Caminaba perdido en el monte. Después de estar detenido tanto tiempo le costaba orientarse y habia perdido la noción del tiempo. Caminaba como sonámbulo por un camino de tierra que no conocía. Antes de que las primeras luces del sol iluminaran el paisaje, lo tiraron de la camioneta a la cuneta de barro y se alejaron riéndose de la revolcada que se dio entre medio de los yuyos. Solo alcanzó a ver las luces de los faros de atrás del vehículo, y las risas de los milicos.
No entendía porque le habia hecho tantas cosas. Lo habían golpeado y torturado salvajemente durante dos semanas (después sacó la cuenta) que fue lo que estuvo encerrado en una cárcel, junto a los demás chacareros, con los que habían sido llevados por los gendarmes y la policía, esa tarde. Los veía salir enteros y volver golpeados, sangrando, o inconscientes. A él lo sacaban a cualquier hora,. Lo llevaban a una sala con dos o tres tipos grandotes. Reconoció a Álvarez, el gendarme que siempre rondaba la escuelita, y el paraguayo Benítez que trabajaba en la tarefa de yerba con ellos.
Nunca se imagino que “El paraguayo” estuviera con los de la Policía y los del Ejército. Supo que eran los del Ejército porque mientras lo golpeaban, un flaco alto de bigotito que parecía venir de Posadas, les dijo a lo que lo sostenían mientras Álvarez lo golpeaba. Entre golpes lo encapucharon y lo llevaron en un vehículo, hasta lo que él sintió era la costa del rio. Los olores y los ruidos a su alrededor eran diferentes, y él lo sabia porque muchas veces cuando iba a pescar se quedaba a la orilla del agua. Cerraba los ojos y se dejaba invadir por esa frescura tan particular que tiene la costa. Ahora pisaba el barro cenagoso y sintió frio cuando sus pies lastimados por los golpes, tocaron el agua. Pensó en la vez que vio a Elías Da Rosa y a su mamá, bautizarse en el rio.
Recordó que estaban todos de blanco, y él lo quiso acompañar pero el pastor y su comitiva se lo impidieron, porque no era “creyente”. No sabia porque esas imágenes llegaban a su mente mientras sus torturadores lo llevaban aguas adentro. Cuando el agua le llego a la cintura casi, se detuvieron, y le sacaron la capucha, pero no tuvo tiempo a entender donde estaba, alcanzó a ver que era el rio y no el arroyo que cruzaba por el costado de la casa donde lo tenían detenido. Fue lo único que pudo ver, después la acuosa imagen del agua marrón inundó sus ojos, mientras sentía los golpes en las costillas.
‑Ablándenmelo al polaquito con un poco de agua para ver que sabe- gritaba desde la costa el jefe de los torturadores.
— ¿Cuánto tiempo mi teniente?- preguntaron- lo que aguante. Respondió el militar.
La tortura
El “teniente” era quien daba las órdenes. Era muy obstinado, cuando de obtener información se trataba. Recién supo a qué se referían cuando le metieron la cabeza en el rio. Ahí el agua no se movía, la correntada estaba quieta. Pudo distinguir la sangre mezclada con agua que entro por su garganta de golpe. Cuando lo sacaron del fondo, donde alcanzó a tragar barro, su boca estaba llena de sangre. Se habia golpeado contra las piedras y un pedazo de vidrio de una botella rota le habia hecho un pequeño tajo en su ceja izquierda. Cuando lo subían alcanzó a ver un cuerpo con las tripas al costado flotando a unos metros de la costa. Lo distinguió perfectamente. Gritos, sopapos y nuevamente al agua. Lo agarraron de los pelos y lo, sumergieron ahí hasta que perdió el aliento.
Después de un rato, lo sacaron, mientras él luchaba por no desmayarse. Ellos se reían, mientras le decían que no era tan fuerte como parecía. Él tosía, y vomitaba. Sin dejarlo de golpear volvían a las preguntas: “Quién era el jefe del grupo, donde esconden las armas”. Él no lo sabia de lo que hablaban, estaba asustado, tenia apenas 17 años y no entendía porque lo golpeaban así. Pero ellos no se detenían. a meterlo dentro del balde de lata donde su nariz chocaba contra el fondo, mientras sentía los golpes en su cuerpo como mazazos: en el hígado, en las costillas, y en medio de esa mezcolanza inmunda abría la boca buscando desesperadamente una bocanada de aire. Cuando se desmayó, supuso, lo tiraron en la parte de atrás de la camioneta y lo llevaron a la casita, ahí lo tiraron en la improvisada celda.
Recordaba como el “teniente” asesinó a sangre fría, frente a él, percutándole un disparo en la cabeza, a su amigo, Tito de 19 años. La sangre de Tito le salpicó la cara, al teniente, que no se inmutó. Tito lo miro directamente a los ojos y se sonrió poco antes de recibir el impacto. Después cayó con la boca abierta y sus ojos celestes lo siguieron mirando desde el más allá, mientras la sangre se mezclaba con la tierra roja del piso de tierra de la celda. Después siguieron con él. Esa noche hacia mucho frio, y llovía. Le sacaron las uñas de los dedos mientras le preguntaban sobre la “estructura” de su “célula”.
Después lo sentaron en una silla de madera, con unos apoya brazos, largos. Ahí lo sujetaron de los brazos, mientras el teniente preguntaba. “22”, así lo apodaban a un policía asesino le arrancaba, las uñas, una por una. El teniente dejaba que lo mirara a “22” cuando abría la pinza plateada con la que agarraba sus uñas para ir estirándola mientras la carne se desgarraba antes de soltarla. Sus gritos llenaban aquella habitación y a él le parecía que no le pertenecían. Fue tanto el dolor que llegó un momento en que ya no lo sentía, y ahí no luchaba, los dejaba hacer nomás. Fue una noche larga. Después lo colgaron de los pies y comenzaron a golpearlo por todo el cuerpo con una vara de una madera flexible, hasta que se desmayó.
Cuando se despertó intentó ponerse de pie, pero no pudo: le habían hecho tajos en las plantas de los pies, que aún le sangraban. Logró detener la hemorragia con un pedazo de trapo que alguien le alcanzó desde un rincón de la celda a oscuras y no pudo identificarlo, pero se lo agradeció.
Sobrevivir
Nunca pensó que iba a ser tan difícil sobrevivir. El miedo siempre fue su compañero, su único compañero en las noches oscuras en el monte, en el obraje, y en los distintos ranchos en los que vivió con el resto de la peonada. Él era “nadie” y se habia acostumbrado a serlo, porque a “nadie” “nadie lo busca”, se decía a si mismo.
Recordaba la noche antes de que lo soltaran. El “teniente” ya se habia dado cuenta de que él era un “perejil” que no sabia nada del Movimiento Agrario de Misiones (M.A.M) ni de las armas que estaban escondidas en alguna chacra en la zona de Oberá. Él se los habia repetido hasta el cansancio, pero ellos no le creían, pero a pesar de todo, siempre inventaban una nueva forma de torturarlo. Habia noches en que entraban a su celda a “higienizarla” y la llenaba de agua, tapaban los lugares de desagüe y lograban que el agua no se escurriera y él tenia que dormir sobre un inmenso lago de agua. Cuando, a pesar de todo lograba dormirse, le ponían un cable de energía eléctrica al piso y la corriente lo despertaba acalambrándole las manos. Una noche recibió una descarga tan poderosa que su cabeza se golpeó violentamente contra la pared de la celda. Estuvo desmayado varias horas, y se despertó unas horas después rodeado de un vómito amarillo de olor nauseabundo. Horas después vinieron sus torturadores con una manguera y lo desnudaron a golpes de cachiporra.
No entendía porque le sucedía eso, lloraba y ellos se reían. Después de hacerlo sacar y secar toda el agua del piso, lo dejaron desnudo. Un compañero de celda, abogado de profesión, que se dedicaba a presentar “habeas corpus” para “salvar zurditos” oyó decir a los carceleros, se apiado de él y lo cubrió con su saco. Según supo después, a este hombre lo trasladaron al Chaco y lo asesinaron.
Fue ese abogado quien, en los días que estuvieron junto, le dijo que: “La tortura nunca termina polaquito-le decía- No dejes que te venza, porque si no siempre vas a ser una víctima” repetía a diario. Siempre recordó esas palabras. La noche que lo largaron le dieron ropas que no eran suyas y un documento.
‑Andate y no cuentes a nadie lo que te pasó. No vayas a tu casa, porque vos ya no existís- le dijeron.
Y asi lo hizo, tenia miedo. Miedo de terminar como sus compañeros de celda. Cuando llegaba a pedir trabajo a alguna chacra, él mostraba su documento, el que le dieron sus torturadores, cuando lo soltaron, en medio del monte, a muchos kilómetros de su pueblo. Ese documento tenía una foto de él en blanco y negro, con otro nombre: Gerardo De Olivera, decía. Y él sabía que ese no era él. No era esa su verdadera identidad. Pero no podía decírselo a nadie. Tenía miedo de que “ellos” supieran que él andaba diciendo por ahí, que ese nombre, que estaba escrito en su documento, no era él sino que era otro. Porque ellos sabían todo, se enteraban de todo, y estaban en todos lados. Como demonios que caminaban libremente por el monte y se transformaban en personas para mezclarse entre los seres humanos y escuchar lo que decían. Como se lo habia contado su abuela, la que vino de Alemania.
Algunas noches en su ranchito allá en San Pedro, se agarraba la cabeza, y la escondía entre sus manos llorando. No paraba de llorar, a veces hasta vomitaba o se orinaba, cuando recordaba. Hubo una época en que volvía, en su mente, a esa noche, y parecía que iba a volverse loco, pero cuando comenzaba a amanecer, volvía en si y temblando sudoroso.
Con el documento en sus manos, estudiaba cada letra, memorizando su nuevo nombre y en ese esfuerzo visual y mental intentaba imaginarse como habría sido Gerardo De Olivera. Él no lo conoció. Solo supo que estuvo detenido en el mismo lugar que él y que una noche habia muerto porque no soportó tanta tortura. Y ahora, ese documento de identidad, ese que tenia entre sus manos era de él. Un muerto. Una victima de la maquina sanguinaria que los habían alcanzado y que le permitió vivir entre las sombras. ¡Vaya vida! Pensaba. Trataba de olvidarse quien fue, porque si lo recordaba, cualquier detalle por más mínimo que se le escapara, ellos podían volver a buscarlo. Entonces se reponía al cansancio que sentía, y acercando la luz de la velita volvía a la tarea de memorizar quien era ahora: Gerardo De Olivera, ese era él.
Al final del túnel
El amanecer lo habia sorprendido nuevamente sin haber dormido nada, habían pasado muchos años desde aquel entonces y habia trasnochado mirando televisión. Los noticieros mostraban a los milicos que habían sido condenados por violación a los Derechos Humanos, él no sabia a que se referían, pero recordaba lo que habia vivido hacia treinta años atrás cuando lo detuvieron. Sus hijos dormían en las otras habitaciones. Ese día tenia que ir al pueblo. Cuando llego una mujer se acercó apenas bajó de la camioneta, que la habia estacionado en la veterinaria. Le preguntó si él era Gerardo De Olivera y él le dijo que si. Ella le paso la mano presentándose como Beatriz De Olivera. Le dijo que su papá también se llamaba así. A él le corrió un escalofrió y se quedó mirándola. Ella le explicó que él habia sido detenido por Gendarmería, hacia treinta años atrás y nunca más lo habia vuelto a ver y que le dijeron que ahí vivía un tal De Olivera y ella quería conocerlo para saber si eran parientes, o si era su papá desaparecido. Él sintió como, si por primera vez en treinta años, le sacara un enorme peso de encima. La invitó a su casa, a conocer a su familia, y ahí más tranquilo, frente a su mujer le contó la verdad, entre medio de sollozos. Su esposa se levantó y lo abrazó mientras él le alcanzaba a Beatriz el documento de identidad de su padre, Gerardo De Olivera, en la que los asesinos habían reemplazado la foto de él por la suya. Beatriz agarró el documento de su papá acunándolo entre sus manos, mientras lloraba y repetía: “al fin te encontramos papi”..
Parecía mentira que aquel, librito de tapas azules que sostenía entre sus manos temblorosas y el que exhibía –ahora- con orgullo frente a los flashes de los fotógrafos de los diarios, le diera esa sensación de paz y tranquilidad a su vida. El Ministro de Derechos Humanos, le pasó la mano. Y a él le llamó la atención verlo emocionado hasta las lágrimas. Él no entendía mucho, lo que pasaba. Solo sabia que ahora, después de tanto tiempo podría regresar a su casa sin que lo detuvieran, porque ahora sí era él, Carlos Alfredo Scheifler y no “el otro” al que lo habían condenado por más de treinta años los represores asesinos.
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Nota del autor
Carlos Alfredo Scheifler, fue secuestrado en mayo de 1976 en Puerto Rico por fuerzas probablemente del Ejército y luego de ser sometido a tortura, fue dejado “en libertad” con la identidad de otra persona, cuyo DNI fue entregado con la advertencia de que no debía regresar con su familia “porque todos serian boletas”. Con 52 años le otorgaron su DNI con su verdadero nombre. Tiene tres hijos, vive a 20 km de San Pedro. Durante más de tres décadas vivió con el nombre de otra persona, hasta que se encontró con hijos de Gerardo De Olivera, eran familiares de víctimas de la dictadura militar, quienes creyeron su historia. Luego, Beatriz De Olivera lo puso en contacto con la Fiscal y el Juzgado Federal, en donde cumplida la etapa de investigación, hoy recupera el documento que acredita su verdadera identidad.