Las farmacéuticas más grandes del mundo, incluyendo a GlaxoSmithKline (GSK), CSL, Sanofi, y Moderna, anunciaron que ya están investigando la viabilidad de una vacuna para la gripe aviar en caso de que la enfermedad, cuya cepa H5N1 causó estragos en la población de aves y mamíferos en general durante los últimos meses, evolucione hasta ser más fácilmente transmisible en seres humanos. El proceso, que supone un avance en caso del advenimiento de una nueva pandemia y supondría una mejora con respecto a la forma en la que se trató la fabricación de una vacuna contra el COVID-19, se ve mermado por los contratos que las empresas farmacéuticas tienen con los países más ricos del mundo, que buscan asegurarse la mayoría de dosis a costa de los más pobres, generalmente sin acceso a la fortuna necesaria para adquirir las dosis por vías tradicionales o de una forma igualitaria en comparación con otros países más desarrollados. Organizaciones públicas, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), están buscando paliar el posible daño que esto podría causar en el caso de una nueva catástrofe sanitaria abogando por al menos un 10% de las vacunas producidas mundialmente para alocarlas a las naciones más necesitadas, estrategia que, afirman, va a funcionar. Las empresas responsables por el proceso de investigación y fabricación son, en su vasta mayoría, empresas privadas radicadas en países del primer mundo (por ejemplo, GSK es británica y Moderna estadounidense), cuyo desarrollo productivo se vio profundamente beneficiado por la mano de obra barata de países no desarrollados, creando un círculo vicioso que solo se agudiza con este tipo de políticas de exclusividad de la salud.