
La amenaza que suponía la presencia y expansión de Napoleón Bonaparte para los poderes antiguos de Europa hizo que en 1814 el líder militar y exemperador fuera obligado a abdicar y exiliarse forzosamente en la pequeña isla de Elba, donde, para placar sus ansias, se le fue dada la libertad de gobernar y tener bajo su comando un pequeño grupo de militares. Durante su tiempo en la isla, Napoleón introdujo bastantes reformas progresistas, diseñadas para mejorar la calidad de vida de los habitantes. Sin embargo, y a pesar de su éxito, la Francia que alguna vez gobernó se rehusaba a dejar su mente. Aprovechó los escasos privilegios que se les fueron dados — para alguien como él — y convenció a sus aliados de asistirlo en un retorno triunfal a Francia, cosa que logró el 20 de marzo de 1815, tan solo nueve meses después de ser exiliado, para inaugurar el período que hoy se conoce como los “Cien Días,” pues su reinado restaurado sólo logró durar un poco más que ese tiempo. Las potencias europeas tradicionales habían desarrollado tanto odio por su persona que pusieron todos sus recursos sobre la mesa para derrotarlo: al menos 800 mil hombres fueron enviados por una gran coalición europea comandada por los aristócratas de la época en un enfrentamiento contra, aproximadamente, 300 mil soldados napoleónicos. Al perder, Napoleón fue exiliado nuevamente, pero a Santa Helena, otra isla más remota. Eso sí: el susto que le pegó a la aristocracia pudo haberse subsanado temporalmente, pero los días de las viejas monarquías estaban contados.