su amada Eleonora.
Cuando los de la prefectura lo subieron al guardacostas, no podían creer que estuviera vivo.
‑Cómo zafaste, chamigo! Fue un milagro que te encontráramos vivo – le decían.
Horas después, mientras regresaban a la costa a bordo de la lancha calentando sus manos con el jarro de mate cocido caliente, les contaba lo sucedido. Y le explicaba que si no hubiera sido por aquel guri que lo sacó de las aguas y lo puso arriba de la canoa cuando se hundía, que lo acompañó toda la noche, él no estaría con vida.
— Qué guri? — le preguntaron los marineros. Nosotros no vimos a nadie-
‑Era flaquito, buen pataleador, tendría unos catorce o quince años, de ojos grandes y sonrisa ancha- les decía.
‑Me mantuvo a flote. Buen nadador, él me acompañó toda la noche – les contaba
‑Nosotros no vimos a nadie – le volvieron a repetir.
‑Estás seguro vos?– volvieron a preguntar, porque no le creían.
‑Sí, estoy seguro, él me mantuvo arriba del bote, mientras nadaba a mi lado y ¡hasta me cantaba!. Me acompañó nadando. Me decía que patalee, y que piense en mi gurisada, yo pensé que me conocía, pero no entendía. No lo conocía, pensé que a lo mejor era algún amigo de mi gurisada, del barrio, pero estaba tan cansado que no podía pensar. Y mientras se acurrucaba con la frazada, temblando, repetía: “me sacó del fondo del río, donde me iba, después que el jumpita me golpeó “juerte” la cabeza”.-
Los marineros se miraban en silencio. Hasta que Bogado, el más antiguo sentencio:
‑Habrá sido el “Ángel del río”, el que te salvó chamigo, dale gracias a Dios y prendé una vela, porque no sos el primero que salva. Y aunque nosotros nunca lo vimos, desde que apareció, salvó a varios. Los últimos fueron dos gurises que se perdieron en las islas, del lado paraguayo.-
Y el Eusebio con la mirada perdida, guardó silencio. Después comenzó a sollozar, y con voz entrecortada agradecía al desconocido, que en medio de la noche le salvó la vida.
Dicen los viejos pescadores que el “Ángel del río”, suele aparecer cada vez que hay tormenta para ayudar a los que están en apuro en el río.
Uno de ellos, al que rescató, cuando su canoa se hundió, dice que el Ángel, lo llevó a nado hasta la costa de una isla. Dice que antes de que perdiera el conocimiento, alcanzó a preguntarle su nombre y que el muchachito, sonriendo le dijo, que se llamaba Nico.
(En homenaje a –“Nico”- Nicolás Leveki fallecido durante el cruce del río Paraná el 16 de Enero de 2010 mientras ayudaba con su canoa salvando a los competidores que participaron de la prueba denominada: El cruce del Paraná- competencia de aguas abiertas, que se realizaba tradicionalmente entre Posadas — Encarnación)