El título ya pinta complicado. Nos ocuparemos de la relación entre cambios musicales, transformaciones sociales y violencia.
El dodecafonismo o música dodecafónica, que significa música de doce sonidos, es una forma de música atonal, hablando claro, es música complicada, difícil de entrarle, no apta para amantes del reguetón. Es diferente a la música tradicional y popular porque no está anclada a una nota que define la escala ordenada de sonidos con los que se compone un tema musical. Cualquier sonido puede ser líder, algo democrático, tal vez revolucionario y por lo tanto complicado para el oído acostumbrado a las melodías tradicionales. Tanto musicales como políticas.
Hasta que el siglo XIX no terminó la composición musical occidental estaba basada en el orden melódico romántico muy relacionado con la creación de los estados nacionales. Tengamos en cuenta que es la época en que se componen los himnos oficiales y las canciones patrióticas.
La estructura tonal de la escala diatónica era inamovible, los intervalos de tercera inapelables y siempre primaba una nota (la tónica) de mayor importancia, respecto a la cual gravitaba una obra musical. Todo sonaba prolijo y bonito. En las relaciones sociales, sucedía lo mismo. Los pobres se subordinaban a los ricos, la miseria urbana, la explotación rural, eran cosas invisibles y nada cambiaba porque mantener el orden y las distancias entre las clases era un dogma. Aún a principios del siglo XX el poder de las elites se esforzaba para que todo tuviera una norma melódica sin sobresaltos. Se ajustaban las dinámicas comunitarias a una determinada tonalidad, mayor o menor según las clases sociales, y se organizaba todo según una progresión cromática estándar donde solamente se combinaban unas alternativas de vida, también más o menos previsibles. Las posibilidades eran, casi siempre duales. Servir o dominar, soportar o inmolarse, vivir o morir. La sociedad y la música se comportaban de la misma manera.
La violencia también participaba de este solfeo de la injusticia clasista. Solamente se reconocía como violencia en serio: las guerras no santificadas, los asesinatos de hombres, el parricidio, el regicidio, los robos contra propiedad privada, los incendios intencionales y poco más. Lo que se colaba entre estos crímenes casi no era tenido en cuenta. Pues violar, matar en la batalla o en un duelo, mutilar a un ladrón, quemar vivo a un hereje, linchar grupos étnicos o asesinar a una mujer, podían ser considerados como actos justos, honorables o fundamentados. La vida era diatónica, o sea que bailaba sólo con la música de dos orquestas: la de la moral familiar y con la de las leyes del Estado. Y desde estas dos dimensiones los dueños del poder determinaban cual violencia era o no condenable. No muy distinto a lo que sucede hoy si se es rico o pobre.
Pero las convulsiones históricas que se desencadenaron a principios del siglo XX determinaron el ascenso del dodecafonismo musical y también del social. Donde, como en el dodecafonismo musical, de cada una de las nuevas alternativas comunitarias era posible que surgiera otra escala diferente. Y lo mismo sucedió con la violencia. Comenzaron a ser reconocidas como violencias otros abusos del espectro de convivencia que hasta ese entonces eran invisibles. A la “crisis de la tonalidad”, la llegada de esos sonidos raros en la composición musical, se la suele reconocer en tiempos de la Primera Guerra Mundial y es paralela a una época en la cual el mundo atravesaba profundos cambios políticos, tecnológicos, bélicos y, en general, sociales. Técnicamente hablando ese nuevo modernismo musical tiene tres características principales que lo distinguen de los períodos anteriores: La expansión o abandono de la tonalidad, el uso de nuevas técnicas de interpretación y la incorporación de sonidos y ruidos novedosos en la composición y la vida. A partir de esta circunstancia los matices intermedios adquieren un reconocimiento hasta ese momento vedado. Porque todo era negro o blanco, llegan las gamas de los grises. En la música y en la ética.
Hoy, a través de los medios, sabemos que se producen millones de actos de violencia cada segundo en todos los rincones del mundo. Desde el tecnócrata invisible que ordena un bombardeo selectivo con drones hasta el adolescente que hostiga a otro por capricho. Asesinatos, tumultos sangrientos, atentados terroristas y accidentes culposos, todo se condensa en un tuit y se transmite en un clic. Estamos ante una nanofragmentación instantánea de la violencia.
Stockhausen, maestro de la música aleatoria donde predomina el azar, supo afirmar que el tiempo vivencial es también dependiente de la densidad de las alteraciones: cuantos más eventos sorpresivos ocurren, el tiempo pasa más rápidamente, la vida fluye. Cuando las repeticiones se reiteran una y otra vez, el tiempo pasa más lentamente, nos atrapa la monotonía. Hay sorpresa únicamente cuando algo inesperado sucede: sobre la base de eventos previos esperarnos una sucesión de alteraciones de cierto tipo y, de pronto, ocurre algo que es totalmente distinto a lo que esperábamos. En ese momento somos sorprendidos por una situación que no previmos, pensamos que llega el caos y eso nos asusta.
Siguiendo el hilo de relaciones que vinculan cambios musicales, transformaciones sociales y violencia, podríamos seleccionar algunos ámbitos de la vida cotidiana, por ejemplo: el escolar, el comunitario y el familiar. Y considerar a cada uno de estos contextos como una nota tónica que define una escala de la vida social. En cada una de estas dimensiones se encadenan unos grados de vivencias específicas. En la época que surgió el dodecafonismo, principios del siglo XX, muchas situaciones que tenían lugar en las escuelas, los entornos comunitarios o en el seno de las familias no eran consideradas actos violentos. En la escuela sólo era visible una relación binaria a través de la cual los educadores ejercían sobre el alumno una violencia vertical. Esta era replicada por los educandos, también verticalmente, hacia los compañeros más frágiles. O sea, una escala de la violencia que iba del maestro al alumno y de este a otro compañero o compañera. A nadie se le hubiera ocurrido discutir esto o investigar la gama de abusos que se construían. Por ejemplo, aplicando una alteración cromática en el grado de esta escala de conductas donde el educador a cargo de un/a joven podía impunemente obligarlo a arrodillarse sobre guijarros, podemos modular hacia un posible abuso posterior más intenso. Adaptando la misma técnica vivencial, unas burlas en el patio ejercidas sobre el compañero/a “diferente” podían articular una subsecuente paliza grupal. Nadie hubiera denominado abusador al profesor o bullying a la violencia entre compañeros. Hoy sí.
Lo mismo sucedía si focalizamos las rivalidades entre colectivos. Por motivos de etnia o deporte unos podían colgar o partirle un ladrillo en la cabeza a los otros. Esta normalización binaria de la violencia también se daba en el maltrato doméstico. El hombre golpeaba o asesinaba a la mujer y se justificaba diciendo: cosas de parejas ¿vio? Ni idea de que eso era violencia de género.
Dos elementos fundamentales acompañaron siempre el ejercicio de las violencias. En el ámbito privado, el silencio y en el público, el ruido. La relación de la música con el ruido y el silencio fue algo que siempre espantó hasta principios del siglo XX. Cuando los cambios sociales, políticos y la tecnología aplicada a la originaria mega matanza industrializada: la Primera Guerra Mundial, coincidieron en el mismo lugar a la misma hora: hasta las esferas celestes desafinaron. El atonalismo libre fue la respuesta a la crisis de la tonalidad. Básicamente, una crisis de jerarquías. Pero con semejante cantidad de ruido allí afuera (bombas explotando por todos lados) y baches tan profundos de silencio (millones de personas dejando de existir) eso de una nota con mayor importancia sobre la cual se organizaban las otras, fue insostenible. Después de aquella Primera Guerra Mundial los sistemas parlamentarios y la revolución rusa entraron en escena, hundiéndose el imperio zarista, el alemán y el austrohúngaro.
El positivismo lógico inspiró creaciones (Schönberg, Berg) con sonoridades extrañas, tan sorpresivas como las masas que salían a la calle de pronto (Canetti). Asimismo, la aceptación y uso del cromatismo en la música se transfirió también a las artes visuales y la literatura. Cabe tener en cuenta que esta transformación radical de la técnica de composición, interpretación y audición musical tuvo lugar en la zona eurocéntrica del planeta. El cromatismo tonal fue siempre constitutivo en las creaciones musicales de Asia, África y América. Pero su expansión en occidente tuvo influencias y cabida en potentes propuestas artísticas que van desde el blues, el jazz, a la música electrónica pasando por la música aleatoria y el flamenco.
No es de extrañar que tiempo después, durante los tiempos del nazismo, todas las músicas experimentales fueran censuradas. Las melodías disonantes que surgían utilizando como recurso el cromatismo musical revelaban coloraciones sonoras (y sociales) no habituales. No aptas para los poderes autoritarios.
Hoy la realidad es más perversa y asordinada. Vale el “el todo bien” y “el no intelectualicemos, vivamos ¡pum para arriba!”. Quienes crearon profundos cambios culturales, tuvieron que estudiar mucho durante varios años. Actualmente no hace falta. Si soy carismático, simpaticón y vivo en streaming, ¿para qué sirve saber quién fue Stockhausen? Ha nacido otra forma de violencia. La del elogio de la ignorancia.