Amanece luego de un largo viaje. Llego al arroyo Garupá, a unos kilómetros al norte de Posadas, y el miedo se apodera de mí, de aquel recuerdo pasado de mi niñez, cuando cruzábamos por aquel puente de madera que temblaba por el peso del colectivo. No era para mirar el paisaje hacia abajo, al fondo del cañadón donde fluía el arroyo entre piedras rodeadas de pinos Paraná.


Hoy, el nuevo puente de hormigón embarga el mismo misterio. Ya no está tembloroso como aquel puente viejo, sino gobernando confiadamente un nivel superior de agua, que forma un lago producido por la elevación de la cota de la represa de Yacyretá, a más de cien kilómetros aguas abajo.

Las copas de los árboles y arbustos se asoman vergonzosamente, como queriendo decir “aún seguimos estando vivos.” Tienen toda la vitalidad para seguir creciendo, para construir un futuro paisaje de otro mundo.

La evaporación del agua aterroriza mi visión al poniente. Quién sabrá qué eleva ese vapor. Quizá las anécdotas y las historias de los ribereños, que durante cientos de años vivieron en esas costas — las leyendas y los mitos que quedaron bajo ese lago, quieren continuar difundiéndose como antes lo hacían.

El febo parece aterrizar en el espejo de agua al occidente para darse un chapuzón, o coquetea con su imagen en aquel espejo fantasmagórico rodeado de tinieblas.

Tremenda bola de fuego me perturba tanto como aquel endeble viejo puente de dura y resistente madera. Parece aterrizar sobre mí y quererme devorar de una sola caricia abrazadora.

Una bienvenida a Misiones que ahora me hace comprender el por qué de su tierra colorada: fue pintada por estos soles.
