En su segunda licencia de conscripto, Ivelio Azevedo fue recibido en su casa con no mayores efusiones que un beso pudoroso de su madre y de sus cuatro hermanas y un solemne apretón de manos de su padre. El muchacho no dejó de sentirse incómodo, porque aquellas efusiones eran excesos inusuales en su familia... Pero tal excepción justificaba el desahogo afectivo: imposible reprimir el orgullo que embriagaba el aire de la casa al tener al único hijo y hermano varón hecho soldado.
Al inequívoco detalle del cabello rapado al ras del cráneo, que Ivelio ostentara en la primera licencia de Semana Santa, se le agregaba por entonces el súmmum de la identificación con la milicia: el uniforme de conscripto, indumentaria que impelía sentimientos de verdadera veneración por parte de la madre y las hermanas, y unas ínfulas patentes y hasta insufribles en el padre. La honra del hijo varón conscripto.
«Mi hijo está sirviendo la Patria —aprovechaba cualquier oportunidad para proclamar don Blas Azevedo entre los vecinos— Es clase treinta y cinco y le tocó sorteo alto, gracias a Dios»
«Mi hermano está sirviendo a la Patria. Sí, está en el cuartel de Posadas y es el mano derecha del Teniente Coronel», se reiteraban, ante la primera posibilidad de imponer la causa, los cloqueos de las hermanas en la rueda de las chicas al salir de Misa. Siempre “sirviendo a la Patria”, nunca “haciendo la Conscripción” y mucho menos la “colimba”.
Ivelio había vuelto mucho más altivo y aparatoso que en la primera licencia: era por el uniforme... Si desde niño fue el depositario de todo el consentimiento por parte de las mujeres de la casa, en esas circunstancias, tal sentimiento alcanzaba su cenit. Cuando se ponía el uniforme para salir, los ojos de todas se encendían. Y así fuese a salir aunque sea solo para asomarse al camino, vestía el uniforme; vestimenta de “civil” solo para los internos de la chacra...
El fetichismo del uniforme era tal que solía explosionar, como pólvora al calor, en repentinas y fugaces bataholas entre las cuatro hermanas. Las disputas se suscitaban en la debacle de decidir a quién le tocaría el turno de encargarse de alistar el uniforme, y se resolvían en aullantes tremolinas, quejas, reproches, acusaciones, berrinches, ahogos y hasta patéticas amenazas, que obligaban, de última, a la intervención de la madre. Si una lo lavaba en el arroyo con especial dedicación temprano a la mañana, otra lo planchaba a la siesta (no respirando para que ni la menor partícula de ceniza de la plancha cargada de carbón al rojo vivo cayera sobre las prendas, ni que el exceso de calor marcara con alguna tostadura el rústico género, que recibía, de tal forma, el trato de una seda sublime).
Era tanto el esmero, que bien podía pasar una hora hasta que el uniforme, muy bien doblado, fuera depositado sobre la cama del hermano, con uno o dos claveles entre medio para perfumarlo. Era casi un ritual sacro, ni que fueran los ornamentos del altar.
Ivelio salía cada atardecer recién bañado, afeitado y uniformado con aquél esmero de cepillados, enjuagues y lisuras del género. Tieso de apresto casero y de abusivos planchados, se encaminaba rumbo al almacén, no a comprar, sino a “mostrarse” con la excusa varonil de tomarse un vino o bien una medida de ginebra. Y, entre tanto, narrar anécdotas que, por supuesto, lo destacaban dentro del cuartel, y escuchar con mirada de superioridad a los demás parroquianos.
Volvía ya anochecido a cenar y las hermanas imaginaban, refrenándose, tragándose las ansiedades, la impresión que causaba su hermano entre sus conocidos. ¡Esa presencia que le daba el uniforme...!
Ivelio disponía de toda una semana de licencia, la cual distribuyó entre ayudar en las tareas de la chacra de día y salir al ponerse el sol.
El miércoles comenzó ya a visitar a las familias del entorno, invitándolas al consabido baile de despedida que organizaría el sábado siguiente en su casa —como era la costumbre cada vez que un conscripto finalizaba su licencia—. El júbilo pregustado de los jóvenes y también de los mayores ante la invitación, surtió un eufórico efecto en el vecindario. Un baile siempre dispersaba ese aire de rutina de las tareas de la chacra que indiferenciaban los fines de semana de los días laborales.
* * *
El anochecer del sábado se fue acentuando después de una magnífica puesta de sol con aire templado. El baile se desarrollaría en el galpón, donde se curaban, de diciembre a marzo, las pringosas hojas del tabaco “Kentucky”. La ancha puerta abierta del mismo, se recortaba entonces en un cuadrado luminoso, que exhalaba —con el denso olor picante del tabaco que formaba un cielorraso de oscuras hojas casi desecadas y ensartadas en alambres de metro y medio—la claridad ambarina del interior iluminado con media docena de farolitos a querosén; completado ese número de luminarias merced al préstamo para la ocasión por parte de algunos vecinos.
Desde afuera, la alta silueta del galpón de tablas de un gris profundo, podría sugerir (de existir algún espíritu literario) con su aspecto adusto, un aire de torreón lóbrego, así, bien plantado en la meseta de la lomada y contra el fondo de un cielo azul de acero, chispeante por las primeras estrellas y extrañado por el filamento incandescente en forma de hoz de la luna nueva suspendida y casi rozando la cumbrera aguda del techo de tejuelas de madera.
Las hermanas de Ivelio y su madre, en la cocina, seguían atareadas terminando de freir los bollos rellenos de dulce de membrillo, para invitar; mientras el padre iba recibiendo a los primeros en llegar. Entre ellos, los músicos: con el acordeón, el hijo mayor del molinero, y los dos primos de Ivelio con sus guitarras.
A las nueve, decididamente, se dio comienzo al baile, y todos los presentes aportaron individualmente a esa vibración de alegría colectiva, desenfadada e inocentona, de las fiestas rurales.
En el clímax del baile, cantó Ivelio acompañándose con el acordeón —cedido por el músico invitado— el pasodoble que estaba de moda por entonces: Clavelito chino. La concurrencia joven le hizo coro sin dejar de bailar ágil y sincronizadamente.
El baile no pudo ser más exultante. El orgulloso conscripto volvería satisfecho el lunes al cuartel...
Acaso un mes después, Ivelio estaba de regreso y todo se repitió tan fielmente como si se tratase simplemente de una evocación de su licencia anterior. Otro sábado de baile y efusión para el vecindario en casa de los Azevedo; otra despedida…
Exactamente lo mismo a las tres semanas…
Salvo que en esta ocasión, de improviso, Aurelia, la menor de las hermanas, que volvía de la casa con una fuente repleta de los azucarados bollos fritos, entró al galpón velozmente y sobresaltada y buscó urgente a su padre. Comenzó a susurrarle al oído, pero ya habían ingresado con aire nervioso los tres policías venidos del destacamento del pueblo...
Se insinuó un desbande, porque los bailes aunque familiares se prohibían sin el debido permiso policial; y a meses del destierro del primer peronismo, toda reunión era sospechada de insurrección. No obstante el impacto generado por los uniformados y su sorpresiva llegada, cada uno se contuvo en una parálisis de incertidumbre.
Sólo las hermanas de Ivelio se derrumbaron en un sollozo unísono y por momentos sibilante, mientras el padre, don Blas Azevedo, pretendiendo dominar la situación, saludó atenciosamente a los policías y les preguntó “en qué se les podría ser útil”; muy tranquilo, dado que tenía gestionado con anticipación debida el permiso correspondiente para llevar a cabo con legalidad el baile familiar. Y si lo deseaban constatar, les presentaría la correspondiente nota...
Con voz firme y severidad florecida de formalismos trillados, el cabo informó que procedería a la detención del “ciudadano conscripto Ivelio Azevedo por desertor del servicio militar, a partir de la fecha tal…” (coincidente con su segunda licencia), “…y en cumplimiento del pedido de captura...”
Las semanas subsiguientes, el vecindario rebulló en comentarios a caballo de todas las variantes que la imaginación suspicaz puede elucubrar. De tanto “dicen que dicen que…” que se gastaron sin fundamentos lógicos ni cautela, quedó instalado como verdad, aunque acendrada en barruntos, que durante los supuestos retornos al Cuartel, Ivelio en realidad buscaba refugio en casa de unos familiares lejanos: una vez en Santa Ana, otra vez en Concepción y hasta, se dijo, con parientes en el Paraguay...
Lo único constatable fue que, salvo don Azevedo padre, que solo salía de su chacra a algún trámite impostergable, nadie más de la casa volvió mostrar su rostro a la vida social de la colonia.
Y a casi dos meses de la detención de Ivelio, los vecinos se transmitieron, con pasmo e incredulidad, la inesperada noticia: los Azevedo habían vendido su chacra, aunque nadie siquiera constató la mudanza, porque fue hecha a la madrugada, sin indicios, anuncios ni despedidas de nadie…
Recién al segundo día, cuando llevaron los nuevos dueños, en pleno mediodía y el con estruendo de dos camiones, uno cargado hasta el tope de muebles, cajones y atados, y el otro con vacas, bueyes y jaulones con cerdos y aves de corral, y que se internaron en el camino interior de la chacra de los Acevedo, recién se empezó a revelar la novedad.
No hubo caso de saber algo más, porque tampoco los recién llegados supieron informar del nuevo domicilio de los Azevedo.█