El oso Pérez era muy distinto a los demás osos: dormía mucho y, mientras estaba despierto, solo pensaba en dormir. Tenía también una duda muy grande, que a veces también consideraba al pensar en dormir y que lo molestaba sin importar adónde vaya. “¿A qué familia de osos pertenezco?” solía preguntarse Pérez, angustiado. Se esforzaba po descubrir ese misterio, pero todos esos grandes esfuerzos para pensar sólo le producían más y más cansancio, por lo que frecuentemente se quedaba dormido. ¡Pobre oso Pérez! Se pasaba la noche durmiendo y al día lo gastaba pensando en su familia y en cuándo podía dormirse otra vez.
Sin embargo, un día eso cambió. Ese día, Pérez se levantó y, apenas abrió sus ojos, decidió que ese sería la vez que aquella pregunta fuera respondida. Rápidamente, sobre la mesa de al lado de su cama abrió un cuaderno y se puso a anotar las ideas que comenzaron a llegarle. Estaba ideando un plan – un plan para reunirse definitivamente con su familia. Preparó unas valijas y, dispuesto a recorrer el mundo, guardó en ellas tres almohadas, un GPS, una computadora, una cámara fotográfica, una cinta métrica, una lupa, su cuaderno, y unos lápices que le servirían para tomar notas de todas las evidencias que encuentre.
Partió ilusionado, pero al cabo de diez minutos caminando empezó a sentir que sus ojos le pesaban. Intentó seguir, pero con cada paso el peso era más y más difícil de resistir. Al cabo de unos momentos lo comprendió: ¡se estaba cansando! ¡otra vez! Ponderando sobre qué debía hacer, pensó que tal vez sería conveniente dormir una pequeña siesta. “Para pensar mejor qué hacer,” se dijo, convenciéndose enseguida. Se subió entonces a un árbol que vio cerca del sendero, se sentó en una de sus ramas, y cerró sus ojos. “Por un ratito nomás,” se dijo, convenciéndose enseguida.
Pasaron doce horas. Y hubieran pasado más, pero lo despertó un extraño sonido que se escuchó debajo de todo. Pérez se conmocionó e intentó encontrar su origen: miró hacia abajo, y allí estaban – una familia de osos hablando entre sí sin parar, como si estuvieran discutiendo algo muy polémico. Pero nada podía ser tan polémico como el enojo en el que se encontraba Pérez en ese momento. ¡Lo habían despertado de su sagrada siesta de un ratito! ¡Cómo se atreven! Se apresuró en bajar del árbol para recriminar la actitud de los osos, pero una vez abajo se topó con la madre.
Pensando que el oso que había bajado del árbol le haría algún daño a sus hijos, que habían parado de discutir entre sí invadidos por un gran miedo, la madre decidió adelantarse y dar el primer golpe ella misma: abrió su pata bien grande y, con un movimiento certero, agarró a Pérez del pescuezo. Al sentir sus garras acariciando su piel, Pérez imploró que la mamá oso lo soltase. Esta, al escuchar eso y pensar que alguien que representara un peligro no lo diría, soltó al pequeño oso apenas terminó de decirlo. Casi al mismo tiempo que cayó al suelo, libre al fin, Pérez miró por primera vez a aquella madre, alegrándose de gran manera. Ella, por supuesto, no entendía lo que pasaba; lo miraba a Pérez mientras este saltaba y saltaba, un tanto dramáticamente. Después de un largo rato festejando, Pérez se encontró las palabras para explicarle a la madre la razón de su festejo: ella era una mamá oso andino, y Pérez estaba seguro de que ambos eran familia.
“¡Pero nada tenemos de similitud!” le contestó la mamá oso. “¡Es imposible que seamos familiares!”
Pero el oso Pérez insistía e insistía, y luego de largas horas de debate, él sacó sus elementos de investigación: midió sus extremidades, su altura, su contextura física, y hasta se miró con la lupa las pezuñas hasta darse cuenta de que, efectivamente, aquella mamá oso tenía razón. “¡Qué desilusión!” se dijo. “No soy familiar de estos osos. Entonces ¿de qué osos soy familiar?” se preguntó, marchándose casi al borde del llanto.
Buscó “América del Norte” en su GPS y hacia allá se fue, con la esperanza de encontrar a su familia. Ya en destino, se adentró en los bosques, caminó unos veinte metros en el primero de sus recorridos, y pronto se encontró con sus ojos pesándole de nuevo. “Voy a dormir un ratito,” se dijo, notando que estaba muy cansado. “Para pensar mejor qué hacer.” Y así pasaron dieciséis horas. Hubieran pasado más, pero lo despertó otro extraño sonido que se escuchó debajo de todo. Al abrir sus ojos, desde arriba del árbol notó a una figura gigantesca asomársele. Sin saber qué hacer, Pérez se quedó quieto por un momento, hasta que la figura pareció haber avanzado más allá del árbol donde se encontraba. Creyendo estar a salvo, decidió que era un momento oportuno para desperezarse, pero ¡zas! de un segundo a otro se deslizó del árbol y cayó al suelo, embarrándose todo su hermoso pelaje. Pero eso no era lo peor: delante de él ahora se hallaba la figura, que se había dado vuelta al escuchar el ruido de la caída. Asustado, el oso Pérez intentó rápidamente escapar. Logró correr varios metros, pero de nada sirvió, pues solo con dos pasos la imponente figura lo alcanzó y lo levantó.
“¿Qué haces por aquí, pequeñín?” le dijo con voz gruesa.
“¡No me hagas nada por favor!” le contestó el oso Pérez. “¡Sólo busco a mi familiar, el gran oso pardo que vive en estos bosques!”
“¡Ja, ja, ja, ja!,” se rió la figura. “¿Te estás burlando?” le preguntó. “Yo soy el oso pardo y no tengo nada que ver con vos.”
“¿Estás seguro?” le contestó Pérez, ya no tan asustado. “Yo también soy un oso, y ahora que te veo estoy seguro de que soy tu familia.”
“No te burles de mí,” le dijo el oso pardo. “No sos un oso, y lo sé porque yo conozco a todos los osos. Somos todos primos y vivimos en distintas partes del mundo. Acá cerca vive el oso negro americano; en Asia el oso negro asiático y el oso Malayo; y adentro de Asia, en China, está el oso panda; en América del Sur está el oso de anteojos; en el océano Ártico el oso polar; en la India el oso bezudo; e incluso tengo un primo lejano en América Central y del Sur llamado el oso hormiguero, pero nunca supe que tenía un pariente como vos.” El oso Pérez lo miró, suplicándole con la mirada, pero el oso más grande no hizo más que liberarlo de sus garras y apoyarlo delicadamente en el suelo embarrado. “Estás equivocado. Vos no sos un oso.”
Para sacarse las dudas, el pequeño Pérez decidió examinar al oso gigante y concluyó que tenía razón. ¡Ahí estaba otra vez la desazón! Muy triste, Pérez decide dormir un poco más antes de marcharse. Después de varias horas, y ya con la idea fija de que aquel oso no era familiar suyo, partió agridulce a su próximo destino, esperando que tal vez allí su búsqueda tenga un poco más de éxito.
Apenas juntó todas sus cosas nuevamente partió hacia la India, decidido a conocer al oso bezudo que, según había oído, tendía a ser bastante perezoso. “Estoy seguro de que él es mi pariente,” se dijo el oso Pérez varias veces durante el viaje. “Lo sé porque él es perezoso y yo soy Pérez.” Después de muchas horas de viaje, se encontró en un desierto indio. Incómodo por el calor, de pronto vio a un animal que se acercó lentamente a beber agua de un pequeño charco cerca de allí. Convencido de que era un familiar suyo, Pérez se acercó y le saludó con un abrazo que casi lo deja sin respirar.
“Esperá, chamigo,” le dijo el animal. “¿Qué haces? ¿Quién sos?”
“Soy tu familia,” le contestó el oso Pérez. “Soy un oso como vos. Mi nombre es Pérez.”
“¡Seguro estás bromeando! ¡No soy tu familia, no nos parecemos en nada, no sos un oso!”
Esas palabras nuevamente calaron en el corazón de Pérez. Intentó explicarle su postura al animal – que, más tarde descubrió, era el que estaba buscando: un bezudo – pero este andaba tan ocupado que, de buenas a primeras, decidió alejarse, ignorando completamente la explicación de Pérez.
“¡Qué tristeza!” se lamentó el pequeño oso. “Soy un oso fallado entonces. Ninguno me quiere como pariente.” El sol ardía y el paisaje desértico lo estaba incomodando cada vez más. Pero eso no era nada al lado de la incomodidad que sentía por no haber encontrado a su familia. “Para pasar este mal trago, dormiré una siesta,” concluyó.
Despertó dieciocho horas después. Había soñado con su desdichada vida y al despertarse se encontró pensando nuevamente en ella. Sin mucho más que hacer, decidió mirar su GPS y partir rumbo al océano Ártico.
Cuando llegó se moría de frío. Temblando a más no poder, se ató las tres almohadas al cuerpo, pero el truco resultó ser insuficiente para lo que pasaría después: de pronto algo blanco y grande apareció ante sí, como de la nada, y rodeó al oso Pérez con sus gigantes garras.
“¡Qué fácil fue mí caza hoy, es raro el día que pasa eso!” dijo el animal blanco. “Qué rico bocado! Es muy pequeño, pero me servirá para seguir buscando alimentos.”
“¡Pará, pará, escúchame!” le contestó Pérez. “¡Dejame, no soy tu merienda! ¡Soy tu familia! ¡Exijo que me bajes!”
“¡Ja, ja, ja, ja!,” se rió el animal blanco, un oso polar. “¿Mi familia? Sos muy chistoso; te parecés más a una foca que a un oso. Además, estás muerto de frío. ¡Pero tranquilo! Te ayudaré con eso. ¡Una horita en la sartén y estarás exquisito!”
“¡No, no! ¡Piedad, por favor!” le gritó Pérez, desesperándose más con cada minuto que pasaba. “¡No soy comida, solo vine a conocerte porque soy tu pariente!”
“Vos y yo no tenemos nada que ver. Vos sos una foca, aunque muy extraña, y yo soy un oso. ¿Entendés?”
“¡Pero yo no soy una foca!” exclamó el oso Pérez. “¡Soy un oso! ¡Mi nombre es Pérez y vine desde América para conocerte!”
“Qué extraño,” le contestó el oso polar. “Deberé de estar soñando . . . no es bueno que un oso polar coma mientras sueña, así que es tu día de suerte, pequeña foca.”
“Gracias, oso polar, pero decís que me parezco a una foca. ¡Ningún oso me reconoce como familia! ¡Quizás salí fallado! Conocí al oso andino, al oso pardo, al oso bezudo, y ahora a vos. ¡Y no me parezco a ninguno! ¡A ninguno!” se lamentó el oso Pérez.
“Es triste tu historia,” dijo el oso polar, mientras liberaba a Pérez de sus garras y lo apoyaba delicadamente en el suelo nevado. “¿No pensaste en averiguar tu historia familiar por internet? La tecnología avanzó mucho, tanto incluso que una tía descubrió que era pariente de un príncipe nigeriano. ¡Cómo son las cosas!”
En ese momento, Pérez recordó que dentro de una de sus valijas había traído una computadora. “Lo haré ahora mismo,” le dijo al oso polar, y después de hurgar un poco en los compartimentos, la sacó reluciente, la apoyó sobre la nieve, y empezó a investigar. Investigó e investigó, por horas y horas; buscó información sobre cada especie de oso, sobre cada una de sus características, pero lo único que descubrió es que ninguno se parecía a él. Al final del día, se vio abrumado y confundido por la cantidad de datos sin propósito que cosechó. El oso polar, que lo notó más cansado incluso que lo normal, le ofreció un café, que Pérez decidió tomar en el camino de vuelta a su tierra. Prefirió no correr más riesgos de que un oso lo coma sin querer.
Una vez allí se puso a pensar en el viaje y en todos los osos que conoció. “Al final,” se dijo, “arriesgué mí vida y no descubrí nada. Es más: pasé sustos, frío, y perdí muchas horas de sueño.” Se subió a un árbol y rogó poder recordar cuál fue el motivo que lo llevó a pensar que era un oso, y quién le puso el nombre “Pérez.” “Voy a dormir un ratito,” se dijo, notando que se estaba cansando sobremanera. “Para pensar la respuesta.” Después de veinte horas durmiendo, un barullo lo despertó. Era un grupo de papagayos que cantaba alegremente, y su canto tan melodioso le hizo venir a la memoria un canto que solía escuchar cuando él era apenas un bebé. “¡Perezoso, perezoso, perezoso!” rezaba la música, compuesta con una alegre melodía muy pegajosa. Fue en ese momento que a Pérez se le vino el alma al suelo. “¡Qué tonto fui!” se dijo al fin. “¡No soy un oso y no me llamo Pérez! ¡Soy un perez-oso!” Y así vivió feliz el resto de su vida, durmiendo y soñando con la seguridad de al fin saber quién era.
Por Alejandro Ariel Marcos