Paco Yunque

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Encabezado de

Cuan­do Paco Yun­que y su madre lle­ga­ron a la puer­ta del cole­gio, los niños esta­ban jugan­do en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue ade­lan­tán­do­se al cen­tro del patio, con su libro pri­me­ro, su cua­derno, y su lápiz. Paco esta­ba con mie­do, por­que era la pri­me­ra vez que veía a un cole­gio; nun­ca había vis­to a tan­tos niños jun­tos.

Varios alum­nos, peque­ños como él, se le acer­ca­ron y Paco, cada vez más tími­do, se pegó a la pared y se puso colo­ra­do. ¡Qué lis­tos eran todos esos chi­cos! ¡Qué des­en­vuel­tos! Como si estu­vie­sen en su casa. Gri­ta­ban. Corrían. Reían has­ta reven­tar. Sal­ta­ban. Se daban de puñe­ta­zos. Eso era un enre­do.

Paco esta­ba tam­bién ato­lon­dra­do, por­que en el cam­po no oyó nun­ca sonar tan­tas voces de per­so­nas a la vez. En el cam­po habla­ba pri­me­ro uno, des­pués otro, des­pués otro, y des­pués otro. A veces, oyó hablar has­ta cua­tro o cin­co per­so­nas jun­tas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Ansel­mo, y la Toma­sa. Eso no era ya voz de per­so­nas sino otro rui­do muy dife­ren­te. Y aho­ra sí que esto del cole­gio era una bulla fuer­te, de muchos. Paco esta­ba asor­da­do.

Un niño rubio y gor­do, ves­ti­do de blan­co, le esta­ba hablan­do. Otro niño más chi­co, medio ron­co y con blu­sa azul, tam­bién le habla­ba. De diver­sos gru­pos se sepa­ra­ban los alum­nos y venían a ver a Paco, hacién­do­le muchas pre­gun­tas. Pero Paco no podía oír nada por la gri­te­ría de los demás. Un niño tri­gue­ño, de cara redon­da y con una cha­que­ta ver­de muy ceñi­da en la cin­tu­ra, aga­rró a Paco por un bra­zo y qui­so arras­trar­lo. Pero Paco no se dejó. El tri­gue­ño vol­vió a aga­rrar­lo con más fuer­za y lo jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colo­ra­do.

En ese momen­to sonó la cam­pa­na, y todos entra­ron a los salo­nes de cla­se.

Dos niños — los her­ma­nos Zumi­ga — toma­ron de una y otra mano a Paco y le con­du­je­ron a la sala de pri­mer año. Paco no qui­so seguir­los al prin­ci­pio, pero lue­go obe­de­ció, por­que vio que todos hacían lo mis­mo. Al entrar al salón se puso páli­do. Todo que­dó repen­ti­na­men­te en silen­cio y este silen­cio le dio mie­do a Paco. Los Zumi­ga le esta­ban jalan­do, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuan­do de pron­to le sol­ta­ron y lo deja­ron solo.

El pro­fe­sor entró. Todos los niños esta­ban de pie, con la mano dere­cha levan­ta­da a la altu­ra de la sien, salu­dan­do en silen­cio y muy ergui­dos.

Paco, sin sol­tar su libro, su cua­derno, y su lápiz, se había que­da­do para­do en medio del salón, entre las pri­me­ras car­pe­tas 1En Perú, “car­pe­ta” es sinó­ni­mo de “pupi­tre.” de los alum­nos y el pupi­tre del pro­fe­sor. Un remo­lino se le hacía en la cabe­za. Niños. Pare­des ama­ri­llas. Gru­pos de niños. Voce­río. Silen­cio. Una tra­ca­la­da de sillas. El pro­fe­sor. Ahí, solo, para­do, en el cole­gio. Que­ría llo­rar. El pro­fe­sor le tomó de la mano y lo lle­vó a ins­ta­lar en una de las car­pe­tas delan­te­ras jun­to a un niño de su mis­mo tama­ño. El pro­fe­sor le pre­gun­tó:

“¿Cómo se lla­ma usted?”

Con voz tem­blo­ro­sa, Paco muy baji­to:

“Paco.”

“¿Y su ape­lli­do? Diga usted todo su nom­bre.”

“Paco Yun­que.”

“Muy bien.”

El pro­fe­sor vol­vió a su pupi­tre y, des­pués de echar una mira­da muy seria sobre todos los alum­nos, dijo con voz mili­tar:

“¡Sién­ten­se!”

Un tra­que­teo de car­pe­tas y todos los alum­nos ya esta­ban sen­ta­dos.

El pro­fe­sor tam­bién se sen­tó y duran­te unos momen­tos escri­bió en unos libros. Paco Yun­que tenía aún en la mano su libro, su cua­derno, y su lápiz. Su com­pa­ñe­ro de car­pe­ta le dijo:

“Pon tus cosas, como yo, en la car­pe­ta.”

Paco Yun­que seguía muy atur­di­do y no le hizo caso. Su com­pa­ñe­ro le qui­tó enton­ces sus libros y los puso en la car­pe­ta. Des­pués, le dijo ale­gre­men­te:

“Yo tam­bién me lla­mo Paco. Paco Fari­ña. No ten­gas pena, vamos a jugar con mi table­ro. Tie­ne torres negras. Me lo ha com­pra­do mi tía Susa­na. ¿Dón­de está tu fami­lia, la tuya?”

Paco Yun­que no res­pon­día nada. Este otro Paco le moles­ta­ba. Como éste eran segu­ra­men­te todos los demás niños: habla­do­res, con­ten­tos, y sin mie­do al cole­gio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yun­que, ¿por qué tenía tan­to mie­do? Mira­ba a hur­ta­di­llas al pro­fe­sor, al pupi­tre, al muro que había detrás del pro­fe­sor y al techo. Tam­bién miró de reo­jo, a tra­vés de la ven­ta­na, al patio, que esta­ba aho­ra aban­do­na­do y en silen­cio. El sol bri­lla­ba afue­ra. De cuan­do en cuan­do, lle­ga­ban voces de otros salo­nes de cla­se y rui­dos de carre­tas que pasa­ban por la calle.

¡Qué cosa extra­ña era estar en el cole­gio! Paco Yun­que empe­za­ba a vol­ver un poco de su atur­di­mien­to. Pen­só en su casa y en su mamá. Le pre­gun­tó a Paco Fari­ña:

“¿A qué hora nos ire­mos a nues­tras casas?”

“A las once. ¿Dón­de está tu casa?”

“Por allá.”

“¿Está lejos?”

“Sí . . . no . . . ”

Paco Yun­que no sabía en qué calle esta­ba su casa, por­que aca­ba­ban de traer­lo hacía pocos días del cam­po y no cono­cía la ciu­dad.

Sona­ron unos pasos de carre­ra en el patio y apa­re­ció en la puer­ta del salón Hum­ber­to, el hijo del señor Dorian Grie­ve, un inglés patrón de los Yun­que, geren­te de los ferro­ca­rri­les de la Peru­vian Cor­po­ra­tion, y alcal­de del pue­blo. Pre­ci­sa­men­te a Paco le habían hecho venir del cam­po para que acom­pa­ña­se al cole­gio a Hum­ber­to y para que juga­ra con él, pues ambos tenían la mis­ma edad, solo que Hum­ber­to acos­tum­bra­ba venir tar­de al cole­gio y, esta vez, por ser la pri­me­ra, la seño­ra Grie­ve le había dicho a la madre de Paco:

“Lle­ve usted ya a Paco al cole­gio. No sir­ve que lle­gue tar­de el pri­mer día. Des­de maña­na espe­ra­rá a que Hum­ber­to se levan­te y los lle­va­rá jun­tos a los dos.”

El pro­fe­sor, al ver a Hum­ber­to Grie­ve, le dijo:

“¿Hoy otra vez tar­de?”

Hum­ber­to, con gran des­en­fa­do, res­pon­dió:

“Que me he que­da­do dor­mi­do.”

“Bueno,” dijo el pro­fe­sor. “Que esta sea la últi­ma vez. Pase a sen­tar­se.”

Hum­ber­to Grie­ve bus­có con la mira­da dón­de esta­ba Paco Yun­que. Al dar con él, se le acer­có y le dijo impe­rio­sa­men­te:

“Ven a mi car­pe­ta con­mi­go.”

Paco Fari­ña le dijo a Hum­ber­to Grie­ve:

“No. Por­que el señor lo ha pues­to aquí.”

“¿Y a ti qué te impor­ta?” le incre­pó Grie­ve vio­len­ta­men­te, arras­tran­do a Yun­que por un bra­zo a su car­pe­ta.

“¡Señor!” gri­tó enton­ces Fari­ña. “Grie­ve se está lle­van­do a Paco Yun­que a su car­pe­ta.”

El pro­fe­sor cesó de escri­bir y pre­gun­tó con voz enér­gi­ca:

“¡Vamos a ver! ¡Silen­cio! ¿Qué pasa ahí?”

Fari­ña vol­vió a decir:

“Grie­ve se ha lle­va­do a su car­pe­ta a Paco Yun­que.”

Hum­ber­to Grie­ve, ins­ta­la­do ya en su car­pe­ta con paco Yun­que, le dijo al pro­fe­sor:

“Sí, señor. Por­que Paco Yun­que es mi mucha­cho. Por eso.”

El pro­fe­sor lo sabía a esto per­fec­ta­men­te y le dijo a Hum­ber­to Grie­ve:

“Muy bien. Pero yo lo he colo­ca­do con Paco Fari­ña, para que atien­da mejor las expli­ca­cio­nes. Déje­lo que vuel­va a su sitio.”

Todos los alum­nos mira­ban en silen­cio al pro­fe­sor, a Hum­ber­to Grie­ve, y a Paco Yun­que.

Fari­ña fue y tomó a Paco Yun­que por la mano y qui­so vol­ver­lo a traer a su car­pe­ta, pero Grie­ve tomó a Paco Yun­que por el otro bra­zo y no lo dejó mover­se.

El pro­fe­sor le dijo otra vez a Grie­ve:

“¡Grie­ve! ¿Qué es esto?”

Hum­ber­to Grie­ve, colo­ra­do de cóle­ra, dijo:

“No, señor. Yo quie­ro que Yun­que se que­de con­mi­go.”

“Déje­lo, le he dicho.”

“No, señor.”

“¿Cómo?”

“No.”

El pro­fe­sor esta­ba indig­na­do y repe­tía, ame­na­za­dor:

“¡Grie­ve! ¡Grie­ve!”

Hum­ber­to Grie­ve tenía bajo los ojos y suje­ta­ba fuer­te­men­te por el bra­zo a Paco Yun­que, el cual esta­ba atur­di­do y se deja­ba jalar como un tra­po por Fari­ña y por Grie­ve. Paco Yun­que tenía aho­ra más mie­do a Hum­ber­to Grie­ve que al pro­fe­sor, que a todos los demás niños, y que al cole­gio ente­ro. ¿Por qué Paco Yun­que le tenía mie­do a Hum­ber­to Grie­ve? ¿Por qué éste Hum­ber­to Grie­ve solía pegar­le a Paco Yun­que?

El pro­fe­sor se acer­có a Paco Yun­que, le tomó por el bra­zo, y le con­du­jo a la car­pe­ta de Fari­ña. Grie­ve se puso a llo­rar, pata­lean­do furio­sa­men­te su ban­co.

De nue­vo se oye­ron pasos en el patio y otro alumno, Anto­nio Ges­dres — hijo de un alba­ñil — apa­re­ció a la puer­ta del salón. El pro­fe­sor le dijo:

“¿Por qué lle­ga usted tar­de?”

“Por­que fui a com­prar pan para el desa­yuno.”

“¿Y por qué no fue usted más tem­prano?”

“Por­que estu­ve alzan­do a mi her­ma­ni­to y mamá está enfer­ma y papá se fue al tra­ba­jo.”

“Bueno,” dijo el pro­fe­sor, muy serio. “Páre­se ahí . . . y, ade­más, tie­ne usted una hora de reclu­sión.”

Le seña­ló un rin­cón, cer­ca de la piza­rra de ejer­ci­cios.

Paco Fari­ña se levan­tó enton­ces y dijo:

“Grie­ve tam­bién ha lle­ga­do tar­de, señor.”

“Mien­te, señor,” res­pon­dió rápi­da­men­te Hum­ber­to Grie­ve. “No he lle­ga­do tar­de.”

Todos los alum­nos dije­ron en coro:

“¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grie­ve ha lle­ga­do tar­de!”

“¡Psch! ¡Silen­cio!” dijo mal­hu­mo­ra­do el pro­fe­sor, y todos los niños se calla­ron.

El pro­fe­sor se pasea­ba pen­sa­ti­vo. Fari­ña le decía a Yun­que en secre­to:

“Grie­ve ha lle­ga­do tar­de y no lo cas­ti­gan por­que su papá tie­ne pla­ta. Todos los días lle­ga tar­de. ¿Tú vives en su casa? ¿Cier­to que eres su mucha­cho?”

Yun­que res­pon­dió:

“Yo vivo con mi mamá.”

“¿En la casa de Hum­ber­to Grie­ve?”

“Es una casa muy boni­ta. Ahí está la patro­na y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá.”

Hum­ber­to Grie­ve, des­de su ban­co del otro lado del salón, mira­ba con cóle­ra a Paco Yun­que y le ense­ña­ba los puños por­que se dejó lle­var a la car­pe­ta de Paco Fari­ña.

Paco Yun­que no sabía qué hacer. Le pega­ría otra vez el niño Hum­ber­to, por­que no se que­dó con él, en su car­pe­ta. Cuan­do salie­ran del cole­gio, el niño Hum­ber­to le daría un empu­jón en el pecho y una pata­da en la pier­na. El niño Hum­ber­to era malo y pega­ba pron­to, a cada rato. En la calle. En el corre­dor tam­bién. Y en la esca­le­ra. Y tam­bién en la coci­na, delan­te de su mamá y delan­te de la patro­na. Aho­ra le va a pegar, por­que le esta­ba ense­ñan­do los puñe­tes y le mira­ba con ojos blan­cos.

Yun­que le dijo a Fari­ña:

“Me voy a la car­pe­ta del niño Hum­ber­to.”

Y Paco Fari­ña le decía:

“No vayas. No seas zon­zo. El señor te va a cas­ti­gar.”

Fari­ña vol­teó a ver a Grie­ve y este Grie­ve le ense­ñó tam­bién a él los puños, refun­fu­ñan­do no sé qué cosas a escon­di­das del pro­fe­sor.

“¡Señor!” gri­tó Fari­ña. “Ahí, ese Grie­ve me está ense­ñan­do los puñe­tes.”

El pro­fe­sor dijo:

“¡Psc! ¡Psc! ¡Silen­cio! . . . ¡Vamos a ver! . . . Vamos a hablar hoy de los peces, y des­pués, vamos a hacer todos un ejer­ci­cio escri­to en una hoja de los cua­der­nos, y des­pués me los dan para ver­los. Quie­ro ver quién hace mejor ejer­ci­cio, para que su nom­bre sea escri­to en el Cua­derno de Honor del Cole­gio como el mejor alumno del pri­mer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo mis­mo que hici­mos la sema­na pasa­da. Exac­ta­men­te lo mis­mo. Hay que aten­der bien a la cla­se. Hay que copiar bien el ejer­ci­cio que voy a escri­bir des­pués en la piza­rra. ¿Me han enten­di­do bien?”

Los alum­nos res­pon­die­ron en coro:

“Sí, señor.”

“Muy bien,” dijo el pro­fe­sor. “Vamos a ver. Vamos a hablar aho­ra de los peces.”

Varios niños qui­sie­ron hablar. El pro­fe­sor le dijo a uno de los Zumi­ga que habla­se.

“Señor,” dijo Zumi­ga. “Había en la pla­ya mucha are­na. Un día nos meti­mos entre la are­na y encon­tra­mos un pez medio vivo y lo lle­va­mos a mi casa. Pero se murió en el camino . . . ”

Hum­ber­to Grie­ve dijo:

“Señor: yo he cogi­do muchos peces y los he lle­va­do a mi casa y los he sol­ta­do en mi salón y no se mue­ren nun­ca.”

El pro­fe­sor pre­gun­tó:

“Pero . . . ¿los deja usted en algu­na vasi­ja con agua?”

“No señor. Están suel­tos, entre los mue­bles.”

Todos los niños se echa­ron a reír.

Un chi­co, fla­cu­cho y páli­do, dijo:

“Men­ti­ra, señor. Por­que el pez se mue­re pron­to cuan­do lo sacan del agua.”

“No, señor,” decía Hum­ber­to Grie­ve. “Por­que en mi salón no se mue­ren. Por­que mi salón es muy ele­gan­te. Por­que mi papá me dijo que tra­je­ra peces y que podía dejar­los suel­tos entre las sillas.”

Paco Fari­ña se moría de risa. Los Zumi­ga tam­bién. El chi­co rubio y gor­do, de cha­que­ta blan­ca, y el otro cara redon­da y con cha­que­ta ver­de, se reían rui­do­sa­men­te. ¡Qué Grie­ve tan diver­ti­do! ¡Los peces en su salón! ¡Entre los mue­bles! ¡Como si fue­sen pája­ros! Era una gran men­ti­ra lo que con­ta­ba Grie­ve. Todos los chi­cos excla­ma­ban a la vez reven­tan­do de risa:

“¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Mien­te, señor! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Men­ti­ra! ¡Men­ti­ra!”

Hum­ber­to Grie­ve se eno­jó por­que no le creían lo que con­ta­ba. Todos se bur­la­ban de lo que había dicho. Pero Grie­ve recor­da­ba que tra­jo dos peces a su casa y los sol­tó en el salón y ahí estu­vie­ron muchos días. Los movió y se movían. No esta­ba segu­ro si vivie­ron muchos días o murie­ron pron­to. Grie­ve, de todos modos, que­ría que le cre­ye­ran lo que decía. En medio de las risas de todos, le dijo a uno de los Zumi­ga:

“¡Cla­ro! Por­que mi papá tie­ne mucha pla­ta. Y me ha dicho que va a hacer lle­var a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que jue­gue con ellos en mi salón gran­de.”

El pro­fe­sor dijo en alta voz:

“¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silen­cio! Grie­ve no se acuer­da bien, segu­ra­men­te. Por­que los peces mue­ren cuan­do . . . ”

Los niños aña­die­ron en coro:

” . . . se les saca del agua.”

“Eso es,” dijo el pro­fe­sor.

El niño fla­cu­cho y páli­do dijo:

“Por­que los peces tie­nen sus mamás en el agua y sacán­do­los, se que­dan sin mamás.”

“¡No, no, no!” dijo el pro­fe­sor. “Los peces mue­ren fue­ra del agua por­que no pue­den res­pi­rar. Ellos toman el aire que hay en el agua y cuan­do salen, no pue­den absor­ber el aire que hay afue­ra.”

“Por­que ya están como muer­tos,” dijo un niño.

Hum­ber­to Grie­ve dijo:

“Mi papá pue­de dar­les aire en mi casa, por­que tie­ne bas­tan­te pla­ta para com­prar todo.”

El chi­co ves­ti­do de ver­de dijo:

“Mi papá tam­bién tie­ne pla­ta.”

“Mi papá tam­bién,” dijo otro chi­co.

Todos los niños dije­ron que sus papás tenían mucho dine­ro. Paco Yun­que no decía nada y esta­ba pen­san­do en los peces que morían fue­ra del agua.

Fari­ña le dijo a Paco Yun­que:

“Y tú, ¿tu papá no tie­ne pla­ta?”

Paco Yun­que refle­xio­nó y se acor­dó haber­le vis­to una vez a su mamá con unas pese­tas en la mano. Yun­que dijo a Fari­ña:

“Mi mamá tie­ne tam­bién mucha pla­ta.”

“¿Cuán­to?” le pre­gun­tó Fari­ña.

“Como cua­tro pese­tas.”

Fari­ña dijo al pro­fe­sor en voz alta:

“Paco Yun­que dice que su mamá tie­ne tam­bién mucha pla­ta.”

“¡Men­ti­ra, señor!” res­pon­dió Hum­ber­to Grie­ve. “Paco Yun­que mien­te, por­que su mamá es la sir­vien­ta de mi mamá y no tie­ne nada.”

El pro­fe­sor tomó la tiza y empe­zó a escri­bir en la piza­rra, dán­do­le la espal­da a los niños.

Hum­ber­to Grie­ve, apro­ve­chan­do que no le veía el pro­fe­sor, dio un sal­to y le jaló de los pelos a Yun­que, vol­vién­do­se a la carre­ra a su car­pe­ta. Yun­que se puso a llo­rar.

“¿Qué es eso?” dijo el pro­fe­sor, vol­vién­do­se a ver lo que pasa­ba.

Paco Fari­ña dijo:

“Grie­ve le ha tira­do de los pelos, señor.”

“No, señor,” dijo Grie­ve. “Yo no he sido. Yo no me he movi­do de mi sitio.”

“¡Bueno, bueno!” dijo el pro­fe­sor. “¡Silen­cio! ¡Cálle­se Paco Yun­que! ¡Silen­cio!”

Siguió escri­bien­do en la piza­rra, y des­pués pre­gun­tó a Grie­ve:

“Si se le saca del agua, ¿qué suce­de con el pez?”

“Va a vivir en mi salón,” con­tes­tó Grie­ve.

Otra vez se reían de Grie­ve los niños. Este Grie­ve no sabía nada. No pen­sa­ba más que en su casa y en su salón y en su papá y en su pla­ta. Siem­pre esta­ba dicien­do ton­te­rías.

“Vamos a ver, usted, Paco Yun­que,” dijo el pro­fe­sor. “¿Qué pasa con el pez si se le saca del agua?”

Paco Yun­que, medio llo­ran­do toda­vía por el jalón de los pelos que le dio Grie­ve, repi­tió de una tira­da lo que dijo el pro­fe­sor:

“Los peces mue­ren fue­ra del agua por­que les fal­ta aire.”

“¡Eso es!” decía el pro­fe­sor. “Muy bien,” aña­dió, y vol­vió a escri­bir en la piza­rra.

Hum­ber­to Grie­ve apro­ve­chó otra vez de que no podía ver­le el pro­fe­sor y fue a dar­le un puñe­ta­zo a Paco Fari­ña en la boca, y regre­só de un sal­to a su car­pe­ta. Fari­ña, en vez de llo­rar como Paco Yun­que, dijo a gran­des voces al pro­fe­sor:

“¡Señor! ¡Aca­ba de pegar­me Hum­ber­to Grie­ve!”

“¡Sí, señor! ¡Sí, señor!” decían todos los niños a la vez.

Una bulla tre­men­da había en el salón.

El pro­fe­sor dio un puñe­ta­zo en su pupi­tre y dijo:

“¡Silen­cio!”

El salón se sumió en un silen­cio com­ple­to y cada alumno esta­ba en su car­pe­ta, serio y dere­cho, miran­do ansio­sa­men­te al pro­fe­sor. ¡Las cosas de este Hum­ber­to Grie­ve! ¡Ya ven lo que esta­ba pasan­do por su cuen­ta! ¡Aho­ra habrá que ver lo que va a hacer el pro­fe­sor, que esta­ba colo­ra­do de cóle­ra! ¡Y todo por cul­pa de Hum­ber­to Grie­ve!

“¿Qué des­or­den es ése?” le pre­gun­tó el pro­fe­sor a Paco Fari­ña.

Paco Fari­ña, con los ojos bri­llan­tes de rabia, decía:

“Hum­ber­to Grie­ve me ha pega­do un puñe­ta­zo en la cara sin que yo le haga nada.”

“¿Es ver­dad, Grie­ve?”

“No, señor,” dijo Hum­ber­to Grie­ve. “Yo no le he pega­do.”

El pro­fe­sor miró a todos los alum­nos sin saber a qué ate­ner­se. ¿Quién de los dos decía la ver­dad? ¿Fari­ña o Grie­ve?

“¿Quién lo ha vis­to?” pre­gun­tó el pro­fe­sor a Fari­ña.

“¡Todos, señor! Paco Yun­que tam­bién lo ha vis­to.”

“¿Es ver­dad lo que dice Paco Fari­ña?” le pre­gun­tó el pro­fe­sor a Yun­que.

Paco Yun­que miró a Hum­ber­to Grie­ve y no se atre­vió a res­pon­der, por­que si decía sí, el niño Hum­ber­to le pega­ría a la sali­da. Yun­que no dijo nada y bajó la cabe­za.

Fari­ña dijo:

“Yun­que no dice nada, señor, por­que Hum­ber­to Grie­ve le pega, por­que es su mucha­cho y vive en su casa.”

El pro­fe­sor pre­gun­tó a los otros alum­nos:

“¿Quién otro ha vis­to lo que dice Fari­ña?”

“¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor!”

El pro­fe­sor le vol­vió a pre­gun­tar a Grie­ve:

“¿Enton­ces es cier­to, Grie­ve, que le ha pega­do usted a Fari­ña?”

“¡No, señor! Yo no le he pega­do.”

“Cui­da­do con men­tir, Grie­ve. ¡Un niño decen­te como usted, no debe men­tir!”

“No, señor. Yo no le he pega­do.”

“Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé que usted no mien­te nun­ca. Bueno. Pero ten­ga usted mucho cui­da­do en ade­lan­te.”

El pro­fe­sor se puso a pasear, pen­sa­ti­vo, y todos los alum­nos seguían cir­cuns­pec­tos y dere­chos en sus ban­cos.

Paco Fari­ña gru­ñía a media voz y como que­rien­do llo­rar:

“No le cas­ti­gan por­que su papá es rico. Le voy a decir a mi mamá.”

El pro­fe­sor le oyó y se plan­tó eno­ja­do delan­te de Fari­ña. Le dijo en alta voz:

“¿Qué está usted dicien­do? Hum­ber­to Grie­ve es un buen alumno. No mien­te nun­ca. No moles­ta a nadie. Por eso no le cas­ti­go. Aquí todos los niños son igua­les, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo los cas­ti­go aun­que sean hijos de ricos. Como usted vuel­va a decir lo que está dicien­do del padre de Grie­ve, le pon­dré dos horas de reclu­sión. ¿Me ha oído usted?”

Paco Fari­ña esta­ba aga­cha­do. Paco Yun­que tam­bién. Los dos sabían que era Hum­ber­to Grie­ve quien les había pega­do y que era un gran men­ti­ro­so.

El pro­fe­sor fue a la piza­rra y siguió escri­bien­do.

“¿Por qué no le dijis­te al señor que me ha pega­do Hum­ber­to Grie­ve?”

“Por­que el niño Hum­ber­to me pega.”

“¿Y por qué no se lo dices a tu mamá?”

“Por­que si le digo a mi mamá, tam­bién me pega y la patro­na se eno­ja.”

Mien­tras el pro­fe­sor escri­bía en la piza­rra, Hum­ber­to Grie­ve se puso a lle­nar de dibu­jos su cua­derno.

Paco Yun­que esta­ba pen­san­do en su mamá. Des­pués se acor­dó de la patro­na y del niño Hum­ber­to. ¿Le pega­rían al vol­ver a la casa? Yun­que mira­ba a los otros niños y éstos no le pega­ban a Yun­que ni a Fari­ña ni a nadie. Tam­po­co le que­rían aga­rrar a Yun­que en las otras car­pe­tas, como qui­so hacer­lo el niño Hum­ber­to. ¿Por qué el niño Hum­ber­to era así con él? Yun­que se lo diría aho­ra a su mamá y si el niño Hum­ber­to le pega­ba, se lo diría al pro­fe­sor. Pero el pro­fe­sor no le hacía nada al niño Hum­ber­to. Enton­ces, se lo diría a Paco Fari­ña. Le pre­gun­tó a Paco Fari­ña:

“¿A ti tam­bién te pega el niño Hum­ber­to?”

“¿A mí? ¡Qué me va a pegar a mí! Le pego un puñe­ta­zo en el hoci­co y le hecho san­gre. ¡Vas a ver! ¡Como me haga algu­na cosa! ¡Déja­lo y verás! ¡Y se lo diré a mi mamá! ¡Y ven­drá mi papá y le pega­rá a Grie­ve y a su papá tam­bién, y a todos!”

Paco Yun­que le oía asus­ta­do a Paco Fari­ña lo que decía. ¿Cier­to sería que le pega­ría al niño Hum­ber­to? ¿Y que su papá ven­dría a pegar­le al señor Grie­ve? Paco Yun­que no que­ría creer­lo, por­que al niño Hum­ber­to no le pega­ba nadie. Si Fari­ña le pega­ba, ven­dría el patrón y le pega­ría a Fari­ña y tam­bién al papá de Fari­ña. Le pega­ría el patrón a todos. Por­que todos le tenían mie­do. Por­que el señor Grie­ve habla­ba muy serio y esta­ba man­dan­do siem­pre. Y venían a su casa seño­res y seño­ras que le tenían mucho mie­do y obe­de­cían siem­pre al patrón y a la patro­na. En bue­na cuen­ta, el señor Grie­ve podía más que el pro­fe­sor y más que todos.

Paco Yun­que miró al pro­fe­sor que escri­bía en la piza­rra. ¿Quién era el pro­fe­sor? ¿Por qué era tan serio y daba tan­to mie­do? Yun­que seguía mirán­do­lo. No era el pro­fe­sor igual a su papá ni al señor Grie­ve. Más bien se pare­cía a otros seño­res que venían a la casa y habla­ban con el patrón. Tenían un pes­cue­zo colo­ra­do y su nariz pare­cía moco de pavo. Sus zapa­tos hacían risss-risss-risss-risss cuan­do cami­na­ba mucho.

Yun­que empe­zó a fas­ti­diar­se. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Hum­ber­to le iba a pegar a la sali­da del cole­gio. Y la mamá de Paco Yun­que le diría al niño Hum­ber­to: “No, niño. No le pegue usted a Paqui­to. No sea tan malo.” Y nada más le diría. Pero Paco ten­dría colo­ra­da la pier­na de la pata­da del niño Hum­ber­to. Y Paco se pon­dría a llo­rar. Por­que al niño Hum­ber­to nadie le hacía nada. Y por­que el patrón y la patro­na le que­rían mucho al niño Hum­ber­to, y Paco Yun­que tenía pena por­que el niño Hum­ber­to le pega­ba mucho. Todos, todos, todos le tenían mie­do al niño Hum­ber­to y a sus papás. Todos. Todos. Todos. El pro­fe­sor tam­bién. La coci­ne­ra, su hija. La mamá de Paco. El Venan­cio con su man­dil. La María que lava las baci­ni­cas. Que­bró ayer una baci­ni­ca en tres peda­zos gran­des. ¿Le pega­ría tam­bién el patrón al papá de Paco Yun­que? Qué cosa fea era esto del patrón y del niño Hum­ber­to. Paco Yun­que que­ría llo­rar. ¿A qué hora aca­ba­ría de escri­bir el pro­fe­sor en la piza­rra?

“¡Bueno!” dijo el pro­fe­sor, cesan­do de escri­bir. “Ahí está el ejer­ci­cio escri­to. Aho­ra, todos saquen sus cua­der­nos y copien lo que hay en la piza­rra. Hay que copiar­lo exac­ta­men­te igual.”

“¿En nues­tros cua­der­nos?” pre­gun­tó tími­da­men­te Paco Yun­que.

“Sí, en sus cua­der­nos,” le res­pon­dió el pro­fe­sor. “¿Usted sabe escri­bir un poco?”

“Sí, señor, por­que mi papá me ense­ñó en el cam­po.”

“Muy bien. Enton­ces, todos a copiar.”

Los niños saca­ron sus cua­der­nos y se pusie­ron a copiar el ejer­ci­cio que el pro­fe­sor había escri­to en la piza­rra.

“No hay que apu­rar­se,” decía el pro­fe­sor. “Hay que escri­bir poco a poco, para no equi­vo­car­se.”

Hum­ber­to Grie­ve pre­gun­tó:

“¿Es, señor, el ejer­ci­cio escri­to de los peces?”

“Sí. A copiar todo el mun­do.”

El salón se sumió en el silen­cio. No se oía sino el rui­do de los lápi­ces. El pro­fe­sor se sen­tó a su pupi­tre y tam­bién se puso a escri­bir en unos libros.

Hum­ber­to Grie­ve, en vez de copiar su ejer­ci­cio, se puso otra vez a hacer dibu­jos en su cua­derno. Lo lle­nó com­ple­ta­men­te de dibu­jos de peces, de muñe­cos, y de cua­dri­tos.

Al cabo de un rato, el pro­fe­sor se paró y pre­gun­tó:

“¿Ya ter­mi­na­ron? Bueno. Pon­gan al pie sus nom­bres bien cla­ros.”

En ese momen­to sonó la cam­pa­na del recreo. Una gran alga­za­ra vol­vie­ron a hacer los niños y salie­ron corrien­do al patio. Paco Yun­que había copia­do su ejer­ci­cio muy bien y salió al recreo con su libro, su cua­derno, y su lápiz.

Ya en el patio, vino Hum­ber­to Grie­ve y aga­rró a Paco Yun­que por un bra­zo, dicién­do­le con cóle­ra:

“Ven para jugar al melo.”

Lo echo de un empe­llón al medio y le hizo derri­bar su libro, su cua­derno, y su lápiz.

Yun­que hacía lo que le orde­na­ba Grie­ve, pero esta­ba colo­ra­do y aver­gon­za­do de que los otros niños vie­sen cómo lo zaran­dea­ba el niño Hum­ber­to. Yun­que que­ría llo­rar.

Paco Fari­ña, los dos Zumi­gas, y otros niños rodea­ban a Hum­ber­to Grie­ve y a Paco Yun­que. El niño fla­cu­cho y páli­do reco­gió el libro, el cua­derno, y el lápiz de Yun­que, pero Hum­ber­to Grie­ve se los qui­tó a la fuer­za, dicién­do­le:

“¡Déja­los! ¡No te metas! Por­que Paco Yun­que es mi mucha­cho.”

Hum­ber­to Grie­ve lle­vó al salón de cla­ses las cosas de Paco Yun­que y se las guar­dó en su car­pe­ta. Des­pués, vol­vió al patio a jugar con Paco Yun­que. Le cogió del pes­cue­zo y le hizo doblar la cin­tu­ra y poner­se en cua­tro manos.

“Esta­te quie­to así,” le orde­nó impe­rio­sa­men­te. “No te mue­vas has­ta que yo te diga.”

Hum­ber­to Grie­ve se reti­ró a cier­ta dis­tan­cia y des­de allí vino corrien­do y dio un sal­to sobre Paco Yun­que, apo­yan­do las manos sobre sus espal­das y dán­do­le una pata­da feroz en las posa­de­ras. Vol­vió a reti­rar­se y vol­vió a sal­tar sobre Paco Yun­que, dán­do­le otra pata­da. Mucho rato estu­vo así jugan­do Hum­ber­to Grie­ve con Paco Yun­que. Le dio como vein­te sal­tos y vein­te pata­das.

De repen­te se oyó un llan­to. Era Yun­que que esta­ba llo­ran­do de las fuer­tes pata­das del niño Hum­ber­to. Enton­ces salió Paco Fari­ña del rue­do for­ma­do por los otros niños y se plan­tó ante Grie­ve, dicién­do­le:

“¡No! ¡No te dejo que sal­tes sobre Paco Yun­que!”

Hum­ber­to Grie­ve le res­pon­dió ame­na­zán­do­le:

“¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fari­ña! ¡Paco Fari­ña! ¡Te voy a dar un puñe­ta­zo!”

Pero Fari­ña no se movía y esta­ba tie­so delan­te de Grie­ve y le decía:

“¡Por­que es tu mucha­cho le pegas y lo sal­tas y lo haces llo­rar! ¡Sál­ta­lo y verás!”

Los dos her­ma­nos Zumi­ga abra­za­ban a Paco Yun­que y le decían que ya no llo­ra­se y le con­so­la­ban dicién­do­le:

“¿Por qué te dejas sal­tar así y dar de pata­das? ¡Péga­le! ¡Sál­ta­lo tú tam­bién! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zon­zo! ¡Cálla­te! ¡Ya no llo­res! ¡Ya nos vamos a ir a nues­tras casas!”

Paco Yun­que esta­ba siem­pre llo­ran­do y sus lágri­mas pare­cían aho­gar­le.

Se for­mó un tumul­to de niños en torno a Paco Yun­que y otro tumul­to en torno a Hum­ber­to Grie­ve y a Paco Fari­ña.

Grie­ve le dio un empe­llón bru­tal a Fari­ña y lo derri­bó al sue­lo. Vino un alumno más gran­de, del segun­do año, y defen­dió a Fari­ña, dán­do­le a Grie­ve un pun­ta­pié. Y otro niño del ter­cer año, más gran­de que todos, defen­dió a Grie­ve dán­do­le una furio­sa trom­pa­da al alumno del segun­do año. Un buen rato llo­vie­ron bofe­ta­das y pata­das entre varios niños. Eso era un enre­do.

Sonó la cam­pa­na y todos los niños vol­vie­ron a sus salo­nes de cla­se. A Paco Yun­que lo lle­va­ron por los bra­zos los dos her­ma­nos Zumi­ga.

Una gran gri­te­ría había en el salón del pri­mer año. Cuan­do entró el pro­fe­sor, todos se calla­ron.

El pro­fe­sor miró a todos muy serios y dijo como un mili­tar:

“¡Sién­ten­se!”

Un tra­que­teo de car­pe­tas y todos los alum­nos esta­ban ya sen­ta­dos.

Enton­ces el pro­fe­sor se sen­tó en su pupi­tre y lla­mó por lis­ta a los niños para que le entre­ga­sen sus cuar­ti­llas con los ejer­ci­cios escri­tos sobre el tema de los peces. A medi­da que el pro­fe­sor reci­bía las hojas de los cua­der­nos, las iba leyen­do y escri­bía las notas en unos libros.

Hum­ber­to Grie­ve se acer­có a la car­pe­ta de Paco Yun­que y le entre­gó su libro, su cua­derno, y su lápiz. Pero antes había arran­ca­do la hoja del cua­derno en que esta­ba el ejer­ci­cio de Paco Yun­que y puso en ella su fir­ma.

Cuan­do el pro­fe­sor dijo “Hum­ber­to Grie­ve,” Grie­ve fue y pre­sen­tó el ejer­ci­cio de Paco Yun­que como si fue­se suyo.

Y cuan­do el pro­fe­sor dijo “Paco Yun­que,” Yun­que se puso a bus­car en su cua­derno la hoja en que escri­bió su ejer­ci­cio y no la encon­tró.

“¿La ha per­di­do usted . . . ‚” le pre­gun­tó el pro­fe­sor, ” . . . o no la ha hecho usted?

Pero Paco Yun­que no sabía lo que se había hecho la hoja de su cua­derno y, muy aver­gon­za­do, se que­dó en silen­cio y bajó la fren­te.

“Bueno,” dijo el pro­fe­sor, y ano­tó en unos libros la fal­ta de Paco Yun­que.

Des­pués siguie­ron los demás entre­gan­do sus ejer­ci­cios. Cuan­do el pro­fe­sor aca­bó de ver­los todos, entró de repen­te al salón el Direc­tor del Cole­gio. El pro­fe­sor y los niños se pusie­ron de pie res­pe­tuo­sa­men­te. El Direc­tor miró como eno­ja­do a los alum­nos y dijo en voz alta:

“¡Sién­ten­se!”

El Direc­tor le pre­gun­tó al pro­fe­sor:

“¿Ya sabe usted quién es el mejor alumno de su año? ¿Ya han hecho el ejer­ci­cio sema­nal para cali­fi­car­los?”

“Sí, señor Direc­tor,” dijo el pro­fe­sor. “Aca­ban de hacer­lo. La nota más alta la ha obte­ni­do Hum­ber­to Grie­ve.”

“¿Dón­de está su ejer­ci­cio?”

“Aquí está, señor Direc­tor.”

El pro­fe­sor bus­có entre todas las hojas de los alum­nos y encon­tró el ejer­ci­cio fir­ma­do por Hum­ber­to Grie­ve. Se lo dio al Direc­tor, que se que­dó vien­do lar­go rato la cuar­ti­lla.

“Muy bien,” dijo el Direc­tor, con­ten­to.

Subió al pupi­tre y miró seve­ra­men­te a los alum­nos. Des­pués les dijo con su voz un poco ron­ca pero enér­gi­ca:

“De todos los ejer­ci­cios que uste­des han hecho, aho­ra el mejor es el de Hum­ber­to Grie­ve. Así es que el nom­bre de este niño va a ser ins­cri­to en el Cua­dro de Honor de esta sema­na como el mejor alumno del pri­mer año. Sal­ga afue­ra Hum­ber­to Grie­ve.”

Todos los niños mira­ron ansio­sa­men­te a Hum­ber­to Grie­ve, que salió pavo­neán­do­se a parar­se muy dere­cho y orgu­llo­so delan­te del pupi­tre del pro­fe­sor. El Direc­tor le dio la mano dicién­do­le:

“Muy bien, Hum­ber­to Grie­ve. Lo feli­ci­to. Así deben ser los niños. Muy bien.”

Se vol­vió el Direc­tor a los demás alum­nos y les dijo:

“Todos uste­des deben hacer lo mis­mo que Hum­ber­to Grie­ve. Deben ser bue­nos alum­nos como él. Deben estu­diar y ser apli­ca­dos como él. Deben ser serios, for­ma­les, y bue­nos niños como él. Y si así lo hacen, reci­bi­rá cada uno un pre­mio al fin de año y sus nom­bres serán tam­bién ins­cri­tos en el Cua­dro de Honor del Cole­gio, como el de Hum­ber­to Grie­ve. A ver si la sema­na que vie­ne hay otro alumno que dé una bue­na cla­se y haga un buen ejer­ci­cio como el que ha hecho hoy Hum­ber­to Grie­ve. Así lo espe­ro.”

Se que­dó el Direc­tor calla­do un rato. Todos los alum­nos esta­ban pen­sa­ti­vos y mira­ban a Hum­ber­to Grie­ve con admi­ra­ción. ¡Qué rico Grie­ve! ¡Qué buen ejer­ci­cio ha escri­to! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos! ¡Lle­gan­do tar­de y todo! ¡Y pegán­do­les a todos! ¡Pero ya lo esta­ban vien­do! ¡Le había dado la mano al Direc­tor! ¡Hum­ber­to Grie­ve, el mejor de todos los del pri­mer año!

El Direc­tor se des­pi­dió del pro­fe­sor, hizo una venia a los alum­nos, que se para­ron para des­pe­dir­lo, y salió.

El pro­fe­sor dijo des­pués:

“¡Sién­ten­se!”

Un tra­que­teo de car­pe­tas y todos los alum­nos esta­ban ya sen­ta­dos. El pro­fe­sor orde­nó a Grie­ve:

“Váya­se a su asien­to.”

Hum­ber­to Grie­ve, muy ale­gre, vol­vió a su car­pe­ta. Al pasar jun­to a Paco Fari­ña, le echó la len­gua. El pro­fe­sor subió a su pupi­tre y se puso a escri­bir en unos libros.

Paco Fari­ña le dijo en voz baja a Paco Yun­que:

“Mira al señor, está ponien­do tu nom­bre en su libro por­que no has pre­sen­ta­do tu ejer­ci­cio. ¡Míra­lo! Te va a dejar aho­ra reclu­so y no vas a ir a tu casa. ¿Por qué has roto tu cua­derno? ¿Dón­de lo pusis­te?”

Paco Yun­que no con­tes­ta­ba nada y esta­ba con la cabe­za aga­cha­da.

“¡Anda!” le vol­vió a decir Paco Fari­ña. “¡Con­tes­ta! ¿Por qué no con­tes­tas? ¿Dón­de has deja­do tu ejer­ci­cio?”

Paco Fari­ña se aga­chó a mirar la cara de Paco Yun­que y le vio que esta­ba llo­ran­do. Enton­ces le con­so­ló dicién­do­le:

“¡Déja­lo! ¡No llo­res! ¡Déja­lo! ¡No ten­gas pena! ¡Vamos a jugar con mi table­ro! ¡Tie­ne torres negras! ¡Déja­lo! ¡Yo te rega­lo mi table­ro! ¡No seas zon­zo! ¡Ya no llo­res!”

Pero Paco Yun­que seguía llo­ran­do aga­cha­do.

Sobre el autor:
César Valle­jo (1892 — 1938) fue un escri­tor y perio­dis­ta peruano amplia­men­te desig­na­do como uno de los mayo­res expo­nen­tes de la lite­ra­tu­ra de su país.