1 — Así comenzó todo
Gimena Beltrán vivía en una casita de tablas anchas, techo de lo que se tenía a mano y algunas chapas negras de cartón, a orillita nomás del arroyo Piray, donde aún es un delgado curso de agua, o lo que uno se imagina al escuchar la palabra arroyo. La casa, de piso de tierra tan apisonada y barrida que parecía tener una capa de cemento, estaba a unos cien metros del agua, que en épocas de lluvia se acercaba a la mitad de esa distancia.
La rodeaba un patio de tierra también, siembre impecable, como si esperara visitas. Pero la única persona que venía una vez al mes era su compañero, desde que se fue a trabajar en la forestadora, para tener para la provista. Dos, tres días nomás se quedaba, pero era toda una fiesta. Traía la bolsa de harina, la grasa, el azúcar, jabón y otros elementos que durante el mes entrante, servirían de sustento a Gimena y sus seis gurises, sin contar el de su panza. Siempre tenía alguna sorpresa, además de las cosas indispensables: a veces una bolsa de caramelos, polvo de cacao o dulce de membrillo.
Y los gurises saltaban de contentos y corrían por el patio detrás del mayor, que ya tenía como diez años, y que llevaba el dulce tesoro en las manos en alto.
Ese día carneaban una gallina y ella hacía el mejor borí-borí o un buen guiso en la negrita. Gimena florecía y se renovaba en esas ocasiones, porque siempre, unos días antes, cuando se acababa el último kilo de azúcar, le invadía el temor de que su Juancho no venga. Temía que le había pasado algo malo en ese trabajo tan duro en la forestadora, tumbando o desgajando árboles todo el día, con su motosierra. O que había encontrado otra para su compañera, ya que ella, con cada crío que nacía, estaba más deteriorada y bien sabía que por los campamentos de los obrajes, solían rondar mujeres jóvenes tratando de enganchar a alguno.
Pero hasta ese día de mayo del dos mil cinco, el Juancho hacía su entrada triunfal alrededor del ocho de cada mes. Y vino también ese mayo. Llovía a cántaros, por lo que se quedaron amuchados adentro. Juancho tocó la panza henchida de Gimena y preguntó cuándo será que venía el gurisito nuevo.
Ella le dijo que pronto, según lo que la comadre Rufina le dijo, que seguro la próxima vez que vendría él, ya lo alzaría. Él quedó muy serio y en un suspiro rogó en nombre de sus fallecidos, que sea una guaina esta vez. “para que te ayude” pareció disculparse, pero ella rió nomás porque los varones eran su mano derecha todo el día, y estaba orgullosa de ellos. No dijo nada, pero sabía que Juancho era muy supersticioso y tenía terrible miedo al séptimo hijo varón. A ella no le parecía posible lo del Lobizón, por lo que estaba tranquila.
Dos días más tarde, Juancho se fue y la rutina volvió a instalarse. Ya temprano, cuando todavía la neblina cubría el espejo del agua, Gimena bajó al arroyo a mojar y enjabonar la ropa que lavaría más tarde. Densa y blanquísima, se arremolinaba por instantes la niebla que emergía del agua rojiza del arroyo, que bajaba caudaloso por las lluvias de los últimos días. Sintió fuertes patadas en su vientre cuando se arrodilló en la piedra para mojar la ropa.
Levantó la cabeza para respirar mejor y entonces, al abrir los ojos, vio una figura que parecía flotar entre la niebla, en medio del arroyo. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero esa figura, como de mujer, seguía ahí. Pasmada, Gimena quedó mirándola boquiabierta. Más que susto, estaba dura de sorpresa. Había escuchado de apariciones, pero nunca lo creyó demasiado.
Pero un sentimiento tibio surgía en su pecho y se sentía atraída por esa imagen. Y de pronto la reconoció: era Ñá Cleta, la abuela materna de Juancho, fallecida hace años. Sin que sus labios se abrieran, preguntó a la aparición a qué venía. Y sintió un intenso dolor en su panza como respuesta.
Venía a buscar al aún no nacido. Gimena sacudió la cabeza y finalmente un ¡No! Rasgó el silencio. Trepó rápido el barranco, pero el suelo todavía estaba húmedo y resbaló de nuevo hasta quedar semi sumergida en el agua. Ya no pudo incorporarse, el parto de desencadenó de golpe. Y la corriente llevó al indefenso hasta los brazos de Ñá Cleta. Con inhumano esfuerzo, Gimena logró arrastarse un poco, saliendo del agua.
A sus gritos acudió el mayor, que enseguida vino a socorrerla, y, una vez acostada en una zona más seca, la tapó con una frazada y salió disparado a buscar a la comadre. Hasta que vino, el sol salió y entibió el cuerpo de Gimena, sacudido por fuertes chuchos. No podía sacarse la imagen de la mente y comprendió que aunque fallecidos, todos estaban en algún lugar. Lo que siempre quedó en duda, fue el destino de su séptimo hijo varón.
El Juancho, con gran cargo de conciencia, está aún hoy convencido de que sobrevivió, y que debe andar vagando por el monte. Por eso se vino con Gimena y los chicos, a vivir al pueblo, por miedo nomás.
(Cuento ganador del Libro de Oro en el IV Concurso de Relatos por el Libro de Oro y Plata, de la Subsecretaria de Cultura de la Provincia de Misiones en el año 2010)