El señor Elon Musk (sobre quien cultivo el sano hábito de desconfiar) y un grupo de científicos al frente de laboratorios informáticos publicaron una carta abierta difundida el 22 de marzo pasado solicitando “frenar” por seis meses el vertiginoso desarrollo de la inteligencia artificial (IA) que, desde que la empresa OpenAI, financiada por Microsoft, lanzara el ChatGPT (que va por su versión .4) hace un año, desbocó a la competencia, que se dio a una carrera frenética por superarse unos a otros sin control alguno.
La carta, difundida urbi et orbe por los medios, advierte acerca de serios riesgos para la vida y la civilización. Así, en general. En la carta no especifican riesgos concretos.
Esta tregua de seis meses serviría, según las versiones de varios laboratorios, para acordar un marco ético que fije ciertos límites a la desmesura informática.
Un solo ejemplo bastará para intuir los riesgos.
En una de las plataformas de inteligencia artificial ya es posible crear una nítida imagen de, por ejemplo, un candidato a presidente diciendo con su voz exacta que condonará todas las deudas bancarias de los trabajadores si gana las elecciones. Obviamente este candidato podrá salir a los medios a desmentir esas declaraciones que nunca fueron realizadas por él, sino por el holograma o artificio técnico que creó la IA. Pero al cruce ya saldrán otras declaraciones y, entre la rectificación oficial y las distintas versiones, la gente quedará desconcertada. Ya no sabrá qué ni a quién creer. Si en forma natural tendemos a desconfiar de las promesas políticas, imagínense el caos que podría ocasionar esto un día antes de las elecciones, con imágenes que parecen reales cruzándose con las verdaderas sin que podamos discriminar fehacientemente cuál es la original y cuáles son las de laboratorio. La verdad del candidato y las ficciones de los laboratorios pagados por la oposición convertirán a la opinión pública en una nueva torre de Babel conceptual. No se podría distinguir el límite de la realidad que nuestra mente necesita para emitir juicios. La votación estaría viciada en principio, ya que la voluntad del votante estaría desviada por intereses y maniobras extrañas a la libre decisión que se necesita para escoger un representante genuino.
Todo el sistema representativo democrático, tal y como se cultiva en Occidente, caería en un colapso del que nada ni nadie podría salvarlo. Este verdadero desastre político llevaría necesariamente al desorden, a la anarquía, y a quién sabe qué otras consecuencias nefastas para la sociedad. Esto ya está sospechado desde hace unos años: que las redes sociales, debidamente manipuladas, generan confusión en el electorado e inclinan la voluntad hacia uno u otro candidato/a de acuerdo a la cantidad de dólares que se destinan a estas “campañas paralelas.”
Hay voces discordantes entre los pensadores que reaccionaron frente a la noticia. Hay quienes vaticinan el fin de una democracia “formal” que se fue convirtiendo en una trampa para una sociedad que le ha perdido confianza pero que, como no se sabe con qué reemplazarlo, resignadamente lo sigue sosteniendo. Tal vez la IA venga a producir una revolución pacífica denunciando las fallas sociales antes que aparezcan.
Si ya se ha llegado al borde del precipicio sin la IA (no olvidemos que la primera versión del ChatGPT tiene menos de un año), ahora esta intrusión de la IA en el ámbito político podría generar estragos. Y esto, para dar sólo un ejemplo. Pero hay cientos de daños que podrían adelantarse con este nuevo campo de la informática recientemente inaugurado. Como todo instrumento, también la IA podría aportar numerosos beneficios, aunque hay una duda que persiste: el instrumento es una pieza o recurso que está a disposición de la destreza humana para manejarlo, para bien o para mal, pero es un ser humano quien decide este dilema ético. Con la IA sucede algo paradojal. Ya no hay un sujeto consciente manipulando un objeto para tal o cual uso. El objeto se ha convertido en sujeto. La IA toma decisiones independientes de quien pretende manejarla. La IA, que es decir la técnica, se ha independizado de su creador. Es Frankenstein; rompió las ataduras con su creador, y no sabemos lo que hará con el mundo.