Despierto. Al abrir los ojos se me aparecen los extraños dibujos de las paredes, obra de un pariente, pintor de brocha gorda con veleidades de artista. Siempre me impresionaron sus irregulares formas fantasmagóricas.
A veces los veo en sueños.
Voy al baño y termino de quitarme la modorra matinal con agua helada de la canilla, parece estar conectada con la Antártida. El mate cocido y galleta con manteca es mi desayuno invariable y cotidiano, previo a mi partida hacia la escuela, ésta queda a la vuelta de la esquina, ni pensar en una “rabona”, es más, todo el barrio me conoce. La calle en donde vivimos desde hace ya algunos años es de tierra, mi vereda de ladrillos, no muy ancha.
En la esquina de casa cruza la calle Arias — la de la escuela — adoquinada artísticamente, dispuestos sus bloques en un motivo parecido al abanico. Está arbolada con plátanos; una puerqueza, porque cuando llueve – estamos en otoño — el colchón de hojas caídas de ésas plantas taponan los desagües, inundando toda la calle. Los chicos de la otra cuadra para venir a la escuela, deben cruzar la calle a las zancadas, al mejor estilo Nuréyev, lo cual no arregla nada: se quedan toda la mañana con los pies mojados. Por suerte, no es el caso de este día, aunque invernal anticipadamente, no muestra presagio de lluvia, por ahora.
La mañana se desliza entre aritmética (la buena de mi maestra trata de hacerla menos árida) lenguaje, historia, alguna redacción alusiva, y religión. Durante esta clase, a Mizrahi lo mandan a leer al patio cubierto. Él es judío.
La campana marcó la hora de regreso a casa. Después de comer, a la siesta me dedicaré a las tareas, para luego poder salir a jugar a la pelota con los chicos del barrio, en el potrero pegado a la casa de los Cerati... Creo, esta es la mejor hora del día... Hasta que la vieja me llame “adentro”.