Llegaron a casa de la mano de mi padre. Eran cuatros ñandúes bebés recién salidos de la cáscara. Los tomé en mis manos y en silencio les hice una promesa; protegerlos siempre.
En esos tiempos el cultivo de la soja era furor en Corrientes, sus granos se vendían bien y ser agricultor significaba estatus para la gran mayoría.
El arroz pasó a ser historia y a lo lejos se divisaban las grandes extensiones de tierra húmeda abandonadas.
Los tractores iban y venían ya por las lomadas bañando todo de tierra colorada. Al poco tiempo el verde de las sojas empezarían a aparecer y con él los insecticidas por doquier.
Los ñandúes, dueños de esas tierras donde por años se reprodujeron sin ningún inconveniente mayor que no sea el natural, ahora tendrían que adaptarse a estos obstáculos para poder sobrevivir. Antaño solían observarse al costado del camino al macho con más de treinta polluelos. Hoy tres o cuatro debiluchos sortean las malezas. Si llegan a adultos es por bendición de Dios.
Papá solía recorrer esos campos cuando volvía a casa después de una larga jornada de trabajo. En uno de esos días escuchó a unos ñandús bebes cuando gritaban desesperados, habían quedado atrapados en una planta de tutiá. Este arbusto tiene afiladas y puntiagudas espinas en el tronco pero un sabroso fruto de color rojo ubicado al final del mismo, bien arriba, es un alimento muy codiciado por estas aves.
Le llamó la atención que el ñandú protector no se encontraba merodeando por allí. Se acercó y observó gotas de sangre cayendo por entre las alas de uno de los pichones y tres más lo acompañaban en los gritos. Sabía que sin su ayuda serían presa fácil del aguará guazú u otro carnívoro de la zona.
Los tomó uno a uno en la mano colocándolos en su gorra con la intención de llevarlos a la casa.
Se imaginaba la cara de sus hijos cuando llegara con el obsequio.
Domesticar a estos animales no es tarea fácil. Están acostumbrados a recorrer grandes kilómetros y José pensó en construirles una jaula hasta que los otros animales de la casa lo reconozcan y acepten.
Vivíamos en una humilde casita al costado del camino y todo tipo de animales adornaban el patio. Cuando mis hermanos vieron lo que tenía la gorra del jefe de la casa no podían creer, chicuelos, corrían de aquí para allá emocionados. Lo primero que hicieron era darles un nombre. Catita era la más chica que suponíamos una hembra, Lucho el más grande, y a los otros dos Moño porque tenía en el tronco del cuello un gris más oscuro que se asemejaba a un moño y Pico porque de los cuatro tenía el pico más ancho y gracioso.
Al poco tiempo ya comían solos, se hicieron amigos de sus iguales y quedaron en libertad. Jugaban con los perros y éstos se embroncaban porque no los podían agarrar. Corrían y cuando presentían que éstos estaban cerca disminuían la velocidad y cambiaban de dirección frustrándolos. Que bello verlos jugar tan inocentes y despreocupados.
En las vacaciones de verano, un año después, vinieron a casa unos parientes de Buenos Aires a los que nunca había conocido. Enseguida entablamos un diálogo con Claudia, mi prima y nos sentamos juntas a almorzar al mediodía. Charlando y comiendo ninguna de las dos advertimos que Catita, había puesto su cuello por entre nuestros brazos sirviéndose el puchero del plato con total naturalidad y luego se aleja corriendo, mientras sus hermanos la siguen queriendo compartir el motín.
Cerca del mogote, ubicado a unos trescientos metros de la casa, había una zona llana cubierta con piedras, hierbas y tunas. Era el lugar que más amaban y todas las tardes rumbeaban hacia allá, principalmente después de las lluvias primaverales cuando crecían unas plantas con flores rojas que representaban un manjar.
A La hora de volver hacíamos el sonido de llamado de sus padres con la boca y regresaban con las alas abiertas zigzagueando de aquí para allá y se ubicaban, para pasar la noche, debajo del horno que mamá usaba para cocinar el pan.
Son muchas las historias protagonizadas por los cuatro, mis hermanos y yo.
Un domingo salimos a pasear con mamá. Ellos quedaron en la casa, no había ningún peligro, se las arreglaban muy bien para protegerse unos a otros; se habían convertido en adultos.
Al volver lo primero que hicimos fue mirar debajo del horno de barro. Estaba vacío. Los ñandúes habían desaparecido. Buscamos respuestas en el rostro de papá y comprendimos que algo había pasado.
Ciertamente, un empresario que tenía una enorme mansión vio a los cuatro hermanos y quiso tenerlos para exhibirlos en ella.
Convenció a mi padre que allí estarían mejor y se los llevó.
El silencio lo envolvió todo. Queríamos gritarle, reclamarle, pero todo era en vano. Se habían ido lejos y no teníamos medio para ir a buscarlos.
Mis hermanos y yo nos ahogábamos en llanto. Mamá caminaba sin saber qué hacer. El ceño fruncido de papá nos decía que se había arrepentido.
Mucho tiempo después supimos que, al poco tiempo de haberlos encerrado, habían muerto de tristeza.