Escuchaba a menudo la palabra amor, pero jamás había experimentado tal sentimiento. Me encantaba matar a las personas y ver como sufrían en su agonía. A ese placer que arribaba mi corazón, cuando veía a los sujetos escudriñarse en su propio dolor, atribuí el tal sentimiento de amor. Sabía que mi concepción estaba algo alejada de lo que para los demás significaba. Pero uno hace lo que puede.
El jueves pasado, esculpí en el cuerpo de un hombre maduro, la figura de una mujer joven. Utilicé mi daga, afilada previamente para el espectáculo artístico. Me llevó 3 largas horas, y como soy aplicado, lo terminé antes que el cuerpo endureciera.
Me volví un escultor nocturno. La noche, es el momento propicio para crear. Mi hermana siempre decía que tenía una mente gangrenada. Pensábamos muy diferente y eso la inquietaba. Nunca fui de esos tipos cerrados, para nada. Siempre dispuesto a comprender a los demás. En muchos casos, me esforzaba enormemente para entender ciertas actitudes, sobre todo aquellas que repudiaban las mías.
A mi hermana, la entendía a la perfección porque era lógico. Analizaba las reglas de la sociedad, determinaba los valores y principios de vida cuya ética y moral lograron sorprenderme con fascinación. En verdad lo entendía. Pero el sentimiento es la mayor perfección en el propio ser. Analicé la edad de mi alma y llegué a la conclusión que era tan joven como yo. Odiaba mi ánima prematura, no podía ser anormal como los demás, aunque bien conocí muchos allegados.
Por un tiempo me distraje de quitar vidas. Anoche me puse a desollar un cuerpo joven. Buscaba algunas respuestas cuyas dudas había adquirido de un libro de biología. Últimamente leer me consume demasiado tiempo. Pero es una inversión, lecturas diversas que aumentan mi circuito relacional. Me gusta pasarme de la filosofía a la lingüística y luego de la biología a la teología, aunque mi mayor tendencia se la debo a la anatomía junto a la botánica.
Nunca discriminé a la hora de matar, cuando me surgía ese sentimiento de arremeter contra la integridad de otro ser, no me importaba si era rico o mendigo, intelectual o ignorante, iracundo o apacible. Sólo lo hacía, se me rompía los anillos del esfínter y todo salía con violencia y placer electrizante. Acto desopilante y hermoso.
Tener el alma joven te da perspectiva. Duele ser tan inocente pero uno hace lo que puede para recuperar el tiempo en el que lo desovaron casi por error. Yo me las arreglo como puedo, sigo en la dura tarea de despedregar mi vida. Aunque mis manos cortadas representen el espeluznante y sombrío accionar de mi mente, sigo con la voluntad de ser mejor día a día.
Hoy al despertar, en esas ráfagas de recuerdos que uno tiene, me vino en mente al gordo de la panadería al que había degollado hace dos años. Las personas se vuelven tan absurdas, al gordo lo vivían atormentando por su exceso de peso. Imagínense lo extremistas y repugnantes de las personas que lo hacían sentir un grave accidente de la naturaleza; que manera tan rara de expresarse con los demás.
El recuerdo del panadero me hizo reflexionar sobre el recuerdo. Que artefacto más extraño, cómo es posible que pueda revivir imágenes con sus sentimientos, tactos, olores, sensaciones, de momentos vividos hace 730 días, y lo sobrenatural son los fantasmas que no se ven. Esto es algo increíble, de a ratos pienso que estoy loco y que sólo vivo una película que nadie más vio.
Sé que voy a ser, en caso de perder la cordura, el libro menos leído. Pero lo cierto es que en un rato voy a dar el alma, pero antes le voy a relatar cómo maté a mi última víctima. Jamás iba a creer que el cuerpo me haría entender el concepto de amor. Aspiré a ver el mundo a través de un espacio físico concreto al mismo tiempo que comprendí que el cielo no existe como espacio físico.
10 de Diciembre de 1986, tomé una pistola y dejé una bala en la recamara. Una sola bala. No me gustaban las armas de fuego, puesto que se utilizan a la distancia y hace perder la sensibilidad al tacto con el cuerpo a desgarrar. Pero todo pasa por algo. Salí a esperar a la italiana, madre de los tres hijos que ya había matado. La esperé en la esquina de la calle Santiago de Liniers a las 11:15, hora en que cerraba el bar de Gramittis. Noche calurosa pero con una ventisca favorable. Divisé la silueta oscura de aquella inmigrante a 20 pasos, alumbrada apenas por la luz de la luna. Parado, en medio de la deteriorada vereda, aguardé inmóvil. Ella sabía que era yo y lo que haría, aún así no se detuvo e hincó sus pies a un metro de los míos. Apunté a su corazón y sin vacilar disparé la única bala. Permaneció parada mientras la sangre escullía sobre su cuerpo.
En la vida había visto muerta igual. A pesar de haberle atravesado su corazón con el proyectil, permaneció tácita ante mí. Ajusté un ojo y miré por la hendidura que había logrado con ayuda de la pólvora y el plomo. Traspasé ese túnel frío y oscuro pero vi la luz de fondo, la salida hacia el más allá. Era el túnel del amor, que me hizo ver todo el afecto que la mujer guardaba dentro suyo, experiencia que jamás hubiese concebido sin su amor. Veía a la perfección las caricias, los pequeños gestos amables y solidarios que explotaban millones de veces más que bombas atómicas. El saludo del inicio del día, el beso suave en la frente de sus hijos encomendando a Dios su cuidado.
Terminé de atravesar su corazón, me ahogué con su sangre y me estrellé contra un pilar de hormigón que contenía un medidor de luz eléctrica. Caí muerto al instante con una sonrisa de melancolía y satisfacción. La italiana tomó a sus tres hijos en un solo abrazo, se dirigieron a su hogar con la calma en sus ojos que habían derramado lágrimas de acero en este mundo de miserias. Mientras tanto la gente me rodea, manchando las suelas de sus zapatos con la sangre que manaba del corazón de mi alma prematura.