Cuando Quacvimil observó con atención el enorme planeta que como un gigantesco lucero se encontraba en el amplio firmamento, su corazón se llenó de espanto. El aire estaba cargado de una radiación poco común, un silencio inapropiado se había adueñado de la plaza, y de la ciudad.
Teotzabel, el señor de los Imperios, bajó la vista apesadumbrado. Sentía su corazón sofocado, como no lo había sentido hace más de diez siglos.
— Quizá debamos rendirnos ante la idea de un poder superior ‑dijo con voz grave-. De otra forma no se explica cómo es posible que jamás hayamos avanzado tan poco fuera de nuestra atmósfera. Las naves interplanetarias con las que nos transportamos son fabulosas, es cierto, como barcas de paseo, pero nada más. No pudimos siquiera hacer habitable el suelo lunar.
Después de decir esto, el hombre trastabilló sobre sus piernas y tuvo que prenderse por el hombro de Quacvimil para no caer.
— Creo que el Señor necesita descansar. ‑le dijo su asesor, pero Teotzabel no respondió. Se paró aún más firme que antes y prosiguió:
— El mes pasado hice un viaje a Júpiter. La visión desde ese planeta, y la proximidad de aquel otro que se estaba acercando, hizo que reflexionara en algunas cosas.
Quacvimil miró la plaza, algo extraño estaba sucediendo, ninguna de las docenas de palomas se veían por ningún lado. Debe ser algo grave, pensó el joven, estas palomas estuvieron desde el inicio mismo del imperio, ¿por qué habrán desaparecido hoy?. E instintivamente miró hacia el cielo: el planeta asustaba por su sola presencia y aunque los astrónomos aseguraban que no habría colisión, el joven no podía dejar de sentirse un microscópico elemento ante tan monumental masa estelar. Teotzabel, en tanto, siguió hablando:
— Deberías ver la Tierra mientras se viaja más allá de la luna. Primero semeja una imponente esfera azul, como si reinara majestuosa sobre el sistema, pero poco a poco su tamaño va disminuyendo considerablemente en relación a los otros, hasta que al fin parece un pequeño asteroide vagando por la vía láctea. Dime, con qué vara medimos nuestro tamaño?.
El joven asesor intentó decir algo, pero el soberano monarca continuó:
— Tres mil años Quacvimil, tres mil años. Ninguna civilización ha llegado tan lejos y con tanta tecnología al mismo tiempo. Nuestros estudios indican que somos la cuarta raza sobre el planeta. La más sofisticada y la más compleja. Tenemos potestad para hacer y deshacer. El nacimiento y la muerte de millones de seres están bajo nuestro control.
Como para infundir ánimo, el asesor acotó:
— Señor, estoy seguro que no volverá a existir algo mayor en el sistema solar por mucho tiempo.
Teotzabel giró en círculo para abarcar el conjunto de rascacielos de una sola mirada. Los edificios eran augustos, de una estética asombrosa y de una suntuosidad increíble. La mayoría se perdía entre las nubes del firmamento, como un monumento inmortal. Y por más lejos que se mirase, siempre había rascacielos a lo largo del paisaje, las gigantescas construcciones seguían hasta perderse en el horizonte.
— Polvareda en el viento- dijo el hombre, como para sí mismo, pero como procurando que Quacvimil escuche. Éste, por su parte, guardó un prudente silencio.
El señor de los imperios se puso en postura todavía más rígida y dijo:
— Éste fue mi reino y ésta es mi cárcel. Ya comienzo a despedirme, pronto me abrigará la fría muerte por toda la eternidad. Y que el cemento sea por fin, mi piadosa sepultura.
— De qué está hablando, mi Señor? — dijo preocupado el joven.
— Esta civilización se acaba, Quacvimil, no lo difundimos para no sembrar el pánico colectivo.
Terminó de decir esto, y se sintió un ligero temblor en la plaza, como si alguien sacudiera suavemente el planeta después de un largo duermevela.
Quacvimil, quien hasta ese momento había permanecido inmutable, se sintió turbado y miró inconcientemente al gigantesco planeta que se cernía sobre el límpido cielo. Pero intentando dominar la situación, refutó, señalando el firmamento:
— Soberano Teotzabel: Sois amo y señor del mundo entero: Podéis sobrevivir mil años más en algunos de aquellos satélites si lo decidieseis.
— Mil años, diez mil años, un millón de años; y después... en qué hueco del universo me meteré para no padecer las consecuencias de mis actos. Quizá la vida de una mariposa tenga más sentido que la nuestra.
A estas alturas de la conversación, el joven cayó en la cuenta de lo imposible que sería convencer al emperador. Y de lo terrible que se avecinaba.
— Te acuerdas del sismo de ayer a la tarde. ‑continuó Teotzabel-. No fue ninguna falsa advertencia. La Tierra ha girado sobre su eje magnético de una forma fatal: fue él- dijo señalando el inmenso astro, imponente y exorbitante que se cernía sobre sus cabezas.
— Qué significa eso, alcanzó a decir Quacvimil, con voz temblorosa.
— Parte de los hielos de la lejana Itzul se han derretido, por el calor del sol. El oceáno entero viene ahora a nuestro encuentro.
— Y la ciudad?, y nosotros?, y su imperio, Señor?. ‑preguntó despavorido el joven.
— No quedará piedra sobre piedra.
— Cuándo sucederá eso?
— Ya está sucediendo — sentenció el emperador con voz arcillosa.
Fue cuando comenzó el estruendo. Primero fue un leve murmullo, como un arroyo cantarino al borde del bosque. Luego parecía un torrente, cada vez más fuerte y más potente, como un salvaje y omnipotente malón que todo lo destruye a su paso. Al final, el ruido se volvió estremecedor. Los edificios comenzaron a temblar como árboles en la tormenta y la ciudad completa se estremeció sobre sus cimientos. Entonces los dos hombres vieron algo espectacular: lejos aún, pero pasmosamente cerca, gigantescas olas, quizá de cien o doscientos metros de altura, venían furiosamente arrastrando todo a su paso: edificios, vehículos, y cientos de seres vivientes que como hormigas giraban entre el imponente bramido del agua.
Teotzabel tomó un puñado de tierra, la única porción de tierra que había en la extensa plaza, una de las tantas que llevaba su nombre, y la arrojó hacia el cielo.
— Polvareda en el viento- gritó, mientras la brisa se iba tornando en un rugido espantoso.
Quacvimil se sentó en el banco de la plaza, vio a su emperador parado con las manos abiertas, como esperando la fatalidad del destino y alzó los ojos por última vez: un colosal torrente de agua, descomunal y exorbitante, restos de árboles, objetos de todo tipo y personas muertas, invadía la ciudad. Atrás, las olas gigantescas tumbaban los rascacielos a su paso.
— Polvareda bajo el mar. — concluyó Quacvimil, y quedó sepultado por la furia del océano, junto con el imperio atlante, para siempre.